Aquella noche se convirtió en mañana con la velación y los preparativos del funeral.
De Esteban recuerdo poco porque se encerró en la habitación con el cuerpo de su esposa, y solo abrió cuando llegó el carro de la funeraria que se la llevaría. Al asomarse me percaté de que tenía los ojos hinchados y la vista perdida.
Cómo habían cambiado las cosas. En mi pueblo a los difuntos se les preparaba en la casa y los familiares eran los que lo vestían y lo metían al féretro. Los Ramírez y Quiroga optaron por dejarle ese trabajo a gente profesional.
Alfonso también se encerró, pero en otra habitación y en compañía de Coni. Las ansias de Celina porque se casaran cobraron sentido. Al final de todo su hijo sí tuvo quien lo sostuviera el día de su partida.
A doña Consuelo le dieron un tranquilizante porque no paraba de llorar, incluso se desmayó por tanto sufrimiento. Nublar la mente quizá le serviría.
El cuerpo regresó a las dos de la madrugada. En lo que eso ocurría, ayudé en lo que se necesitara. No podía ser de otra manera. Limpiamos, acomodamos la sala, quitamos muebles… A nadie parecía incomodarle mi presencia, no era hora de nimiedades.
Doña Esperanza, quien se mantuvo al otro lado de la cocina mientras preparábamos café y chocolate para los acompañantes que poco a poco llegaban, no entabló una conversación conmigo, pero fue cordial a la hora de pasar ingredientes o utensilios. En su semblante se notaba lo decaída que también estaba con la pérdida de una de sus nueras.
Terminamos a las cuatro de la madrugada. Me fui a sentar un rato a una de las sillas que pusimos en el área de la sala donde se velaba. Sabía que necesitaba descansar. Me envolví con un sarape que me prestó Anastasio y dormité sobre la silla unas dos horas, quizá tres.
Desperté cuando me di cuenta de que ya había más personas a mi alrededor.
Planeé entrar a alguno de los baños y lavarme la cara, pero fui interceptada por Silvia. Estuvimos platicando por un rato. Ella era amable conmigo y no me relegaba como las demás.
—El padre Clemente vino antes de que tú llegaras. Le dio los Santos Óleos a mi concuña, y ella nos hizo saber que su deseo era que el padre Jacinto fuera quien oficiara su misa de cuerpo presente.
Evité un bostezo. De verdad me urgía esa agua fría para despabilar.
—¿Y ya le avisaron?
—Todavía no.
En ese instante se me presentó la oportunidad de tomar un respiro de aquella casa en la que reinaba la tristeza.
—Me encargaré de eso —dije de inmediato—. Le diré a Constanza que me lleve.
—Eres muy amable. —Silvia hizo una mueca de asombro—. Le voy a avisar a mi suegra que no nos preocupemos por eso.
Fui a pasos sigilosos hacia la habitación donde sabía que encontraría a mi hija. Antes, pasé por la de Esteban. Estaba cerrada y sabía que se encontraba solo. No logré escuchar ni un solo ruido. Me habría gustado darle palabras de aliento, pero sabía que me echaría enseguida.
Continué de largo hacia mi objetivo y toqué lo más despacio posible. Ella atendió enseguida. Apenas y abrió la puerta para asomarse.
—¿Cómo está? —le pregunté, refiriéndome a Alfonso.
Detrás de Coni lo reconocí, recostado en la cama con la ropa de día puesta.
—Se quedó dormido. Le di un Lorazepam[1].
Que descansara era bueno, todavía faltaba la peor parte de una pérdida.
—Me ofrecí a ir a apartar la misa para más al rato.
Constanza adivinó de inmediato mis intensiones. Creo que pensó lo mismo que yo con respecto al ambiente.
—Te llevo. Él va a tardar para despertar y prefiero no interrumpir su sueño.
Mi hija fue veloz por su abrigo y las llaves del carro. Yo me acomodé el sarape.
Afuera el clima era inclemente. Estaba tan baja la temperatura que soplábamos aire frío.
Como ya conocía el camino, llegamos a la iglesia de Jacinto en veinte minutos. Me di cuenta que las puertas no tenían llave ni candado y optamos por entrar. Me adelanté hasta el fondo. Se oían voces dentro de la oficina y fui directo ahí.
