—Yo me voy —me avisó Nicolás después de que terminara su platillo de comida—. Esto es un disparate. Mis hijos y tú deberían hacer lo mismo. ¿Quieres que me lleve a alguno? Si nos damos prisa, alcanzamos el camión de las ocho.
—Les preguntaré.
Uno a uno, en voz baja, se los propuse. Ninguno quiso irse con su padre. Ellos, ausentes de la realidad, disfrutaban de la fiesta.
De todos mis hijos, Angélica era la que poseía la cualidad de socializar sin tanto esfuerzo. Su facilidad de palabra y afabilidad atraía amigos como moscas a la miel. En esa singular ocasión no fue la excepción. Ni siquiera las jóvenes Quiroga pudieron resistírsele.
Sin que yo pudiera evitarlo, mi pequeña hija logró entablar conversación con dos señoritas que luego supe que eran las hijas de Jacobo y Gerónimo. Uriel era listo y se le pegaba a su hermana porque tenía la coquetería encendida a tope después de que empezó la pubertad. Nicolás y yo tuvimos que advertirle muchas, pero muchas veces que no se le ocurriera faltarle al respeto a ninguna señorita, o habría graves consecuencias.
«Nada más me falta que a este cabroncito le guste alguna Quiroga», pensé, alertándome enseguida. Incluso sentí cómo el corazón me dio un brinco al imaginarlo.
Onoria y Esmeralda fueron llamadas por Constanza para que bailaran con un par de muchachos que supuse eran amigos de su novio.
Así, terminé sola en la mesa porque Erlinda no se iba a quedar atrás a la hora de sacarle brillo al suelo.
Los bailes en el pueblo eran para nosotras como regalos que disfrutábamos hasta que la banda parara. Amaba bailar, amaba cantar, y reír con mis amigas. Eran esas largas noches las que muchas veces me ayudaron a olvidar lo que me esperaba en casa.
Para mi mala suerte, esta vez no tenía ni pareja ni ganas de moverme. Decidí que la cuba que me sirvieron sería mi fiel compañera.
Después de dos de esos refrescantes vasitos, sentí la necesidad de ir al baño.
Lo primero que hice fue ubicarlo con la vista. Lo encontré rápido porque tenía un abanico pegado en la puerta. Se hallaba en la esquina diagonal. Fuera como fuera, había que recorrer todo el lugar.
«Me lleva la chingada», me quejé al ver al festejado parado a unos dos metros de ahí. ¡De ninguna manera iba a poder sortearlo! Hablaba muy a gusto con otro hombre de camisa azul y pantalones negros que no reconocía porque estaba de espaldas.
Elegí aguantar hasta que se moviera, pero desde niña mi capacidad de controlar el esfínter fue cuestionable. Tal vez por la golpiza con el cinturón de cuero que mi madre me puso a los cinco años una noche en la que mojé el catre. No lo sé. Pero lo que si sabía era que no iba a poder resistirlo por mucho tiempo.
Pasó más de media hora y llegué al máximo esfuerzo.
—¿Qué tanto pueden estar hablando? —me quejé entre dientes y con los brazos aferrados al borde de la mesa.
¡Tenía que ir ya!
Despacio me levanté de la silla, inhalé, acomodé la falda de mi vestido y di un paso al frente. Para no cruzar por en medio, decidí rodear. De reojo lo observaba, deseando que se marchara y dejara el camino libre.
Seguí andando mientras fingía tranquilidad. Creo que en algún punto él me vio, aunque fue demasiado tarde. Noté que se excusó con el hombre con el que conversaba y, antes de que tomara el lado contrario, nos cruzamos.
En ese momento retuve el aire en los pulmones y todo lo vi yendo muy despacio. No lo premedité y giré la cabeza. Por una fracción de segundo sus azules ojos se encontraron con los míos. Aunque no quise detenerme a analizarlo, en ellos reconocí el fastidio.
Apresuré el paso.
Cuando por fin estuve sentada en la taza y el alivio llegó, me convencí de que esa sería la última fiesta de los Ramírez y los Quiroga a la que asistiría.
