Enamorado

3581 Words
Mi rutina era la misma de domingo a viernes: levantarme a las cinco de la mañana para preparar los desayunos de mis hijos, estar lista a las seis para poder abordar el camión que me llevaba a la fábrica donde trabajaba. Mi hora de salida era a las cinco de la tarde. Seguía con las tareas de la casa hasta llegada la noche. Quedaba poco tiempo para dedicármelo, así que no recordaba cuándo fue la última vez que me prioricé. ¡Yo!, que en el pasado me preocupaba tanto por que mi cutis estuviera lozano y mi cuerpo esbelto, había abandonado las ganas de sentirme bien. Ese día no podía concentrarme en el corte del pantalón que tenía entre las manos. —¿Qué te traes hoy? —me preguntó Juana, cuando se dio cuenta de mi lentitud y mal tino. —¿Estás enferma? —la secundó María. Ellas dos eran las compañeras que se sentaban a mi lado y con las que hice una amistad después de ocho años de trabajar ahí. —Tuve un mal día ayer —les dije sin dar más detalles. Continué con el corte, tratando de hacerlo lo mejor posible. —Ten. —Juana me acercó sigilosa un bule pequeño que siempre llevaba colgado de la cintura—. Tómale. Todas sabíamos lo que contenía, pero jamás la delatamos porque, cuando lo necesitábamos, ella nos regalaba un buen trago. El penetrante olor de los químicos de las telas, en ciertas ocasiones, nos causaban dolores de cabeza. —Don Francisco nos va a correr si nos cacha —le susurré, con la boquilla suspendida cerca de mi boca. —Ni cuenta se da el viejito ese. —María rio despreocupada. Accedí porque sí que me serviría. Era tequila, y no cualquier tequila, sino uno de reserva exclusiva. Juana lo conseguía fácil porque tenía sus queveres con un vendedor de la marca. Por eso siempre cargaba lleno el bule. Cabe aclarar que ella estaba casada, pero su marido le era infiel hasta con la tendera. Pienso que ese era el motivo por el cual no le daba remordimiento hacerle lo mismo. —Te hubieras traído también el limón —le dije, más relajada. —Ahora sí, cuéntanos, ¿qué te amarga el día? —continuó Juana. Yo tenía claro que ella no iba a quitar el dedo del renglón. Le gustaba que le contáramos nuestras penas y siempre tenía algún consejo, varios de ellos fantasiosos, pero el sabernos escuchadas creo que aminoraba el pesar. Acomodé las mangas del overol azul que debíamos usar siempre y fingí que cortaba la tela. Mis dos compañeras sí se empeñaron en continuar con sus trabajos. —¡Ay, pues qué les cuento! —respondí, sonando mortificada—. Resulta que una de mis hijas me dijo que ya tiene novio. —¿Esmeralda? —preguntó María. «¡Ojalá fuera Esmeralda!», pensé para mí. Que ella encontrara pareja seria me quitaría una preocupación porque solo esperaba que llegara con la noticia de que estaba embarazada. —No. Constanza. —¿La que está en la capital? —siguió María. Le confirmé moviendo la cabeza. —Y ¿por qué te acongojas? —intervino Juana—. ¿Tan mal partido se agarró? La verdad es que no sabía qué tan buen o mal partido era Alfonso Quiroga. Lo más probable es que era de los buenos. —No es eso. Es que… —medité bien las palabras que iba a decir para no quedar expuesta a más interrogatorios—, su familia no es de mi agrado, ni yo del suyo. —¿Y eso? —quiso saber María. ¿Tienen mala reputación? —Tienen dinero. —Di una excusa rápida para no entrar en bailes incómodos. —Qué fijada saliste, Amalia. —Juana soltó un bufido—. Mira que estar preocupada porque una de tus hijas tenga novio con dinero. Deberías estar contenta. María movió la cabeza de lado a lado y la media sonrisa que tenía se le borró. —Yo sí te entiendo. Una de mis tías se casó con un extranjero con dinero. Al principio todo bonito. Ella fue una mujer bellísima. El gringo quedó enamorado. Pero a los dos años empezaron los reclamos. Mi tía tuvo una vida muy triste por no ser de