Todavía sigo dudando de lo que vi. No soy capaz de asegurarlo, pero… pero por un rápido microsegundo creí ver al padre Jacinto muy cerca de alguien. La proximidad y el movimiento de su espalda y brazos podrían hacer pensar que hacía algo más que hablar con ese alguien.
¡Me quedé muda y retrocedí!
«Debo empezar a anunciarme antes de entrar a los lugares», me recordé, convencida de que ya no quería presenciar intimidades ajenas o pecados como esos; si es que fue real y no producto de mi cansancio.
Coni se dio cuenta de mi impresión. Con mi codo evité que ella se asomara. Zapateé un poco para que nos oyeran y funcionó. El padre Jacinto salió enseguida. Sudaba y se notaba alterado. Raro, porque también en ese pueblo el frío hacía de las suyas.
—Padre —dije, todavía confusa.
Él se acercó para que le besáramos la mano.
—Hijas, ¿para qué soy bueno? —nos preguntó mientras lo hacíamos.
Incliné la cabeza.
—Es Celina Ramírez, padre, falleció anoche por causa de su enfermedad. Ella pidió entre sus últimas voluntades que usted oficiara las misas que todo entierro debe tener.
El padre Jacinto se persignó, rezó rápido, y luego elevó los brazos. No usaba sotana, solo un suéter n***o y unos pantalones del mismo color.
—Mi capilla es modesta, como pueden darse cuenta, pero nuestra hermana Celina será bien recibida en esta, la casa del Señor.
Observé de reojo el lugar. A un lado del impecable púlpito se encontraba la figura de la virgen de Guadalupe. Contemplarla adormeció un poco mis sentidos y me hizo entrar en un estado de tranquilidad revitalizadora.
—Gracias, padre —intervino Coni—. Lo recompensaremos como es debido.
El padre Jacinto sonrió conmovido.
—Como es misa para hoy. —Su mano entreabierta apuntó hacia su oficina—, pasemos a revisar los horarios que tengo libres.
Las dos lo seguimos.
Tenía mis dudas sobre a quién encontraría dentro. Pensé que no hallaríamos a nadie y con eso confirmaría mis alucinaciones. O, en el peor de los casos, que sería una mujer. Resultó ser el tal David. Acomodaba unos papeles sobre el escritorio cuando entramos. El padre y él comenzaron a dialogar sobre los pendientes.
Estoy segura de que el hombre no era mexicano. Tal vez europeo, no sé con exactitud, pero mexicano no. Lo supe por su acento que todavía se le notaba a pesar de su excelente español y por sus rasgos físicos. Su blancura desentonaba con nosotros.
De mi mente borré cualquier pensamiento sobre el tremendo pecado del que acusaba sin estar segura a Jacinto. Dios podría castigarme por hacerlo.
Pactamos que la misa de cuerpo presente sería a las diez de la mañana. Después de eso le pedí a Coni que me llevara a la parada del transporte. Tenía que avisarles a sus hermanos que me encontraba bien y que se prepararan para un funeral, y también quería ducharme.
Convencí a mi madre de quedarse en casa porque el camino era de bastantes curvas y terreno irregular. Además, ni siquiera tenía en estima a la difunta. Para que estuviera cómoda le preparé comidas que sabía que le gustaban.
Mis hijos y yo pasamos la velación guardando la debida distancia. Solo me atreví a acercarme al féretro por la noche del lunes, cuando varios se marcharon a descansar. Celina se veía serena, bonita, en paz. Le pusieron un vestido color crema con encaje brillante y la maquillaron igual de tenue como lo hacía en vida.
—Estarán bien —le susurré antes de alejarme.
Alfonso tenía a Coni, y Esteban tenía a toda su familia para acompañarlo en el proceso.
¡En ese preciso instante recordé que no le avisé a Nicolás sobre el fallecimiento de Celina! Se me olvidó por completo que además de consuegra, era su prima. El entierro sería al terminar la misa. Debía ir a avisarle temprano para que se preparara.
Mis hijos se quedaron un rato en la habitación de su hermana y su esposo, Uriel se acomodó en el piso; Esmeralda y Angélica en la cama. Ellos no estaban acostumbrados a trasnochar.