Al salir, me topé de frente al mismo hombre con el que Esteban charlaba minutos antes.
Él se acercó a mí y extendió la mano.
Acepté su saludo.
Por un instante vacilé. Su abundante barba castaña me confundía.
—Amalia Bautista —dijo mi nombre. En sus labios se alcanzaba a notar una ligera sonrisa—. Años sin verte. ¿No te acuerdas de mí? —Se apuntó—. Soy Anastasio.
¡Claro! Era Anastasio Quiroga. Ese semblante sereno y esas gruesas pestañas rizadas me lo confirmaron. Lo recordaba como un hombre criticado en el pueblo por ser “manejado” por sus suegros y su esposa. A mí me pareció tan dulce desde que lo vi cargando a Silvia para cruzar un charco que la lluvia dejó.
—Sí me acuerdo de ti. Un gusto volver a verte.
—Me di cuenta de que te dejaron solita. A los muchachos de hoy solo les importa la fiesta. ¿Y tu esposo?
A mí llegó el enfado. ¡Ahí iba de nuevo la explicación!
—Nicolás ya no es mi pareja, y se retiró porque tiene unos pendientes en la ciudad donde vivimos. —Encogí los hombros—. Pero estoy mejor sola que mal acompañada.
Primero él reaccionó serio, pero luego su sonrisa se extendió.
—¡Auch! Entiendo. —A paso seguro se colocó a mi lado—. ¿Nos tomamos una copita? Mi mujer es buena compañía, pero se quedó cuidando a nuestro nieto.
¡Vaya!, esa celebración se empeñaba en ser lo más incómoda posible.
—¿Nieto?
—Sí. —Se irguió, orgulloso—. Mi hija mayor nos hizo abuelos hace un mes. Está en reposo porque tuvieron que hacerle cirugía. Pero, vente. —Tocó mi espalda—, vamos. La copita espera.
Anastasio mostraba buena actitud, por eso accedí a ir hasta la mesa que le asignaron a mi familia.
En cuanto llegamos, él le pidió al mesero dos cubas más.
—Mi hermano es un cursi —reanudó la conversación una vez que se acomodó en una silla, a mi lado—. La edad cada vez lo pone peor.
Estaba de más decir que las constantes atenciones de Esteban hacia Celina, los abrazos espontáneos que le daba y esa forma de mirarla delataban sus profundos sentimientos.
—Cuando uno está feliz, es inevitable ser cursi.
El mesero colocó los tragos frente a cada uno.
—Eso sí. —Anastasio alzó su cuba—. ¡Salud!
Brindamos y hasta ese momento fue que me relajé.
Hubo un par de preguntas más sobre el clima y la comida que sirvieron, hasta que él lanzó el primer comentario directo, pero lo hizo de una manera tan natural que no advertí su siguiente jugada.
—No quiero mentirte, de todo corazón espero que este reencuentro sirva para convencernos de que los problemas que antes azotaron a nuestras familias ya quedaron olvidados.
Analicé sus palabras, por eso demoré en responderle. Con las muertes de Rufino y Justo Carrillo se enterró el problema que causó que corriera tanta sangre.
—Bien olvidados —confirmé—. Ni mis hermanos ni yo no tenemos intensiones de revivir disputas pasadas.
Vi a Anastasio sonreír de una forma plena.
—Me alegra oír eso. —Asintió, luego se inclinó hacia mí y empezó a hablar con una voz más ronca—: Cuéntame, Amalia, ¿qué piensas de la relación de tu hija con mi sobrino?
Tuve que echarme un poco hacia atrás porque su postura me intimidó.
—¿Quieres que sea sincera? —Enseguida sospeché que las cubas estaban haciendo un efecto en mí que me dejaba vulnerable.
—Es la idea.
Resoplé antes de sincerarme con un hombre al que solo le había hablado una o dos veces máximo en mi vida, pero esa podía ser una buena oportunidad para dejar un precedente.
