Piel canela

4402 Words
Mis cuatro hermanos se marcharon a sus casas con la promesa de estar presentes tres semanas más tarde. A Isabel le envié un telegrama con un directo aviso. Si no asistía a la despedida de soltera y a la boda de mi hija, lo tomaría como una gran ofensa. Quedaba en ella si iba a asistir o no. De Nicolás no supe nada en cuatro largos días. Me empezaba a consumir la preocupación. Preparé las escrituras de la casa por si se llegaban a necesitar y empecé a vender algunas cosas que ya no usaba. Con eso pude dar el anticipo de los recuerdos y la renta de mesas y sillas. Sería en la casa de Alfonso, así que alquilar un lugar quedaba descartado. Joselito ofreció mariscos con excelente descuento para la comida. Yo cocinaría, aunque invitaran a trescientas personas, aunque terminara medio muerta, estaba dispuesta a hacerlo por mi hija. Al quinto día, en jueves y pasadas las ocho de la noche, escuché que estacionaron un coche afuera de mi casa. Lo ignoré porque nadie más me visitaba, solo Lucas que, cuando le daban ganas, iba en domingo. Él se jubiló a los treinta y ocho años tras pasar veinte de ellos en servicio, y disfrutaba de una vida holgada. Para sentirse útil, montó una frutería en la cochera de su casa y eso lo ayudaba a pasar el tiempo; solo la cerraba en domingo. —Mamá, creo que es aquí —me dijo Angélica. Las dos bordábamos servilletas para darlas en la fiesta. —Debe ser algún despistado que anda perdido —le respondí, más concentrada en la aguja. Mi hija no dejaba de ver hacia la puerta. Las fijas luces del coche cercano la tuvieron atenta. —No, yo creo que sí es aquí —insistió. En ese momento presté atención. Angélica podía estar en lo correcto porque se oían voces y los golpes de las puertas del automóvil cerrándose. Dos segundos después, tocaron. Mi corazón vibró al tener la idea de que podía ser Celina con sus recomendaciones para la boda, y obvio no iría sola. Se suponía que se encontraban en su mudanza, pero estando tan cerca podían llegar en cualquier momento. Eso de tenerla presentándose por mis rumbos me causaba sentimientos confusos. Era demasiado amable conmigo y mi familia como para despacharla, y encima estaba lo de su enfermedad, ¡de ninguna manera yo podía atreverme a ser descortés! Abandoné la costura sobre la mesita que tenía a un lado y me puse de pie. Angélica me secundó. Deseé estar más presentable porque el vestido sencillo de manta no era lo bastante bonito como para recibir visitas. Ya nada podía hacer al respecto y me apresuré a abrir. Antes, retuve el aire en los pulmones. Fue a Nicolás a quien vi empujar la puerta para meterse. Ni siquiera dejó que yo terminara de jalarla. Esa fue una de las contadas ocasiones tras la separación en la que agradecí que se tratara de él. —Vaya, empezaba a creer que tendríamos que ir a reconocer tu c*****r. —Para tu mala suerte, sigo bien vivo. —Se apuntó. La seriedad que mantenía era distinta—. Vine porque alguien quiere verte. —Asomó la cara hacia afuera—. Pásenle. A pesar de estar de perfil, noté que sonrió. La puerta quedó abierta de par en par y ¡la vi! —¡No puede ser! —Tapé mi boca debido a la emoción—. ¡Doña Teresa! Los años que la envejecieron y blanquearon su cabello no la hicieron perder el aura de bondad tan suya. Su vestido típico de la región color amarillo encendido la rodeaba brillante. Ella extendió los brazos hacia mí, cual sol de esperanza. Angélica permaneció a mi lado, confundida. Cuando nos fuimos del pueblo de Nicolás, ella apenas tenía tres años. ¡Hija mía! —Me estrechó con sus voluminosos brazos y habló sollozante—: ¡Cuánto te he pensado! Todos los días le rezaba a Dios que estuvieran bien. No pude contenerme, ni lo quise, porque sí estaba conmovida, y mucho. —¿Cómo pasó? —le pregunté a Nicolás después de que nos soltamos su madre y yo, y de paso aproveché para saludar a su padre. Don Álvaro solía