Abordé el transporte de las siete de la mañana hacia la ciudad. Tenía tanto sueño por el desvelo que me quedé dormida los cuarenta y dos minutos que duró el viaje.
El tiempo apremiaba, por eso no hice escalas y fui directo a la casa de Nicolás.
Mi sorpresa fue encontrarlo ya despierto, en el pórtico con su mesa en la que ponía todos los sombreros. Cada vez aumentaba más los modelos y tamaños.
Nicolás no estaba solo. Con solo verle la espalda supe que se trataba de la mentada Lupita. El rebozo cubriendo la cabeza solo podía ser de una señorita o de una quedada. La segunda opción fue la correcta.
Los dos organizaban los sombreros y noté algunas miraditas atrevidas de parte de la “señorita”.
Llegué cerca de la mesa y la primera en reconocerme fue ella. Se puso tan pálida que parecía haber visto un espectro.
Ahí logré inspeccionarla mejor gracias a la luz de la mañana. A mi juicio no era tan agraciada, su nariz era ancha y sus ojos muy pequeños. Calculé que tenía unos treinta y cinco años. Que fuera de estatura alta y medio esbelta le daba un punto a su favor.
Nicolás no se percataba de mi presencia, por eso tuve que pararme a su lado y le piqué el hombro.
Él reaccionó, moviendo rápido el brazo hacia atrás.
Cuando me vio, se detuvo.
—¡Ey! Por poco y te suelto un golpe.
—Cálmate, te va a dar azúcar del susto. —Sonreí un poco, pero al recordar a lo que iba, se me borró por completo. Avancé un paso hacia adelante y me incliné hacia él—. Me urge hablar contigo.
Lo siguiente que hice fue entrar a su casa. Por suerte no tenía seguro.
Nicolás fue detrás de mí.
En cuanto estuvimos adentro los dos, aventé la puerta y giré a encararlo.
—¿No que nada más era la cocinera? —Fingí estar molesta y señalé hacia afuera… O quizá no fue fingido del todo.
Él entrecerró los ojos.
—Me ayuda a vender —se apresuró a responderme—. Ni siquiera le pago, lo haré hasta que tenga ganancias. Te dije primero a ti y me mandaste al carajo.
Crucé los brazos y resoplé.
—Ya, habla claro, ¿te gusta la mosquita muerta?
—¡Qué te importa! —Imitó mi postura.
Di una vuelta lenta. Todo estaba limpio y ordenado.
—Pues nomás quería saber. —Pasé un dedo sobre la mesa. Ni un poco de polvo. Lo confirmé, la Lupita no era solo la cocinera—. Si mis hijos van a tener madrastra, sería bueno que me avisaras.
Nicolás elevó ambas cejas.
—¿Así como me avisaste que el cangrejito ese está para padrastro?
Me fue imposible no reír.
—¡Grosero! —Medio tapé mi boca.
—Y a todo esto, ¿dónde anda? Porque no lo vi el domingo. ¿Le da miedo conocer a la suegrita que se va a ganar?
Confirmé que Joselito no fue al concurso. Mi pecho vibró al saber que me mintió.
—No sé dónde esté. Quedó de ir. —Bajé la voz, pensativa—: Supuse que sí llegó.
—¿Vas en serio con él? —Se recargó sobre la pared y me contempló.
—Muy en serio. —O al menos ese era mi objetivo.
—Si yo fuera tú, lo investigaba bien. Capaz y tiene un corazón en cada puerto.
Reí, sarcástica.
—Si bien que conoces ese tipo de mañas.
Él asintió, reflexivo.
—Por eso te lo digo. ¿Quieres que lo investigue por ti? Lo haría gratis.
—No, no te apures. —Continué decidiendo sobre lo que haría en cuanto lo viera, pero no concluí nada—. Ya me encargo después. —Era momento de contarle la finalidad de mi visita—: Vine por algo mucho más importante.
Parecía que Nicolás era capaz de leer mi mente, porque lo adivinó sin que yo lo pronunciara. No sé, tal vez fue por cómo cambié de semblante o por las ojeras que cargaba gracias al largo desvelo.
—¿Celi? —preguntó, pero fue más una confirmación—. ¿Por eso te fuiste?