—Al principio no lo acepté. No lo tomes a mal, por lo poco que lo conozco, tu sobrino parece ser un buen muchacho. Lo que pasa es que temía, y la verdad sigo temiendo, que Constanza sufra alguna clase de desprecio… —Hice una pausa y bajé la vista hacia el mantel blanco—, tú sabes por qué.
La expresión de Anastasio me indicó que meditaba lo que acababa de decirle.
Sin que lo buscara, mi vista fue a dar a doña Esperanza, quien nos miraba inexpresiva.
—Esta increíble casualidad nos tuvo… —Anastasio movió la cabeza de lado a lado y frunció los labios—, digamos, tensos al principio. Esteban y su señora me contaron que tuvieron varias pláticas en privado. Ellos quieren lo mejor para Alfonso.
—¿Y mi hija no es lo mejor?
Anastasio se apresuró a negarlo.
—Por el contrario. Te garantizo que ella no sufrirá ningún desprecio porque ya los tiene en el bolsillo, incluso a mi madre que, como te imaginarás, es la más difícil de convencer. Y a mi sobrino no le quedan ojos para otra señorita; un don que viene de las mujeres Bautista, según sospecho.
Sentí cómo el rubor recorría mis mejillas, a pesar de que no quise que pasara.
Para distraerme, levanté el vaso.
—¡Salud!
Volvimos a brindar.
La conversación se alargó mucho más, pero el tema de las familias quedó cerrado.
Dieron las dos de la madrugada. La gente se retiraba y tocaba nuestro turno.
Estaba por comenzar con la despedida, cuando Erlinda me interceptó.
—Celi me dijo que le gustaría que se queden. El primer piso está desocupado. Solo duerme ahí Catalina, pero no está, se fue a una audición a los Estados Unidos. Hay suficiente espacio para todos.
Abrí los ojos de par en par y levanté el dedo índice cerca de la cara.
—Ni bajo amenaza haría tal cosa —le dije, apretando la mandíbula—. Suficiente fue venir. Ya cumplimos. —Di otro paso hacia ella—. No vayas a insistir enfrente de Celina o te olvidas de que tienes prima.
Erlinda alzó los dos brazos.
—Está bien. Pero déjame a Onoria. —Hizo un puchero—. Pienso levantarme tarde y tú seguro piensas irte bien temprano. —Ese comentario lo hizo con una voz tan alta que Onoria la escuchó.
—Sí, me quedo —añadió mi hija—. Aquí están mis maletas. Además, los suegros de Coni son muy amables.
De haber podido, le habría jalado la oreja por atrevida.
—¡No son sus suegros! —la reprendí. Rápido revisé alternativas, pero todas eran apresuradas o agotadoras—. Bueno, te quedas —accedí con pocos ánimos—, pero no toques nada que pueda romperse y ordena la cama que te presten cuando te levantes.
Onoria aceptó.
Del lado izquierdo reconocí a Celina con Alfonso y Constanza detrás, venían hacia el círculo que formábamos cuatro de mis hijos, Erlinda y yo. Los intercepté antes.
—Celina —me dirigí a ella, deseando sonar entusiasta—. Hermoso todo.
Ella lució complacida.
—Alfonso dice que ya se van.
—Sí. Es hora de retirarnos. —Tenía que evitar que renovara el ofrecimiento de darnos posada—. Coni se encargó de acomodar el lugar que renta y no quiero que piense que la desprecio. Gracias por las atenciones.
Me percaté de que Constanza hizo un nada discreto gesto de confusión.
—Al menos deja que mi hijo los lleve —continuó Celina.
—No quisiera molestar…
El jovencito interrumpió.
—Ninguna molestia, señora. Será un gusto llevarlos.
Eso sí lo acepté, tampoco se trataba de ser maleducada.
Enseguida volteé a ver a Onoria y fue inevitable que se me humedecieran los ojos. Se sentía como si me estuvieran arrancando una pierna o un brazo de un tirón.
Fui a ella.
—Mi vida, cuídate mucho. —Sostuve su cabeza entre las manos—. No salgas de noche, no te vayas a confiar de ningún muchachito, y tampoco les des dolores de cabeza a tus tíos. —Un travieso mechón de su cabello medio ondulado se escapó de su peinado e intenté acomodárselo—. Acuérdate de que eres una invitada, sé atenta en su casa.