ser un hombre alegre y fiestero, pero nunca perdía ni el porte, ni el bigote, ni el sombrero. Para esa ocasión llevó uno café con decoraciones de piel de un tono más oscuro. Ante todo estaba su legado. Nicolás no me respondió. Conociéndolo, sé que también tenía ganas de llorar. Doña Teresa tuvo que intervenir: —Mi hijo llegó a la casa antier. Por poco y me infarto, no lo creía —su voz se escuchaba afectada—. Nos contó lo de Constanza. ¡Ah! —Suspiró—, debe estar enorme. No la veo desde que tenía seis años, y ahora se va a casar. —Sí, se me va mi bebé. —De pronto, tomé consciencia de mi desatención—. Pero siéntense, por favor. Los cuatro nos acomodamos en la sala que para ese momento estaba desordenada con telas y pedazos de hilo. —Tú debes ser la chiquita —le dijo Doña Teresa a Angélica. Mi pobre hija estaba estática y callada. Raro en ella. Debió impactarle mucho porque su padre siempre repetía que era huérfano. —Son tus abuelos, Angi —le confirmé. Solo así se animó a saludarlos. —Te pareces a tu abuela cuando era joven —le dijo Don Álvaro, contemplándola sonriente—. ¿Y los otros? —Onoria está en el norte estudiando —respondí—, Constanza vive en la capital por lo de su carrera, y Esmeralda y Uriel fueron a una fiesta; no deben tardar en llegar. En realidad, mandé a Uriel de chaperón. Esmeralda estaba teniendo citas con el tal Felipe, el mismo que llevé a la casa con el fin de confundir a Constanza. La jugada salió tan mal que le encontré pretendiente a la mayor, sin siquiera buscarlo. —¡Oh! Tan crecidos que deben estar —intervino doña Teresa, y extendió su brazo para tocarme la mano—. Duele mucho que se vayan, te entiendo. Pero Constanza estará bien, tengamos fe. La recuerdo como una niña entendida. —Se quedó mirándome. Sospecho que dudaba si decirme o no—. Amalia, ya sabemos a quién escogió tu hija como marido, y Nico también nos confesó lo mal que ustedes están económicamente. Lo siento tanto. —Palmeó mi dorso—. Pero deja de preocuparte, nosotros vamos a apoyar. —Volteó a ver a don Álvaro, quien estaba concentrado en las fotografías enmarcadas de la pared—, ¿verdad, viejo? Su esposo reaccionó y aclaró la garganta. —Sí, sí. Todo lo mejor para nuestra nieta. En otras circunstancias habría agradecido el gesto y lo rechazaría de la mejor manera, pero no me encontraba en una posición en la que tuviera ese privilegio. —Se lo pagaré. —Imaginé que eso dirías, aunque te aviso que es dinero que hemos ahorrado para ustedes. —Le tembló la barbilla—. Nunca los olvidamos. —Además, de los Moreno no se va a decir que no pueden pagar una boda —añadió don Álvaro. En ese momento recordé una vez más a mi mamá. Tenía que contactarla a la brevedad para que le diera tiempo de regresar, donde sea que anduviera. —Doña Teresa, ¿ha sabido algo de mi madre? Estoy preocupada porque no puedo localizarla. Percibí su incomodidad con la pregunta. —La última vez que la vi andaba bailando en su pueblo en la fiesta de julio. —Frunció los labios—. Le sacaba brillo al piso. Sigue con bastante energía a pesar de que estamos viejas. La envidio, yo apenas y puedo andar. Siento no poder decirte más. Como ya sabes, Felicia y yo nunca nos llevamos bien, por eso solo la saludé, y fue todo. —Eso me da un poco de calma. Confío en que estará pronto de regreso. —Di por terminado el breve interrogatorio—. Pero pasemos a la cocina. Deben tener hambre. —¡Muchísima! —dijo don Álvaro. Me quedé al final a pesar de que me tocaba preparar la cena. Las memorias que mantenía guardadas hasta el fondo se liberaron, una en especial fue la culpable de detenerme. En su juventud, Nicolás fue muy unido con sus padres. Pienso que jamás conocí a un hijo tan endiosado con sus progenitores. Para él, su padre representaba todo lo bueno que la vida podía darle. Eran aliados en lo que se propusieran. Y su madre, ¿qué más se podía decir de ella más que nació en un tiempo