1: El Laberinto Dorado de Dubái

2095 Words
Narrador Omnisciente. La vida, para Selena y su hija Shana, acababa de iniciar su capítulo más audaz en Dubái, la metrópolis del lujo desmedido y las ambiciones ilimitadas. En ese momento, sin embargo, el glamour de la ciudad se había reducido al interminable desfile de tejidos y maderas. Ambas se encontraban en el showroom de una prestigiosa tienda de diseño, inmersas en la elección del mobiliario para su nuevo y lujoso departamento. Para la pequeña Shana, de cinco años, la visión de sofás modulares y camas king-size no era precisamente la emoción que prometía la ciudad. —Mira esto, mi cielo —dijo Selena, su voz vibrando con el entusiasmo de un nuevo comienzo mientras señalaba una butaca de terciopelo. Sujetó la mano de la niña, tratando de contagiarle su emoción—. Quedaría genial en tu nueva habitación. ¿Tú qué dices? ¿Te gusta? Shana le devolvió una mirada cargada de hastío, sus labios formaban un puchero irremediable. —Mami, estoy aburrida. ¿Podemos ir al parque? ¿O al menos por un helado? —rogó, utilizando toda su artillería de ternura. Selena suspiró, la sonrisa forzada. —Ahora no, nena. Debemos elegir esto cuanto antes. Ya no me queda mucho tiempo para empezar mi trabajo en la boutique, y no podemos mudarnos hasta que tengamos dónde dormir. Sé paciente. Shana dejó escapar un suspiro teatral. Realmente aburrida, dirigió su vista hacia la calle, observando cómo familias despreocupadas y otros niños, con conos de helado derritiéndose en sus manos, pasaban por delante de las vidrieras. Lo que ella anhelaba no era un sillón, sino la sencilla diversión: jugar con su madre en un parque, bajo el sol, y compartir un cremoso helado. Pero su madre, siempre concentrada en la supervivencia y el progreso, parecía estar en otro planeta. Miró a Selena, absorta en la elección de unas cortinas, y luego a la tentadora abertura de la calle. Mamá está ocupada... Solo será un momento. Con la cautela de un pequeño espía, se deslizó del showroom y se apresuró a cruzar a la inmensa plaza central. El lugar era un derroche de belleza: una fuente monumental en el centro, mármol pulido y palmeras impecables. Pero el sueño de Shana se desvaneció: no había un columpio a la vista, ni tampoco traía dinero para su anhelado helado. —Será mejor que vuelva con mami —murmuró. Se dio la vuelta, pero la arquitectura del lugar se había transformado en un laberinto de pasajes idénticos. —¿Dónde era? —Se llevó las manos a la boca. No reconocía el camino de vuelta. —Oh, no. Caminó sin rumbo, sintiendo cómo el gigantesco e impersonal centro comercial se encogía a su alrededor. Para colmo, las personas que pasaban hablaban en idiomas incomprensibles. La derrota la obligó a desplomarse sobre una banca, su pequeño cuerpo temblando mientras la angustia y el miedo comenzaban a dominarla. Una lágrima solitaria abrió el camino, y pronto se rompió en un llanto desconsolado. —¡Mami... Mami! ¡Quiero a mi mamá! —sollozó a voz en grito. —Hal 'ant bikhayr ya fatatan? «¿Estás bien, niña?» —preguntó una voz. Shana levantó la mirada para encontrarse con tres adolescentes que la observaban con una mezcla de curiosidad y preocupación. —Quiero a mamá —logró articular entre hipos, su acento extranjero evidente. Los jóvenes se miraron, sin comprender más que la esencia del dolor de la niña. El español no era parte de su repertorio. —Madha ealayna 'an nafeal alan ya 'akhi? Tabdu alfatat alsaghirat dayieatan «¿Qué debemos hacer ahora, hermano? Esta niña parece perdida» —preguntó Ikram, el menor. —Lays ladaya 'ayu filra «No tengo ni idea» —respondió Jameel, el mayor. Su rostro se tensó con una idea—. Sayataeayan ealayna 'an nakhudhaha 