Mi morenita linda se iba, la palomita abría sus alas. Que fuera la primera en hacerlo lo volvió más difícil.
—Confía en mí, mamá. Es solo un año. Regresaré en menos de lo que imaginas. —Con sus delgados brazos me rodeó—. Te voy a extrañar.
Esa unión quedó grabada en mi memoria.
—Yo más —susurré, aguantando las ganas de llorar.
Esmeralda no esperó su turno y se abrazó a nosotras.
—¡No te vayas! —le chilló a su hermana.
Ellas peleaban casi a diario, mejor dicho, Esmeralda le reñía a Onoria por cualquier cosa, pero eran tan unidas que se reconciliaban enseguida. Sí que le haría falta su compinche y tapadera número uno.
—Te mandaré ropa de oferta —le dijo Onoria.
Esmeralda sonrió y se le iluminaron los ojos enrojecidos.
—Entonces sí vete.
Las tres reímos. Sabíamos que esa separación sería todo un proceso que comenzaba ahí mismo.
Angélica y Uriel también se despidieron de su hermana.
Le di la bendición y le entregué unos cuantos billetes que conseguí vendiendo una parrilla que ya no usaba. No quería que se fuera desamparada.
Volví a abrazarla y por dentro le recé a Dios que la protegiera en todo momento.
—Me retiro antes de que me arrepienta. —Sequé mi cara y después me dirigí a Celina—. Por favor, presenta mis agradecimientos a tu esposo. —Para mi buena suerte él no se apareció ni por error.
—Lo haré. —Una vez más mostró una cálida sonrisa—. Tengan buen viaje de vuelta.
Lo siguiente que hice fue estrechar a mi prima.
—Erli, te la encargo.
Ella masajeó mi espalda. Supongo que sabía lo que costaba dejar ir a alguien a quien tanto se ama.
—Yo te la cuido.
Así finalizó el adiós.
Era mi obligación parecer entera, así que opté por apresurarme.
Los pocos invitados que quedaban estaban tan tomados que ni siquiera prestaron atención a nuestra salida.
Celina nos dejó en el umbral de la puerta principal. Quizá la brisa fresca que corría le molestaba.
Afuera, junto a la acera, estaba estacionado un automóvil. Era todo n***o, brillaba de pulcro y el interior rojo le daba un toque distintivo.
Alfonso abrió primero la puerta del copiloto.
—Señora. —Señaló hacia el asiento—, súbase adelante para que vaya más cómoda.
Agradecí la atención y entré. Olía a pino, pero no cualquier pino, sino uno en el que el viento choca y causa que sus ramas revoloteen; ese aroma que suelta era el mismo que el coche tenía.
Lo siguiente que el muchacho hizo fue abrirle la puerta a Coni y la retuvo hasta que se sentó.
Uriel y Angélica se adelantaron a subirse del otro lado porque su hermana quitó el seguro.
Ese tipo de detalles eran los que diferenciaban a un patán de un caballero.
—¿Estuvo bien atendida en la fiesta? —me preguntó Alfonso una vez que arrancó el motor.
—Sí, demasiado —le respondí porque así fue—. Qué amable de tu parte el querer saberlo.
Seguimos el largo recorrido charlando sobre las canciones que el trío tocó. Ahí me enteré de que Alfonso tenía un interés nato por los instrumentos de cuerdas. Entre más información obtenía, lograba que bajara la guardia con él.
El cuartito que Constanza rentaba fue nuestro refugio en lo que amanecía. En el trabajo pedí permiso solo media jornada, así que debía estar de vuelta para poder cubrir la otra mitad. Don Francisco me descontaría el día si no cumplía.
Lo siguiente fue despertar, comer unos tacos malísimos afuera de la central de autobuses, y luego irnos.
—Por fin en casita —dije en voz alta cuando por fin abrí la puerta.
Regresar fue una bocanada de aire fresco después de la experiencia tan… peculiar.