cuna de oro. Nos quedamos calladas por uno o dos minutos cuando, de pronto, a Juana pareció llegarle una idea. —A lo mejor te sirve que le presentes a otro muchacho. Tengo un sobrino muy guapo y trabajador, por si te interesa. Anda soltero todavía. —¿Quién? —la interrogó María—. No me digas que el Felipe. —Sí, ese mero. —No sabía que ya andaba soltero. Juanita tiene razón. Su sobrino es guapo y trabaja en una secundaria como administrativo. Medité la propuesta de mi compañera. Sé que no lo decía tan en serio, pero esa podría ser una opción para hacer que Constanza pusiera sus ojos en otro muchacho. Nuestra entretenida conversación terminó cuando don Francisco pasó por detrás para supervisar los avances. En esa ocasión, como en muchas anteriores, no desaprovechó la oportunidad para susurrarme lo bien que estaba trabajando. Tuve paciencia y esperé dos días para llamar a Erlinda. Debía aguardar si quería evitar que la pusiera de malas con mi insistencia. —Prima —dije cuando escuché su voz después de que respondiera la llamada su empleada—, ¿ya me tienes eso? —Volteé a ver hacia la puertita de la cabina para corroborar que se encontraba bien cerrada. Ese no era mi pueblo, pero la ciudad era tan pequeña que a mí y a Nicolás nos conocían varias familias. —¡Ya, ya! —me respondió enseguida—. El Flore me ayudó. Tuve que convencerlo, ya te imaginarás cómo. —Soltó una risita. ¡Erlinda siempre con sus impertinencias! —¡Ay, no! Ahórrate tus detalles, no quiero saber. —Como te decía —prosiguió, más centrada—. Flore habló con Esteban ayer. Le sacó la plática. Una cosa fue a[CS1] otra, hasta que Esteban le contó que su hijo ya tiene novia. —¿Y? —Ahí iba a la respuesta que esperé. —Todavía no la conocen. —En su voz noté un incremento de emoción—. ¡Agárrate, prima! Según Flore, el hijo les avisó que tiene pensado ir a hablar con los padres para pedirles permiso de salir con la señorita. —Rio—. Coni seguro que no va a dejar que la tomen como una amiguita. ¡Como me temía! ¡Ellos todavía no sabían! —¡¿Qué?! —apenas pude pronunciar. —Que te prepares, porque todo parece indicar que Ponchito busca tener una relación formal con mi Coni. Se me fue el aire, aunque hice un esfuerzo por recomponerme. —Gra… gracias, Erli. Te lo agradezco muchísimo. —Lo siento por ti, sé que no te gusta nadita. Solo te puedo aconsejar que separes lo que sucede del pasado. Lo que fue, ya fue. Seguro todos estos años los han hecho madurar y dejar atrás las cosas. ¿Verdad que sí? —Sí, sí. Por supuesto que sí. —Cuídense. Besos a mis sobrinos. Pensamos ir en julio. Ya quiero verlos y también festejar tu cumpleaños. Erlinda era la mejor tía que mis hijos podían tener. Los consentía, les enviaba regalos, procuraba que estuvieran bien. Incluso Onoria se fue una temporada con ellos al norte cuando era más joven. Allá fue que le interesó el dedicarse a la barbería. Su tío Florencio fue su primera víctima. Nos reímos mucho cuando nos contó que lo dejó trasquilado. —Aquí los esperamos —dije antes de finalizar la llamada. Salí de ese lugar hecha un ovillo. Constanza estaba en riesgo de sufrir un desprecio. Por todo lo que Erlinda me platicó antes de que Florencio le pidiera que dejara de hacerlo, sabía que Celina no perdió su buen juicio y temple a la hora de tomar decisiones, pero hasta una mujer como ella podía ceder a la censura si su esposo la convencía de que era una mala idea el volver a tener contacto. Juro que lo pensé y pensé durante horas. Por eso tardé más de una semana en pedirle a Juana que me presentara a su sobrino para probar si podía desviar los intereses de Constanza. Como María confirmó, el muchacho sí era atractivo. No se trataba de una guapura deslumbrante, pero sí llamativa. Tenía la misma forma de rostro rectangular de su tía Juana, característica que le