Asentí despacio.
—Falleció el mismo domingo en la noche.
Nicolás se quitó el sombrero café, lo sostuvo sobre su pecho y con la otra mano se persignó.
—Dios la tenga en su santa gloria a mi prima.
—Hay que ir al entierro. Mejor cámbiate y nos vamos juntos. —Pasé a sonar más aniñada—: Espero que la Lupe no se enoje.
—¡Ah! —bufó. Luego tocó su cabeza—. ¡Que ya! No es nada mío, entiende, mujer loca. —Mientras se quejaba, se dirigió hacia el baño—. Suficiente tengo con una celosa, como para hacerme de otra.
Lo perseguí y me quedé parada afuera. Logré escuchar que las prendas caían al suelo.
Aguardé en ese sitio por un rato.
En la esquina de la pared llamó mi atención un listón azul colgado en un clavo. Me acerqué para revisarlo.
—¿Y este moño de qué es? —le pregunté en voz alta para que oyera.
Ni el eco del baño ni el constante goteo del agua impidieron que entendiera sus palabras:
—Un premio por estar sobrio durante cincuenta días seguidos —me respondió.
Yo no comprendía bien.
—¿Vas a una escuela de borrachos?
La regadera rechinó cuando la cerró.
—Es un grupo de apoyo —continuó él—. Mi problema no se quita así nada más.
De pronto, la puerta se abrió de un tirón.
—¡Oh! Te felicito —apenas dije.
Nicolás salió de bañarse envuelto en una toalla corta que apenas y tapaba sus partes privadas. Él no poseía un cuerpo igual de trabajado que Joselito. Sus brazos se ensancharon con el paso de los años y una pancita le sobresalía. Aun con eso, nadie podría considerarlo como un hombre desagradable. Ese día en especial llamó mi atención que había mejorado su estado físico. Su piel morena estaba recuperando su envidiable brillo. Las gotas del agua lo recorrían lento desde el cuello hasta las caderas.
Al tenerlo cerca así de descubierto, me ruboricé. Y, a pesar de que no lo busqué, mi cuerpo respondió ante la imagen con una punzada en el pecho. De pronto me acaloré y apareció la humedad en donde no debía.
Nicolás comenzó a secarse el cabello con otra toalla, justo frente a mí.
—¿Va a ir tu adorable mamita? —Lucía tan despreocupado.
—No.
Lo seguí con la vista sin planearlo.
Él entró a su habitación y continuó hablando desde allí:
—Estás evitando que se encuentre con el viudo, ¿verdad?
Permanecí en el pasillo y no me asomé ni por error. De hacerlo habría caído en la tentación.
—Pero claro que sí. Con el viudo y con todos los Quiroga.
Los dos conversábamos a la distancia.
—Vaya, no esperaba sinceridad de tu parte.
—Tengo miedo de que se le suelte la lengua. No sé cómo va a tomarlo Alfonso. Retrasaré todo lo que pueda el momento y a lo mejor mi madre se vuelve a ir de paseo.
Adentro los objetos sonaban al ser movidos.
—¡Ojalá! Aunque, pasará alguna vez, eso no lo dudes. Doña Felicia no se caracteriza por ser prudente.
—Sí, pero no será hoy —me convencí.
Nicolás demoró unos dos minutos más y después se presentó, todo de n***o, incluyendo el sombrero.
—Estoy listo. —Abrió los brazos—. ¿Qué tal?
Lo observé de pies a cabeza. ¡Sí, estaba impecable! Limpio, peinado y perfumado. Tenía la barba bien recortada y echó su cabello para atrás. Cada vez parecía más saludable.
Que me dejara anonadada era extraño y preocupante, pero lo dejé de lado porque debíamos apresurarnos.
—Vámonos —lo invité.
Primero salió él. Cuando lo hice yo, me di cuenta de que ya estaba dándole instrucciones a la tal Lupita. La mujer esa no me miró.
Luego nos retiramos.
Al cuarto para las nueve ya nos encontrábamos en el transporte.
La misa que el padre Jacinto dio fue conmovedora. Su acólito era eficiente y servicial, demasiado servicial.