Salí a prisa por la puerta trasera para cortar camino, pero oí a doña Rosana gritándome desde su alambrada. Movía el brazo efusivamente.
Avancé un poco hacia ella para poder saber qué decía.
—¡Vecina! Pasa en la tarde a probar un pastel de elote que preparé. Está sabrosísimo.
—Eso no me lo puedo perder —también le grité, animada porque sus pasteles eran de los mejores que había probado.
En cuanto regresé, agotada, me desvié a su casa. De ninguna manera iba a perderme ese momento de relajación con un postre delicioso.
Doña Rosana sirvió café como de costumbre. Ella solía usar uno de su estado que tenía un sabor más fuerte, pero agradable.
La casa de mis vecinos me parecía cómoda. Era amplia y con los muebles justos para que no se viera sobrecargada. En sus paredes colgaron grandes retratos, casi todos de doña Rosana luciendo distintos vestidos. De joven debió ser una mujer imponente, aunque debo reconocer que, pese a su edad, seguía conservando un aire de rudeza y dulzura que convivían y usaba a su favor.
El pastel estuvo servido y doña Rosana se sentó a mi lado en su barra de la cocina.
—Ni te he dicho que a mi primo Joselito lo dejaste encantado —empezó sin rodeos. Al decirlo, alzó ambas cejas—. El otro día me comentó que quiere invitarte a salir, pero le avisé que primero te preguntaría si estabas de acuerdo. Sé que no la has pasado bien en las cuestiones del amor. —Se apresuró a levantar la mano a la altura del pecho, y con el dorso hacia arriba la movió hacia los lados—. Está solterito, ¡eh!, por eso ni te preocupes. —Tronó la boca—. Su mujer lo abandonó por irse con un fuereño. Se divorciaron hace unos dos meses más o menos. Así que está libre por si te interesa darle una oportunidad.
Esa revelación me tomó por completo desprevenida. Su primo Joselito me pareció agradable, se portó educado en la reunión que compartimos y alabó varias veces mi forma de cantar, pero no imaginé que hubiera sentido atracción por mí. El hombre era costeño, de piel tan oscura que sus blancos dientes sobresalían, sus ojos eran grandes y casi negros, y su cabello rapado no dejó ver qué caída tenía. Lo que más llamó mi atención fue su cuerpo. Si ciega no era. A pesar de la guayabera que llevaba puesta, por sus brazos confirmé que le dedicaba tiempo a esculpirlo.
Mi madre detestaba a los costeños, decía que eran unos “sucios maleducados”. Antes no la cuestioné sobre por qué mantenía ese recelo hacia ellos.
—¿No le parece que es muy joven para mí? —quise librarme de un ofrecimiento que no me interesaba aceptar.
—Solo es dos años menor que tú, mujer.
—De todos modos, ya estoy vieja para esas cosas.
Doña Rosana se echó a reír.
—Viejos los cerros, y reverdecen. —De pronto, inclinó la cabeza hacia mí—. ¿En serio no extrañas que le echen cremita a tu taquito?
Tardé un segundo en entender a qué se refería, luego abrí la boca.
—¡Doña Rosana! —alargué las palabras por la vergüenza.
Ella por poco y escupe su café.
—Piénsatelo. —Me entrecerró un ojo—. Distribuye pescado en varias ciudades, por dinero no te preocuparás más si le das un chance.
—Lo pensaré —dije con la finalidad de que parara de intentar convencerme.
Doña Rosana me apuntó.
—Me avisas.
Asentí y luego me llevé una cucharada de pastel a la boca.
El sabor suave, dulce y cremoso hizo que olvidara todo por ese celestial instante.
—Le quedó buenísimo el pastel, como siempre.
Mi vecina se veía satisfecha, y yo también de que dejáramos de lado el tema romántico en el que no tenía interés alguno, ni con su primo, ni con nadie.
Dos de mis hijas: Onoria y Constanza, cumplían años en septiembre. Onoria el doce y Coni el dieciséis. Cuando eran pequeñas hacíamos una sola fiesta para las dos. Esta ocasión sería diferente, una de mis palomas ya no estaba para partirle el pastel como de costumbre. Sentí la nostalgia a tope cuando entró el mes.
