Demoramos un rato más en recomponernos y volver a unirnos a las demás mujeres.
Coni ya se estaba poniendo tensa.
Por unanimidad elegimos sentarnos en el suelo.
Lo siguiente que hicimos fue prender conos de incienso de sándalo. Aspiré su delicado aroma que navegaba lento entre todas.
Una a una le fuimos dando consejos a la novia para el matrimonio. Tocó mi turno al final porque así lo quise:
—Hija —me dirigí a ella y nada más—, sabes bien que soy el peor ejemplo de un matrimonio sólido. Por eso, tal vez, tengo el conocimiento de lo que no debe hacerse. Podría hacerte una larga lista y pasaríamos la madrugada aquí, pero mejor te compartiré el consejo más importante. Estate a lado de tu esposo porque de verdad lo amas, y cuando sientas que ese amor se fue y no hay manera de revivirlo, vete antes de provocar daño.
Coni se levantó y me estrechó.
—¡Mami!
No me importó exponerme frente a todas y liberé las lágrimas.
—Desde que cada uno de mis hijos nació, se iluminó mi vida —le dije bajito—. Eres una de mis estrellas brillantes. Mi más grande anhelo es que nunca te apagues, mi amor.
Coni no cometerá mis mismos errores, fue ahí que lo supe.
Aprovechando la distracción, Celina fue hasta las canastas y levantó una. Ella sí que se preparó.
—Te entrego el vestido de novia. —La acercó a mí sin descubrirla—. En el centro del pecho verás que hay un espacio, ahí tienes que bordarle lo que nazca de tu corazón. Un regalo de la madre a la hija.
Acepté la canasta y la observé, asombrada de que me permitiera ser parte del diseño que ella misma hizo.
Celina también se encargó de llevar diferentes postres y vasitos para el mezcal.
Continuamos con la degustación. Yo elegí uno de manzana con canela, a mi juicio, delicioso.
—¿Qué tienen las galletas? —indagó Silvia, tratando de averiguarlo con la lengua.
Eso significaba que sus cuñadas no intervinieron en la preparación.
No había duda de que eran unos exquisitos postres.
Celina sonrió. Solo algunas le conocíamos esa en particular porque se tenía que aprender a diferenciarlas, y yo sabía bien que la hacía cuando era descubierta en sus contadas trastadas.
—Algo que solo se debe usar cuando es muy necesario —le respondió.
Algunas reímos, y fue una risa que fue haciéndose mayor con el mezcal y las delicias ofrecidas.
No recuerdo bien a qué hora regresamos a la casa de Alfonso, creo era de madrugada. Lo que sí sé es que mi hijo Uriel me ayudó a llegar. Resultó que los hombres terminaron más sobrios que nosotras y acudieron para auxiliarnos.
Estuvimos en el camión de vuelta a nuestro hogar a las seis de la mañana porque era el primero en salir.
Medité en llevar a Joselito a la boda. No tenía por qué decir en público detalles sobre lo que estábamos teniendo. Podría ir como un amigo y sería una agradable compañía. Desafortunadamente él me avisó que tenía que volver a la costa a recoger unos encargos. Fue a despedirse a mi casa a las ocho de la mañana.
Apenas y pude cambiarme, tomar algo, lavarme la cara y los dientes. Dormir ya no era una posibilidad.
Nos vimos en mi patio trasero, justo en la cerca que dividía la propiedad de su prima con la mía. Un árbol de mango fue de ayuda para ocultarnos.
—Regresaré en dos semanas, mi bella. —Aprisionó mi rostro con ambas manos y me besó.
—¿Seguro? —le pregunté en la primera oportunidad en la que liberó mis labios.
—Sí, segurísimo. —No paraba de recorrerme y apretó mi cuerpo contra el suyo—. Te van a doler las orejas de tanto que te voy a estar pensando.
Ese hombre sabía embelesarme con apenas unos toqueteos por arriba de la ropa.
—Más te vale.
La idea de que se marchara apenas empezada la relación me incomodó. Llegué a imaginar que quizá huía de mí y esa idea se instaló en mi cabeza. Dos semanas pasarían lento para descubrir si lo que prometió era verdad o no.
Ese día fue un ir y venir para nosotros. Los nervios hacían de las suyas.
Doña Teresa llegó junto con su esposo y Nicolás pasadas las nueve. Ella fue mi salvadora en la cocina. Sabía organizarse como ninguna, y se encargó de pagarle a tres muchachitas y dos señoras para que ayudaran a preparar la comida.
—Queremos llevar a los niños a comprarles ropa —fue lo primero que me dijo.