Jamás olvidaré aquella imagen frente al púlpito. A los costados de la difunta se mantenían de pie Esteban y Alfonso, los secundaban los padres y los hermanos. Allí estaba el cuerpo inerte de una dama, el rostro destruido de un hombre desolado, el fin de un matrimonio sólido; la despedida de una madre, una hija, una hermana, una amiga como pocas.
Incluso los amigos más lejanos asistieron. Florencio y Erlinda estuvieron presentes también. Isabel y Filemón llegaron justo cuando estaban enterrándola.
El llanto no faltó cuando el ataúd fue cubierto con la tierra. Allí se quedaría Celina, en su eterna morada a la que sus seres queridos podrían ir a honrarla, donde tendrían oportunidad de desahogarse cuando lo necesitaran.
En cuanto terminó el entierro, me acerqué a Alfonso para darle un abrazo. Lo noté más controlado que el día en el que permitió que lo viera quebrarse.
Cuando Alfonso retrocedió, descubrí a Esteban, parado, callado y solo.
Estaba tan afectado que, sin meditarlo, me moví hacia él.
—Mi más sentido pésame —le dije.
Sé que no debí hacerlo, que tenía que mantenerme al margen, ¡pero no lo pensé y rodeé su cintura con mis brazos! Lo sostuve firme.
Él no respondió mi gesto. Sus brazos permanecieron el mismo lugar, rígidos.
A pesar de eso, me sentí satisfecha por haber cumplido con mi papel de consuegra.
En mi nariz quedó impregnado el aroma natural que expedía y que por tantos años añoré volver a oler.
Ese fue el único contacto que tuvimos, veloz y frío, y en circunstancias lamentables. Imaginé que no se volvería a repetir. Tocarlo era un error imperdonable para mí.
Hasta que terminó el novenario se me ocurrió ir a ver a doña Rosana para preguntarle sobre el que, se suponía, era mi pareja sentimental.
La encontré concentrada regando sus pinos enanos.
—Vecina —la llamé—, ¿sabe algo de Jose? Estoy preocupada por él.
Doña Rosana abandonó el orden de regado y me prestó atención.
—¿No te avisó que le salió un pedido grande y se fue a la costa?
—No, no me dijo. —Me sentí ofendida por la poca consideración de Joselito. Yo comprendería sus apuros porque el trabajo era importante, pero irse de esa manera y sin siquiera una nota excusándose me pareció una grosería.
—Discúlpalo —lo defendió mi vecina—. Es un despistado de lo peor, pero lo tienes encantadísimo, eso sí.
«Ajá, tan encantado que no es capaz de tomarme en cuenta», me quejé sin externarlo.
—Cuando vuelva, dígale que me gustaría verlo, por favor.
—Lo haré. —Doña Rosana me regaló una cálida sonrisa y después continuó con su tarea.
Esperé durante una semana el regreso de Joselito, y ¡nada! Ni una visita o señales de haber llegado a la ciudad. Si él pretendía avanzar en la relación, iba a tener que comenzar a ser más atento conmigo.
En esos días, a Fermín, Salvador y Joaquín me los encontré en la marisquería el miércoles que tuvimos trabajo. No me dirigieron la palabra al principio, pero bastó que les explicara mis motivos para que bajaran la guardia. Resultó que quedaron en octavo lugar y después se fueron a hacer tremendo festejo que duró hasta el amanecer.
—Vendrá otra oportunidad, ya verán —nos animó Joaquín.
Me enterneció saber que seguían incluyéndome.
Lo cierto es que no sabíamos si tendríamos otra oportunidad. A veces solo llegan de a una y si las dejas pasar no regresan.
Decidimos que se lo dejaríamos al destino.
¡Otra semana completa transcurrió y ni rastro de Joselito! En ese punto ya estaba enojada, más que ofendida. Incluso armé discusiones en la mente para cuando por fin se presentara. En todas salía ganando yo.
Diecisiete días después del Levantamiento de Cruz de Celina, tocaron a mi puerta.
Me preparé para argumentar todo lo que ensayé. ¡Estaba lista! Pero en cuanto abrí, descubrí que no se trataba de Joselito. ¡Era Constanza! Que ella estuviera en la ciudad un lunes era una mala señal.
Me hice a un lado para que pasara.