daba protagonismo a su mentón. De piel morena clara, ojos cafés casi negros y cabello lacio ligeramente castaño. Lo que más llamaba la atención era su cuerpo joven y trabajado que presumía con camisetas bien ajustadas. Juana, María y yo planeamos un encuentro casual entre el dichoso sobrino y mi hija. La idea era que Felipe fuera a mi casa a reparar una fuga en el lavadero que me encargué de empeorar al darle golpecitos en el tubo. Él tenía conocimientos como plomero porque en sus tiempos libres se dedicaba a eso. Su visita debía ser en un fin de semana en el que Constanza estuviera presente. De que se conocieran me tenía que encargar yo. El siguiente sábado en la tarde empezó todo. Constanza llegó a la casa el viernes en la noche. Eran cuatro horas y media de viaje de la capital a la ciudad donde vivíamos, por eso solo iba de visita cada dos o tres semanas. Yo tenía que aprovechar que ese fin de semana pudo ir. Cité a Felipe a las cuatro de la tarde. Después de la comida, Angélica y Uriel se fueron a hacer la tarea. Onoria y Esmeralda se fueron a la sala para seguir platicando. Constanza estaba a su lado, pero se mantenía concentrada en depilar sus pobladas cejas. Yo me quedé en el sillón solitario. A las cuatro con dos minutos tocaron a la puerta. Sabía que Esmeralda, quien estaba más cerca, no se levantaría a abrir ni dejaría que Onoria lo hiciera porque aborrecía ser interrumpida. Por eso le pedí enseguida a Coni que atendiera. Siguiendo el consejo de su tía Juana, Felipe eligió una camiseta sin mangas color azul rey y un pantalón de mezclilla acampanado. ¡Sí que se veía atractivo! Quizá más de lo que debía, ya que llamó la atención de mis tres hijas. Hasta Onoria lo observó sin pestañear. —Constanza, ve, por favor, a enseñarle dónde está la fuga al muchacho. —Fingí malestar—. Estoy adolorida de la rodilla. Ella se levantó en cuanto se lo dije. —Sí, mamá. Con lo que no contaba era que cierta señorita se entrometería. —Hermanita. —Esmeralda se levantó y la hizo a un lado—, no te distraigas. Yo voy. Imaginé que le aventaba la chancla. —Te recuerdo que ya se deben de ir a vender los quesos —le dije antes de que siguiera caminando. Poco le importó mi aviso. Tocó al muchacho del brazo y lo condujo hacia la cocina. —Pueden esperar —respondió mientras avanzaba con Felipe a su lado—. O que se vaya Onoria sola. La fuga es más importante, ¿no crees? —Ese tono chillón que usaba cuando quería conseguir algo me irritó—. La cocina está toda mojada. De mis cuatro hijas, Esmeralda era a la que la gente consideraba como la más bella. En más de una ocasión nuestros conocidos pensaron que ella era hija de Erlinda porque tenían el mismo color de piel y la predisposición a no ser esbeltas. Aunque Esmeralda se empeñaba en ejercitarse y comer con medida para conservar un peso adecuado. También cuidaba demasiado su apariencia. Ni en la casa se permitía estar despeinada o “malvestida”, como les decía a sus hermanas. A media que crecía, a veces veía en mi hija mayor un parecido con el tío Evelio. Sin duda una herencia agridulce que a veces me causaba tristeza. Debí suponer que por su fascinación de ser el centro de atención reaccionaría tal como lo hizo. Felipe llamó su atención en cuanto entró y, por la expresión del joven, sé que ella también le interesó. Como no hacerlo con ese vestido dorado tan corto que llevaba puesto. Su padre se cansó de reprenderla para que fuera más cuidadosa con lo que se ponía. Lo que yo tenía que hacer primero era mandar a Esmeralda fuera para que no interfiriera en lo que tramé. ¡Ya era tarde para eso! El plan había fracasado apenas dio inicio. Me preparaba para ir a dormir. Estaba cansada y no sabía bien por qué. Esa noche me di cuenta de que estaba más oscuro que en otras ocasiones y un escalofrío me recorrió