que no le correspondía? Era sabia, poseía la habilidad de hacerte ver la realidad de una manera sutil, y tan generosa que podía ir a donde quisiera y se le recibía como familia. Cuando supieron que Nicolás rompió el compromiso con su sobrina, Celina, y que en su lugar llegaba yo, lo tomaron de la mejor manera, a pesar de las críticas que cayeron sobre su apellido y la censura de todos los Ramírez. Imposible olvidar aquella mañana en la que su sólida relación se partió en cachitos. Don Álvaro llegó a la casa en la que vivíamos los cuatro. Los Moreno tuvieron doce hijos, de los cuales vivieron ocho, Nicolás era el mayor. Poco a poco, las seis mujeres se casaron, la más chica tenía apenas catorce años cuando lo hizo. El otro hermano varón se mudó a los dieciséis cuando compró su propio terreno e hizo un cuartito. Pero Nicolás escogió que nos quedáramos para no abandonar a sus padres, decía que la casa era demasiado grande para ellos dos. En cuanto vi entrar a don Álvaro, supe que algo andaba mal. Me encontró en el pasillo y preguntó dónde se encontraba su hijo, pero yo no lo sabía. Esa noche no llegó a dormir, como solía hacer seguido. Lo esperó por tres horas, hasta que por fin llegó, alcoholizado y trastabillando en el umbral de la entrada. Doña Teresa y yo tuvimos que apresurarnos para averiguar qué pasaba. Al llegar vimos que a Nicolás lo levantó su padre del cuello de la camisa y le dio tremenda bofetada. —¿Eres imbécil? —le gritó—. Dime, ¿te crie como un imbécil? Nicolás azotó en el piso, más por culpa de su estado que del empujón que el señor le dio. —¡Cálmate, Álvaro! —chilló doña Teresa—. ¿Qué te pasa? Enseguida me encargué de encerrar a mis hijos en el cuarto donde dormía Esmeralda y Onoria, y a ellas dos les ordené que no saliera ninguno. Abajo seguían los alaridos, me apuré a volver y agudicé el oído para saber qué decían. —Tu hijo que hace estupidez tras estupidez y todo se lo permitimos… —logré entender—. Pero esto no te lo voy a dejar pasar. ¡No, no y no! —¿Qué fue lo que hizo que te puso así de rabioso? Llegué justo en el momento en el que el padre de Nicolás trataba de recobrar el control de sí. Se apretó la frente, sus dientes crujieron, y las venas de sus ojos se veían como si estuvieran a punto de explotar Alzó la cabeza y quedamos cara a cara. —Lo siento, niña —me dijo, tan conmocionado—, en serio siento lo que te voy a decir. —Con su dedo señaló hacia Nicolás, quien seguía sentado en el suelo—. Este insensato se metió con la hija de uno de mis distribuidores más importantes. —No fue capaz de sostenerme la mirada—. Lo peor de todo es que la preñó. Lo que ninguno de ellos sabía era que su hijo ya tenía dos bastardos en su lista con una mujerzuela que trabajaba en los barrios bajos y a la que le pasaba dinero a sus espaldas. Yo me enteré por medio de una muchacha que limpiaba la casa y que a su vez se había enterado en la lavandería. Gracias a él yo pasé a estar en boca de todos como la fuereña a la que le pintaban el cuerno con una cualquiera. —¡Mentira! —trató de defenderse Nicolás. Le creí a don Álvaro sin que mostrara pruebas o testigos, aunque reconozco que en esa ocasión no me afectó como la primera vez. —¡¿Tienes el descaro de negarlo?! —Su padre se le acercó, intimidante. —Solo somos amigos. Una vez más, don Álvaro levantó a su hijo de un tirón y lo recargó en la pared sin soltarlo. —Escúchame, remedo de hombre, ¡esto se acabó! Desconozco qué carajos te pasó, por qué te estás perdiendo de esta manera tan humillante, ¡pero no más! Descuidas el negocio, descuidas a tus hijos, y a tu mujer. ¡Ya me cansé! —le hablaba tan cerca que gotitas de su saliva fueron a dar a la mejilla de Nicolás—. No solo perdí mucho dinero y a un amigo que estimaba de años, sino a un hijo. Esa última frase hasta a mí me lastimó. Doña Teresa se paró a lado de su esposo y le tocó el hombro. —Piensa bien lo