—Les pedí que usaran algo que tengan en el ropero —respondí.
—Nada de eso. Quiero que se vean chulísimos.
—Los Ramírez no nos van a andar humillando —intervino don Álvaro.
Se me olvidaba que la madre de Celina y doña Teresa eran primas segundas. Al final, existía una relación familiar imposible de romper.
—Bueno, está bien —acepté para que no se sintiera ofendida, y también porque mis hijas disfrutarían ser consentidas como su abuela acostumbraba—. Aprovecharé para ir a ver al pastelero. Encargamos un pastel de doce pisos y lo van a llevar hasta allá, solo quiero darle bien las indicaciones.
—Te acompaño —me dijo Nicolás—. Estoy cansado de las compras de ropa. Vivo cerca de la pastelería y voy a ir a recoger los tequilas a la tienda donde trabajaba. Tenía unos descuentos buenísimos y los aproveché.
—¿Trabajabas? —Llamó mi atención que lo mencionara en pasado.
—Y sirve que te cuento sobre eso.
La posibilidad de un despido quedó descartada al verle la cara sonriente.
Hubiera preferido ir sola, pero no quise ser grosera con Nicolás delante de sus padres.
Juntos nos subimos a un taxi y él pidió ir a su casa. Estuvimos ahí en menos de ocho minutos. La ciudad no era tan grande y los recorridos en coche lo confirmaban.
Ya la había visto antes porque solía pasar por esa calle. Era una transitada y con negocios en los que solía comprar.
Él quiso enseñármela por dentro.
—Bienvenida. —Me cedió el paso después de que abriera—. Es chiquita, lo sé, pero la escogimos porque aquí se puede poner un localito.
Estaba limpio y ordenado. Llevaron los contados muebles que tenía en el jacal y noté que otros más eran nuevos. Suficiente para que una sola persona viviera cómoda.
—¿Localito? —lo cuestioné—. ¿De qué?
Nicolás resopló animado.
—¿De qué más sería? De lo único que sé hacer y vender. Comenzaré con poco porque será un préstamo de mi papá y me dejará usar la marca. Pienso incluir sombreros para dama. He visto que están de moda los de copa baja y alas anchas.
Confieso que me sentí enojada. Años atrás le pedí tantas veces que continuara con lo de los sombreros y siempre se negó. Decía que nunca más volvería a eso, y saber que se retractaba me provocó malestar.
—¿No que odiabas el negocio familiar? —fui sarcástica.
—Me equivoqué, sí, lo sé, pero quiero mejorar por mis hijos, por mis padres…, y por ti.
Hasta ese momento tomé consciencia de que sus intenciones iban por otro rumbo.
Interpuse la mano para detenerlo.
—Nicolás, no hagas eso.
Él no se detuvo y llegó hasta tocar mi palma que seguía suspendida.
—Piénsalo. Podemos volver a intentarlo.
¡¿Pero qué locura estaba diciendo?! ¡¿Cómo se atrevía?!
—¿Intentar qué? Nicolás, nunca funcionamos. Entre tú y yo jamás hubo amor real. Todo fue una mentira. Logramos terminarla vivos, sigamos así.
En ese instante vi cómo se le transformó la cara. Las marcas de expresión se notaron mucho más y su mirada se ensombreció.
—Para mí no fue una mentira —lo dijo despacio y apuntándose—. ¿Crees que me hubiera prestado si no tuviera intereses? Yo sí me enamoré. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Sí, Amalia, es hora de que lo sepas. Me gustaste desde que te conocí. Aunque, no te confundas, no tenía intenciones de nada porque sabía de nuestros compromisos. A Celi la veía como una obligación, pero contigo fue diferente.
Me mofé.
—Tan diferente que te dedicaste a ser infiel una y otra vez.
Se dio la vuelta y tocó su cabello. Un par de segundos después regresó a encararme.
—Eso pasó porque odiaba tus rechazos. Me daba cuenta del asco que te provocaba que te tocara y me evitabas a la primera oportunidad. ¡Terminé cansado! Sí, cometí grandes estupideces de las que estaré eternamente arrepentido, pero no te olvides que fui yo quien estuvo a tu lado en los peores momentos.
Quizá Nicolás tenía un punto a su favor. En los primeros tres años no le supe de ninguna amante y era cierto que las relaciones íntimas entre nosotros fueron disminuyendo demasiado rápido.
—Y te lo agradeceré para siempre —traté de dialogar—. Pero ya terminamos, no pienso regresar a lo mismo.
Supe que el coraje lo atravesó debido a la mueca que hizo.
—¿Esto es por lo de nuestra hija?
—¿Qué tiene que ver nuestra hija?