dos veces. —Mami —escuché a Constanza detrás de mí mientras me cepillaba los dientes en el baño. Por la ubicación, era fácil comprobar que sus hermanos no estuvieran por ahí. Volteé a verla. Se notaba nerviosa. —¿Sí? —dije con la pasta sin escupir. Mi hija retrocedió un paso y vi que sus mejillas se enrojecieron. —Mañana va a venir… mi novio a la casa. Abrí más los ojos. —¿A qué? —Yo sabía que esa reunión se daría tarde o temprano por lo que Erlinda me comentó, pero no pensé que tan rápido. —Quiere conocerlos, a ti y a papá. Escupí la pasta y me sequé la boca con una toalla. —¿Para qué o qué? Coni encogió los hombros. —Pues nada más. —Inclinó la cabeza—. ¿Tú no quieres conocerlo? —Sí. Por supuesto que sí. Observé a mi hija. No podía aceptar que ella ya tuviera novio. Para mí seguía siendo una niña inocente que jugaba con sus tacitas de porcelana y hacía pasteles de lodo. —Va a llegar a las dos de la tarde. Te aviso que me regresaré con él. Así no me voy solita. Yo tenía que bajar la guardia con el asunto. Quizá volvería a intentar alejarlos, pero, por ahora, era obligatorio ser cortés con el noviecito. —Mañana tengo trabajo, pero voy a pedir permiso para salir antes. —Me acerqué a Coni y la sujeté de los hombros—. Prepararé chiles rellenos de quesillo. ¿Crees que le gusten? Ella sonrió. Sospecho que con mis palabras liberó la preocupación que se le notaba en el semblante. —Le van a encantar. —Sus ojos le brillaron de emoción. Después se fue a dormir al catre que poníamos en el cuarto de sus hermanas mayores. La seguí porque sentí un miedo repentino. Al día siguiente solicité el permiso de salir a las once de la mañana. Don Francisco no podía negarse a dármelo porque yo era una empleada cumplida y ni siquiera me iba de vacaciones. En cuanto estuve en la casa comencé a cocinar y a hacer la limpieza. Olvidé decirles a mis hijos el motivo de mi regreso temprano, pero Esmeralda se encargó de cuestionármelo. Jamás olvidaré cómo se le fue descomponiendo la expresión. ¡Su hermana menor la estaba saltando! Una falta que le sería difícil de ignorar. Aun así, cuando Uriel y Angélica llegaron de la escuela, los cuatro se prepararon con sus vestimentas más adecuadas. Nicolás tocó a la puerta trasera a la una y media. La comida estaba lista y a mí solo me faltaba perfumarme. —Milagro te bañas —le dije al encontrármelo en la sala, sentado tan plácido. Lucía diferente. Llevaba puesto un traje sastre color n***o. Detalle que me pareció exagerado porque no se trataba de una pedida de mano. —Milagro te peinas —respondió sonriente. Ocupé el sillón de enfrente para esperar a la visita. —Y a todo esto, ¿dónde anda la bruja? ¡Como me molestaba que Nicolás se refiriera de esa manera a mi madre! —¡Deja de decirle así! A él no pareció importarle mi reproche. —Lo bueno es que no está para echarle a perder el momento a Coni —continuó. —No sé bien dónde anda. Me avisó que se iba a ir a pueblear. Nicolás se me quedó mirando y después soltó un resoplido discreto. —Apuesto que va a regresar cuando se quede sin dinero. Le desvié la vista para que ya se callara. Nuestros hijos se nos unieron. Los siete permanecimos en la sala, aguardando silenciosos a que tocaran. Constanza movía la pierna, luego me di cuenta de que yo también lo hacía. Ella seguro estaba nerviosa porque su novio se presentaría ante su familia, pero a mí lo que me tenía así era lo fantasioso que parecía todo. El hijo de Esteban y Celina estaría en mi humilde hogar; algo que jamás imaginé. A las dos de la tarde con quince minutos por fin se escuchó el toque. Solo dos golpes, pero fueron firmes sobre la madera de la puerta. Coni se apresuró a levantarse, se acomodó la falda blanca del vestido, y abrió con una sonrisa tan amplia que me sorprendió. Mi hija se arregló tan linda que nacieron