Desde la fiesta de los padres de Alfonso ya no hubo grandes novedades. Se percibía una calma exagerada que me ponía pensativa. Incluso las visitas no solicitadas de Nicolás se relajaron.
El nueve de septiembre, Constanza llegó por la mañana de improviso. La esperábamos hasta el fin de semana de su cumpleaños. Desde que entró sospeché que algo se traía.
Mi corazonada de madre me puso en alerta porque ella iba y venía de un lado a otro en la cocina mientras yo preparaba el desayuno.
Dejé de mover el cucharón en la salsa y apagué el fuego. No lograba concentrarme gracias a sus pasos.
—Ya dime —le dije firme—, ¿qué te traes?
Mi hija lucía nerviosa.
—¿Nos sentamos? —propuso y su voz salió con un ligero temblor.
—Estoy bien aquí. —Para ese punto ya me sentía temerosa y enojada al mismo tiempo porque vaticiné que iba a confesarme una metida de pata—. Empiézale con lo que tengas que decir. —Sostenía el cucharón y lo moví mientras hablaba.
Constanza sí se sentó.
—Mamá, Alfonso quiere venir a platicar contigo por la tarde, y también con papá.
El temor y el enojo se transformó en incredulidad. Esa expresión, esa tensión en los dedos de las manos, esa mirada de gatito hambriento, solo podían ser causadas por una cosa.
—¡No! —pronuncié de golpe.
—Pero si todavía no sabes para qué —se atrevió a rebatirme, aun controlada.
—¡Dije que no! —Avancé un paso hacia ella. Ni siquiera me di cuenta de que la salsa que quedó en el cucharón iba goteando sobre el suelo y parte de mi vestido—. Constanza Moreno. —La observé sin parpadear—, no me hagas esto. —Mi voz perdió fuerza antes de terminar—: Te lo suplico, ¡no!
Los ojos de Coni se empezaron a poner colorados.
—Pero, mamá… —dijo, ahogando el llanto.
Negué varias veces con la intensión de evadir el momento.
—Eres muy joven. Todavía no terminas la carrera. —Con el puño apretado toqué mi frente. Tuve que hacer un enorme esfuerzo para ser capaz de continuar—: Ni siquiera pienses en dejarla. —Moví el puño hacia el pecho y lo golpeé dos veces—. Mírame a mí, mira a tu padre. —Torcí la cabeza—. ¿Quieres eso para ti? Tú debes seguir estudiando, madurar más.
Coni demoró en proseguir porque sus labios tiritaban demasiado.
—Primero escúchalo, ¿sí?
Volví a negar, cada vez más enfurecida, lastimada.
—Te conozco lo suficiente como para saber que no estás embarazada. ¿Es matrimonio? —Apreté los dientes para no gritárselo—. Quiero oírlo de tu boca.
El tímido movimiento de su cabeza lo confirmó antes.
—Lo es —murmuró y ni siquiera pudo encararme.
Una sensación de ahogo comprimió mi garganta. Estaba preparada para que pidieran a Esmeralda, incluso a Onoria, pero a Constanza no. Desde pequeñas fue ella la que sacrificaba hasta los ratos de juego con tal de hacer las tareas lo mejor posible, la que más hablaba de sus ideales, a la que le veía mejor futuro; al menos de las tres mayores. Quizá ella no era la más inteligente, porque ese puesto lo coronaba Angélica, pero sí la más entregada y responsable. Que se quisiera casar con Alfonso Quiroga lo volvía todavía peor.
—En definitiva, ¡no! —sentencié. Al contemplarla decaída, relajé la voz y los músculos de la espalda, y opté por sentarme frente a ella—. Hija, esto me sorprende de ti. Si están tan enamorados, deben. Esta es una decisión muy importante.
—Mami, entiéndeme, yo lo quiero. —Para ese punto ya estaba llorando—. Además, los dos seguiremos estudiando, me lo ha prometido.