Nicolás soltó un bufido.
—Su relación trajo de vuelta al amor de tu vida, y ahora lo tienes tan cerca. —Manoteó al mismo tiempo que hablaba.
Tambaleó mi paciencia con sus palabras.
—¡Basta! —alcé la voz que se quebró con lo siguiente—: Deja de torturarme. ¿Acaso no te cansas? Porque yo sí. —Clavé el dedo en mi pecho—. Estoy harta, muy harta. ¡Déjame en paz!
Para él no bastó mi arranque y se aferró rudo a uno de mis brazos.
—No hasta que reconozcas que te pudre verlo así de feliz.
Retrocedí para soltarme.
—Sí, me pudre, me lastima, ¡es una agonía! ¿Contento? —Quería llorar, pero lo evité—. Todos tenemos un límite. Encuentra el tuyo, ya no pienso aguantarte. —Avancé un poco hacia él—. Yo estaba dispuesta a terminar mis días contigo, pero tú no quisiste. Fuiste tú quien me dejó.
Hubo un tenso silencio en el que solo nos miramos, estáticos.
—Nunca estuviste dispuesta.
—¿Qué dices? —Adiós al control que luchaba por mantener—. ¡¿Qué carajos dices?!
—Lo que oíste.
¡Fue bastante para mí!
—¡Por Dios! —grité—. ¡Estuvimos juntos por casi veinte años, y en todo ese tiempo me esforcé muchísimo! —La boca me temblaba tanto que no podía proseguir con claridad—. Si hay un hombre de mi vida, no es nuestro futuro consuegro.
—Esforzarse no es amar —rebatió Nicolás, y me percaté del dolor con el que se expresaba—. Eso es lo más humillante, ¿no crees? Que pasaste tantos años conmigo, y nunca pudiste sentir lo que sentiste por él en menos de un año. —Lo que dijo nos lastimó a los dos—. Se que fallé, lo reconozco, fui un imbécil. Lo siento tanto. —Tocó su mejilla y limpió su boca que se había humedecido con la saliva—. ¿Sabes que es lo peor? Que Celi morirá y él quedará libre para que por fin tengas tu gran oportunidad.
Tuve el impulso de golpearlo, pero eso desencadenaría una confrontación peor al estar a solas y sin testigos que pudieran ayudar. Aun así, le respondí con todo el enojo que podía expresar:
—¿Tan vil me crees que piensas que me aprovecharé de una penosa situación? —Avancé un paso más. Quedamos tan cerca que su aliento llegaba a mi rostro—. No le bailo encima a los muertos —lo dije firme. Luego di media vuelta—. Además, te aviso que tengo novio. Pensaba decírtelo pasando la boda, pero aprovecho que se da la oportunidad.
—¿Novio? ¿Cómo que tienes novio?
—Sí, lo tengo. —Mantenerlo en secreto dejó de ser una opción—. Es Joselito.
—¿El negrito ese? —sonó incrédulo—. Con razón tan acomedido el desgraciado. —Negó con la cabeza—. No, eso no durará y lo sabes.
Aborrecí que asegurara algo que ignoraba. ¿Por qué yo no podía ser merecedora de una relación en la que estuviera cómoda?
—Debemos seguir adelante, Nicolás. Date una oportunidad de conocer a alguien, pero a alguien que no salga de un burdel, sino a una mujer honorable. Yo ya lo estoy haciendo, y se siente bien. Esteban está en el pasado y ahí se va a quedar. —Esa decisión estuvo tomada desde mucho antes de que Coni nos contara sobre su noviazgo.
—Te engañas. Sabes que te engañas. Vas a correr a sus brazos en cuanto los sepas viudo, lo puedo firmar. —Sus párpados cayeron un poco—. Y lo peor de todo es que tendré que ver que lo mirarás como jamás me miraste a mí. —Fue hacia la puerta y la abrió—. ¡Ya, no digas nada! El tiempo me dará la razón.
Salí de allí hecha girones; una maraña de enojo, frustración y dudas que resolvería después.
En la soledad de mi hogar, mientras los demás cumplían con otros pendientes, saqué el vestido de la canasta. Era precioso, sin duda. No lo medité demasiado y bordé una estrella dorada, pequeña para no desentonar con los delicados tallos verdes y las rositas rojas.
Recuerdo que pensé que Alfonso era afortunado, y Constanza también.
Terminé en solo cuarenta minutos. Admiré emocionada el resultado.
No sé por qué, pero al ver la estrellita sobre la delgada tela blanca me pregunté si alguna vez yo iluminé, aunque fuera un poco, la vida de alguien más.