en mí los celos de madre. Todos nos levantamos. Fue inevitable que lo inspeccionara cuando entró. ¡Sí, sí era su hijo! El joven no era alto, pero tenía los ojos azules y también era bastante delgado. Heredó la forma del rostro triangular de su madre y la nariz de los Ramírez, lo demás era de su padre. Entre las manos llevaba dos ramos de flores variadas amarillas y rosadas. Unas se las entregó a mi hija. —Mamá, papá. —Coni lo sujetó del brazo—, él es Alfonso. —Señor y señora Moreno, es un gusto conocerlos. —Se acercó primero a mí con la mano extendida y me entregó el segundo ramo. «Un muchachito decidido», pensé. —Bienvenido —le dije lo más tranquila posible. Después él fue hacia Nicolás para saludarlo y continuó con mis hijos. Volvimos a sentarnos cuando los saludos terminaron. A Alfonso le dejamos el sillón solitario, como si fuera un acusado que está recibiendo sentencia. —¿Para qué somos buenos? —le preguntó Nicolás. Él no se anduvo con rodeos. El joven se mantenía sereno, aunque pude darme cuenta de que arregló varias veces la tela de su camisa blanca. —Señores, he venido a pedir su permiso para ser novio de Constanza. —Según yo, ya son novios —dije sin detenerme a pensarlo bien. Me incomodaba que hubiera sido la última en enterarme de su relación—, ¿o estoy equivocada? Mi hija me hizo un gesto de reprobación. —Me disculpo por eso —respondió Alfonso—. El señor Moreno y yo nos encontramos en la capital cuando fue a visitar a Constanza, pero preferí que los dos estuvieran presentes para hacerlo formal. Además, queríamos conocernos un poquito más. Nicolás tronó la boca. —¿Qué tanto ya se conocen? —¡Papá! —quiso interferir Coni. Pero Nicolás se llevó un dedo hacia la boca. —Tú calladita. De pronto la situación se tornó tensa. Tanto, que mis hijos se mantenían quietos y con los ojos más abiertos de lo normal. —Respeto a su hija —su voz no vaciló—. No me atrevería a sobrepasarme. Admiré la fortaleza del muchacho. Pero ¿cómo no serlo? Su padre actuó igual de valiente en un tiempo donde a los padres de la novia se les temía todavía más. —Veo que te educaron bien —prosiguió Nicolás—. ¿Qué piensan tus papás al respecto? ¡Ahí venía una contestación que me tensó! —Mientras yo esté contento, ellos también. —Lo dudo —me susurró discreto, luego regresó a ver a Alfonso—. Y dinos, ¿a qué te dedicas? —Soy estudiante. —¿Qué estudias? —Nicolás estaba empeñado en sacarle toda la información que quería. —Ahorita estoy en medicina general, pero pienso especializarme en cardiología. —¿Escuchaste, Amalia? ¡Un médico! —Hizo un gesto exagerado de asombro—. ¿Qué tal? —Está muy bien. —¡Pero claro que estaba muy bien! Un médico era un profesionista con un futuro prometedor. La mujer que se casaba con uno sabía que no pasaría preocupaciones por el dinero. —Definitivamente, querida. —Se quedó en silencio un segundo—. Mire, jovencito, si Constanza lo aceptó, por nosotros no hay problema. Solo no se le vaya ocurrir hacerle daño. —Nicolás me apuntó—. Así como ve a su madre, ella sabe quitarle la piel hasta a los jabalíes. Alfonso tuvo un breve instante de vacilación. Quizá por el abrupto comentario que recibió. —Les prometo que la voy a respetar y cuidar. —Bien. —Nicolás soltó el aire y se levantó del sillón—. Una vez de acuerdo, vamos a comer que ya hace hambre. Los ocho reímos. Así daba fin la primera petición de noviazgo que recibíamos. Constanza abrazó a su novio. Los contemplé. Dos jóvenes cariñosos y atentos que estaban explorando las dulces mieles de una relación. Debí haberlo previsto. El muchacho sí estaba enamorado de mi hija. No tenía posibilidad de separarlos, aunque le prohibiera a Coni seguir con él. Ella no acataría, hasta podía rebelarse si la ponía al límite. ¡Si lo sabía yo!
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