Se notaba intranquila y daba pequeñas medias vueltas.
—De una vez dime —la incité. Los rodeos agotaban rápido mi paciencia.
Lo primero que me vino a la cabeza fue que Coni había quedado embarazada en un descuido. Apenas preparaba los regaños, cuando ella inició:
—Alfonso está en el carro. —Apuntó hacia afuera—. Le pedí que me esperara. —Vaciló un instante—. Lo hice porque quería decirte que se le metió la idea de dejar la escuela. —El ritmo con el que salían sus palabras se aceleró y me tocó del brazo—. ¿Qué puedo hacer para que no lo haga? Ya casi termina las materias, no puede abandonar la carrera, así como así.
La desesperación que la controlaba me tomó desprevenida.
—Pero ¿por qué?
Coni respiró hondo antes de continuar:
—Su papá está muy mal. Desde que terminaron los rezos se la ha pasado tomando y no sale de su cuarto ni para comer. Ayer hicimos de todo para convencerlo de que se fuera con nosotros, pero ni siquiera aceptó moverse de esa casa. Alfonso planea quedarse con él y así evitar que… haga una locura.
Imaginé a Esteban tirado en el suelo y con una botella a un lado, justo como tantas veces vi a Nicolás.
—¿Una locura como matarse?
Constanza bajó la cabeza.
—Sí —respondió, terminando en un suspiro—. Desechamos medicamentos y productos tóxicos. Las herramientas quedaron bajo llave, por cualquier cosa. —Se encogió de hombros—. Pero ni así Alfonso se siente conforme.
—¿No se puede quedar otra persona para acompañarlo?
La idea de dejar los estudios era reprobable. Celina estaría decepcionada si su hijo terminaba por salirse a medias.
—Los tíos se han turnado —prosiguió mi hija—, pero cada quien tiene sus responsabilidades con sus familias. A doña Esperanza no le quieren decir porque es una persona mayor y puede afectarle ver a mi suegro así.
Ambas sabíamos lo que Coni buscaba, era fácil conocer sus intenciones.
—Dile a tu marido que venga —le pedí, una vez que tomé la decisión.
Ella se fue y regresó enseguida, acompañada de mi yerno.
Los invité a sentarse en la sala y me senté frente a Alfonso para que me escuchara fuerte y claro:
—Debes saber que le prometí a tu madre que estaría para ti en lo que necesitaras «y para tu papá también» —pensé, pero esa parte no se la conté por obvias razones—. Quédate tranquilo. Yo voy a ir a darle sus vueltas en las mañanas a don Selso.
La sombría cara de Alfonso se iluminó.
—¿De verdad? —preguntó, asombrado.
—Sí, sí —le confirmé—. Sé cuidar dolientes, ya lo he hecho.
Él se levantó y me sostuvo de las manos. Coni se quedó de pie a su lado.
—¡Muchísimas gracias, suegra! Me tiene muy preocupado mi papá.
—Te comprendo. —Perdí a mi padre en una penosa situación en la que ni siquiera fuimos merecedores de un novenario completo—. También entiéndelo, está pasando por un momento difícil de sobrellevar.
—No sé cómo agradecerle. —Su barbilla empezó a temblar y una línea brillante apareció en el borde de sus ojos—. Por favor, permita que le deje dinero para los pasajes y lo que necesite. Yo de todos modos vendré cada semana o cada quince días a visitarlo. A lo mejor en una de esas termino por convencerlo de que se vaya con nosotros.
Sujeté a Alfonso del hombro.
—Agradéceme no saliéndote de la escuela. Es la herencia verdadera que te dejarán tus padres, cuídala porque tu madre tenía toda su fe en ti.
—Está bien, así lo haré. —Estaba conmovido por completo.
Un nuevo abrazo nos unió. De suegra a yerno nos hicimos saber la estima que teníamos el uno por el otro.
—Tu papá se recuperará, ya lo verás —le dije, después de soltarnos.
«Tal como Celina hizo años atrás, lo cuidaré. Solo lo cuidaré y luego me alejaré lo más que pueda», me mantuve convencida
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[1] El lorazepam se usa para aliviar la ansiedad. También se usa para tratar el insomnio causado por la ansiedad o el estrés situacional temporal.