que dices, Álvaro —sonó mortificada. —Ya lo pensé muy bien, mujer. Quiero que se vaya de mi casa. —Aventó a un lado a su hijo y se dirigió a él—. Olvídate de recibir un peso más de lo que me ha costado sangre sacar adelante. —Luego fijó su vista en mí—. Y tú, niña, si te quieres quedar con mis nietos, puedes hacerlo, estoy dispuesto a mantenerlos hasta que los niños sean adultos. Es sangre de mi sangre —Apuntó a Nicolás—, pero te aviso que con este no tienes futuro. Por supuesto que no me quedé, aunque doña Teresa lloró por horas para convencerme. Yo tenía la obligación de seguir a Nicolás a pesar de que la idea no me gustaba en absoluto. Que el reanudara relaciones después de doce años de distanciamiento me alegraba porque era una astilla que hería mi corazón, y sé que a él le dolía peor. Fue agradable tenerlos de visita. Las charlas con ellos me animaban de una forma indescriptible. Ponerse al día luego de varios años nos mantuvo dos noches durmiendo hasta tarde. Coni llegó el sábado siguiente a la pedida de mano. Deseaba ayudar lo más que pudiera en el fin de semana. Alfonso la dejó en la casa temprano y después se retiró con la excusa de que iba a hacer algunos arreglos en su casa. Ya se portaban como esposos sin serlo todavía. También se reencontró con sus abuelos y ellos le entregaron un morral con fajos de billetes para los gastos de su boda. Una acción que perdurará siempre en mi memoria. Después, don Álvaro avisó que al terminar el almuerzo nos llevaría al centro de la ciudad, y ellos se irían junto con Nicolás a buscarle una casita. Nada ostentoso, según palabras del señor, pero de ninguna manera su hijo iba a pasar una noche más en el jacal. Coni y yo estuvimos ese sábado fuera comprando durante casi todo el día. Terminamos con diez cajas enormes. Celina le haría el vestido de novia, como era de esperarse, por eso no nos preocuparíamos, aunque sí tenía curiosidad de saber cómo pensaba diseñarlo. De consultármelo a mí, habría recomendado usar el modelo tradicional del pueblo. Encargamos las cajas con un jovencito que cuidaba la calle y nos metimos a una heladería. Cada una pidió un helado como recompensa por todo el ajetreo y nos sentamos en una mesita de dos sillas altas. Mi sabor favorito era el de tamarindo, aunque en el local reinaba el dulce aroma de las cerezas. —Mamá —me dijo Coni mientras degustábamos el postre—, esta semana no he podido dejar de pensar en una cosa. —¿Qué cosa? Mi hija bajó la vista. Conocía esa manera de iniciar una conversación, por eso no me distraje más comiendo. —Me pregunto —vaciló un instante—, sí estoy haciendo lo correcto. Tengo miedo de equivocarme. No me malinterpretes, amo a Alfonso, lo amo con toda mi alma, pero yo no quiero una vida como la que tú tuviste, peleando con papá y luego separada. Admiré que fuera directa, pero sí me hirió su comentario. —Sé que no será así —hice un esfuerzo por sonar convincente—. Lo que tienes son los nervios normales de las novias, se te pasará. Constanza jugueteó con su cono antes de volver a preguntar: —¿Qué pasó entre ustedes? ¿Por qué se odian tanto? A lo mejor eso me sirve para evitar que nos pase lo mismo. Me quedé pensativa un segundo. —No nos odiamos, y no les pasará —respondí a secas. —Claro que sí se odian. Apenas y se soportan. Respiré hondo. Era hora de ser más detallada. —Tu padre no siempre fue así, y yo tampoco. Hubo un tiempo en el que estuvimos en paz. —Tuve un retroceso a esos ayeres, cuando todavía no se quebraba nuestra relación—. Él era un hombre que entregaba todo de sí con tal de ayudar. No le importaba ponerse en riesgo o que la gente metiche lo criticara. Lo hacía por gusto. Te aseguro, Coni, que no lo odio, solo ya no estamos juntos y esas cosas causan algunos… roces. Mi hija levantó ambas cejas. —¿Y qué le pasó? Suspiré. Su pregunta hizo eco en mi cabeza. —Dio demasiado, hija. —Pasé mi brazo por