—¡Ah! —me quejé, frustrada—. Con que ya planearon todo y sin consultarle a tus padres. —Até cabos enseguida y aborrecí no haberlo visto antes—. Por eso tantas atenciones de él y su madre, seguro ella sí sabía lo que el muchachito andaba tramando.
Coni juntó sus manos sobre la mesa.
—Te juro que terminaré.
Su acto no fue capaz de conmoverme. Ella hablaba gracias a la pasión, a la intensidad de un romance de juventud, pero desconocía las consecuencias a largo plazo de una unión apresurada.
—Eso dices —mofé—, pero vendrán los hijos y tendrás que decidir entre cuidarlos o seguir estudiando. —Entrecerré los ojos—. ¿Adivina cuál escogerás?
—Confía en mí como confiaste en Ono. —Las lágrimas que le brotaban le mojaron la cara.
Esa carita que dejó de ser de mi pequeña sin que lo advirtiera. Ahora un desconocido quería robármela, así como así.
—De verdad necesito que hoy estés dispuesta a recibir a mi novio —prosiguió—. Solo ese favor te pido.
Mi padre siempre decía que hay que darle la oportunidad a la gente para argumentar a su favor, por eso fue que accedí:
—La puerta no se la voy a cerrar, pero te aviso que le diré lo mismo que a ti, y dudo que tu padre opina lo contrario.
Coni soltó un suspiro, luego se secó el rostro con una servilleta de papel y se levantó de la silla.
—Lo iré a averiguar ahora mismo a la tienda donde trabaja. —Fue hasta la salida de la cocina, pero un segundo después retrocedió—. Alfonso estará aquí a las cinco —me informó.
Esmeralda, Uriel, Angélica y yo desayunamos en silencio. Creo que fue porque ellos se percataron de mi malestar. Apenas dejaron sus platos en el fregadero, saqué los utensilios de limpieza. Uno a uno se los fui entregando. Eran lo bastante mayores como para colaborar en el hogar.
—Quiero esta casa bien limpia —les dije a los tres. Luego volteé a ver a Esmeralda—. Y eso te incluye. —Troné los dedos—. ¡Órale! Ponte a lavar las ventanas por fuera. —Tocó el turno de Uriel, quien me observaba anonadado—: Tú corta las yerbas del patio. —Angélica fue la última—: Y tú a barrer.
Los dos menores obedecieron y se fueron.
Por supuesto que mi hija mayor no iba a quedarse callada, nunca lo hacía, esa no sería la excepción.
—Acabo de hacerme las uñas. —Me las mostró, tan lindas pintadas de rojo.
—¿Crees que tus uñas me importan? ¡Ya! —Choqué fuerte las palmas de las manos—. ¡Haz lo que te digo!
Sospecho que ella no se lo esperaba, porque cuando se percató de que era en serio, saltó de la silla y levantó el valde que dejé a sus pies.
Yo fui al fregadero para empezar a lavar los trastes.
Quizá no teníamos los mejores muebles o el espacio grande, pero de mi casa nadie podía decir que la encontró en un estado deplorable.
—¿Pues quién viene o qué? —preguntó Esmeralda, todavía ahí.
—No tiene que venir alguien para que ustedes colaboren —le respondí irritada—. Pero sí, vendrá el novio de tu hermana.
Hubo un silencio, incluso pensé que se había retirado, pero no, Esmeralda se quedó.
—La va a pedir, ¿verdad? —lo dijo de una manera que delataba su orgullo golpeado.
Continué lavando los trastes.
—Al parecer esa es su intención.
—¡No, mamá! —Escuché que zapateó en el suelo—. Coni no se puede casar antes que yo.
En esa parte sí que estaba de acuerdo con ella.
—No lo hará —dije más para mí que para Esmeralda.
Esa mañana hice mis labores como si mi cuerpo entero actuara sin que estuviera consciente. Deseé que todo se tratara de un largo sueño, pero sabía bien que no. El camino de espinas que recorría desde que tenía memoria se empeñaba en lastimarme, no daba tregua ni perdón, solo hería y hería, deseoso de verme caer sobre su cruel manto.