su espalda—. Más de lo que pudo soportar. Yo fallé por no haberlo ayudado a tiempo. Comprendo tus temores, pero ustedes dos son diferentes, fortalecerán lo que tienen. Peleas habrá, eso sí, pero siempre que hay disposición, se puede salir adelante. Coni sonrió más serena. —Gracias, mamá. Sí, son los nervios, esto es muy cansado y más con la escuela. ¡Ah!, por cierto, doña Celi quiere platicar contigo sobre la despedida de soltera. Ya me contó las ideas que tiene, pero prefiere escuchar que tú las apruebes. —Del bolsillo de su pantalón sacó un papelito morado y me lo entregó—. ¿Podrías llamarla a este número? No vino porque están apresurados con el cambio de casa. —Sí, yo la llamo —le aseguré sin ganas. Nicolás sí se mudó a una casita de un solo cuarto. Se ubicaba en una colonia cercana al centro y contaba con un pequeño patio delantero. Espacio suficiente para una sola persona. Sus padres le pagaron un año de renta porque querían aprovechar el terreno del jacal y construir ahí. Invité a mis exsuegros a quedarse a dormir en mi casa, pero prefirieron irse con su hijo. A pesar de eso, visitaban a mis hijos por las tardes para tratar de recuperar el tiempo perdido. La más contenta fue Esmeralda porque se enteró de que sus abuelos no eran pobres. Durante la siguiente semana, a diario, Joselito fue por mí al trabajo y se encargó de que llegara sana y salva. Incluso me ayudó en ir a buscar cosas para la fiesta. Gracias a su camioneta pudimos mover todo más fácil. Decidí mantener esas salidas lejos del conocimiento de los padres de Nicolás y de mis hijos; al menos hasta que sintiera que ya era el momento correcto de dar a conocer mi relación. Para ellos, Joselito solo era un conocido. Con cada encuentro, él me gustaba más, lo veía más atractivo, su compañía se iba convirtiendo en una que esperaba entusiasmada al terminar la jornada de la fábrica. Tal vez era por las tan entretenidas anécdotas que me contaba, no lo sé, pero me hacía reír, y reía porque tenía ganas de hacerlo, no por obligación o por ser educada, sino porque salía desde el fondo de mi ser. Fue hasta el martes que recordé que había prometido llamar a Celina, así que al salir de trabajar le pedí a Joselito que hiciéramos una parada en la caseta telefónica. Abrí mi cartera y saqué el papelito morado. Estaba perfumado, lo supe porque al abrirlo llegó a mi el olor. Pedí a la operadora que marcara el número. Pasé a la cabina uno y la cerré lo mejor posible. Esperaba que ella atendiera, pero fue una voz masculina la que lo hizo. —¿Quién llama? —dijeron. De inmediato supe de quién se trataba. Me vi tentada a colgar, pero abandoné la idea al saber que supondrían que fui yo. —Busco a Celina —le respondí—. Soy Amalia Bautista. —Ahora viene. Luego supe que dejó la bocina sobre algún mueble por el ruido que hizo. A los cuatro segundos Celina fue quien habló: —Futura consuegra, ¿cómo estás? —en su voz percibía los ánimos a tope. —Bien. ¿Y tú? —Solo podía pensar en qué cosas andaba haciendo llamándole a su casa. —Vuelta loca, imagino que andas igual, pero no quería dejar pasar lo de la organización de la despedida. —¿Sabes? Me encantaría que siguiéramos la tradición del pueblo. Ambas la conocíamos de pies a cabeza. La procesión de una despedida de soltera en el pueblo incluía a los grandes muñecos que representaban a los novios y a las mujeres bailando con las flores en la cabeza. «¿Para qué cambiarlo si ya estaba armado?», pensé. —Sabía que eso me dirías. Estoy de acuerdo y me encanta. Aunque Coni y yo vimos la opción de hacer algo todavía más antiguo. —¿Más antiguo? —Pensamos en un ritual muy íntimo que nos permita compartir un tiempo especial dedicado a la espiritualidad. Después de todo, Coni cierra un ciclo, y sería una despedida de la soltería con una celebración hacia una nueva etapa. Suena interesante, ¿no crees? ¡Dios Santo!, pretendía dejar de lado las costumbres. —Nunca he ido a una de esas —atiné a responderle. —¿Y estás dispuesta a darle la oportunidad? Lo medité veloz. Habría adorado hacerla a mi manera, pero no tuve el valor de negarme. Mi consuelo fue que me quedaban todavía tres señoritas para eso. —Si mi hija está de acuerdo, cuenta conmigo. Oí su risita de triunfo. —Invita a las mujeres más allegadas a Coni y a ti. Ella va a incluir a sus dos mejores amigas. Será en la casa de mi hijo, ahí tendremos privacidad. Los hombres se van a ir para otro lado. Por favor, avísales a tus invitadas que deben ir de blanco y llevar una muda de ropa extra. —Me encargaré de eso. Colgué la llamada confundida por el cambio inesperado, aunque la sonrisa de mi acompañante logró que se me pasara rápido. Fuimos juntos a cenar unas quesadillas porque de pronto me dio demasiada hambre. El tono de voz rasgado y gracioso al mismo tiempo que Joselito tenía lo volvía todo tan sencillo. Pienso que creamos una conexión tan rápido que no lo advertí. Conversar con él me hacía sacar a relucir mi faceta más liberal. Le encantaba viajar, amaba el mar y lo describía con una pasión que le traspiraba por los poros. Con cada salida me confirmaba que trataba con un atento confidente. La conversación siguió hasta las nueve de la noche. Se suponía que debía llevarme a casa, pero intervine al tener una repentina necesidad. —¿Es verdad eso que dicen de los costeños? —la pregunta salió sin más y me arrepentí enseguida. Joselito ladeó la cabeza. —Sé clara, guapa, que se dicen muchas cosas de nosotros. Se me subieron los colores al rostro y no pude proseguir. —¡Aah! Ya, ya. —Tragó saliva, sonriente—. Te diré, averígualo, ¿te parece? Llevaba años, varios años sin experimentar el cariño de un hombre, por eso me atreví a aceptar. —Me parece, sí. Él pagó de inmediato la cuenta y en su camioneta nos fuimos hasta la casa que rentaba. En el trayecto ninguno dijo una sola palabra. Tuve que apretar las piernas cada vez que recordaba para dónde nos dirigíamos. Llegamos. No me tomé la molestia de inspeccionar ni la zona ni la propiedad, todo aquello pasó a segundo término. Joselito me abrió la puerta del coche, luego abrió la de la casa y me cedió el paso. Sin querer, empecé a hablarle más rápido sobre lo acogedora que se veía su vivienda por dentro. Estaba en serio atraída por ese morocho. A parte de su físico, me seducía su personalidad. Él no me dejó llegar al único sillón que tenía cerca de la entrada y me tomó por la cintura para darme vuelta. —Tienes unos labios encantadores —me dijo confiado. Sentí el impulso de levantar la cara para que me besara, y lo hice. Él recorrió con su dedo la comisura, y el deseo se lanzó sobre mí como una avalancha brutal. Tanto tiempo reprimiéndolo me llevó a una indescriptible desesperación. Joselito pasó a acariciar mis pómulos. Su sonrisa apasionada fue la clara señal de que compartíamos sensaciones. Sigiloso, su rostro se hundió en mi cuello. Sentí el calor de la humedad de sus besos y al mismo tiempo su mano acarició mi espalda. Teníamos una estatura más o menos parecida y por la cercanía supe que su corazón latía acelerado. ¡Se me erizaba todo el cuerpo! Lo quería, sí quería lo que él tenía que ofrecerme, por eso desconecté ese lado donde el incesante recordatorio de que solo tu esposo podía conocer tu cuerpo al descubierto me taladraba. Más tarde cuestionaría las acciones que hacía movida por la ambición de saciarme. Los dos ardíamos y Joselito me aprisionó entre la pared y su ser, ahí me besó en los labios y yo disfruté conocer su sabor. La pasión nos fue empujando hacia la cama. Éramos presas del deseo, sedientos de intimidad. Nuestras ropas quedaron esparcidas sobre el suelo y el colchón. Permití que me conociera desnuda, y así, unidos piel con piel, nos dejamos llevar hasta que ninguno pudo más.
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