'iilaa waldina, fahu bialtaakid yaerif kayf yatahadath lughatuha «Tendremos que llevarla con nuestro padre, seguro que él sabe hablar su idioma». —¿Me llevarán con mi mamá? —preguntó Shana, sus ojos brillando con una repentina y desesperada esperanza. Los chicos, aunque no entendieron las palabras, captaron la súplica en su tono y simplemente asintieron. Ikram, el más joven, tomó su mano y la guio con delicadeza hacia el impresionante hotel donde su padre, Hakam al-Ebrahimi, presidía. Shana no podía dejar de mirar el gran edificio: el cristal, los mármoles y los tonos dorados eran más grandes y brillantes que cualquier cosa que hubiera visto. —Lindo —susurró, pegando su rostro a la ventana panorámica del ascensor. Los tres hermanos la observaban, fascinados por su candidez. Al salir, caminaron por un pasillo opulento hasta una gran puerta de madera tallada con incrustaciones en bronce y dorado. Era la oficina ejecutiva. —'Abnayiy «Mis hijos» —dijo una voz grave y autoritaria. Hakam al-Ebrahimi, un hombre cuya presencia llenaba la vasta oficina, se levantó de su escritorio de caoba. Iba a recibir a sus hijos, pero se detuvo en seco al notar a la niña, una visión hermosa y diminuta, aferrada al brazo de Ikram. —Man hi tilk alfataat alsaghiratu? «¿Quién es esa niña?» —preguntó, su voz suavizándose levemente, con una pregunta silenciosa dirigida a sus hijos. Saalim, el del medio, tomó la palabra. —Kunt wahdi 'abki fi alsaaha. Nurid musaeadataha lakinaha tatahadath biallughat al'iisbaniat faqat «Estaba sola llorando en la plaza. Queremos ayudarla, pero ella solo habla español». —Jayid jidana «Muy bien» —Hakam se acercó, su porte imponente se disolvió en una inesperada ternura. La tomó en sus brazos con una naturalidad sorprendente—. Hola, pequeña. ¿Cómo te llamas? —Soy Shana Watson. ¿Y usted? —Soy Hakam al-Ebrahimi —respondió, examinándola con una intensidad que notó incluso Shana. Era innegable la ráfaga de felicidad que le provocaba tenerla ahí. Señaló a sus hijos—. Ellos son Jameel, Saalim e Ikram. Shana rió, una nota cristalina que resonó en el silencio de la oficina. —Me gustan sus nombres. —A nosotros el tuyo, pequeña —dijo Hakam con una sonrisa genuina—. ¿Sabes cómo se llama tu madre? —Sí, ella se llama Selena Watson. —¿Y cómo te separaste de ella? —Es que me fui a buscar un parque, pero no lo encontré. Y luego se me olvidó dónde debía regresar. —Nunca debes alejarte de tu madre. Ella debe estar muy angustiada. —Ante la tristeza que ensombreció el rostro de la niña, Hakam suavizó la voz—. ¿Sabes su número de teléfono? —Sí —Shana abrió el pequeño bolso cruzado que llevaba y sacó una tarjeta de presentación laminada. Se la entregó al hombre con la solemnidad de un documento oficial—. Ese es su número. —Muy bien. Vamos a llamarla para que pronto te llevemos con ella. —Hakam fue a su escritorio, aún con Shana acunada en sus brazos, marcó el número y esperó. —Hola, mi nombre es Hakam y mis hijos encontraron a su hija —dijo él apenas la llamada se conectó. —¡Oh, Dios! ¡Gracias! ¡Muchísimas gracias! —La voz de la mujer al otro lado era un suspiro de alivio, la desesperación anterior dejando un eco perceptible. —La pequeña está perfectamente. Podemos encontrarnos en la plaza donde la encontramos. ¿Le parece? —Sí, sí. Por favor, de verdad, muchas gracias. Me sentía totalmente desesperada al notar que no estaba junto a mí. —Bueno, ya no tiene por qué preocuparse. La tendrá con usted en pocos minutos. Al colgar, Hakam, sus tres hijos, y Shana partieron de inmediato hacia la plaza. Una vez allí, Hakam envió la ubicación exacta a Selena y esperaron. —No vuelvas a alejarte de tu madre, mi niña. Podría pasarte algo grave. —Sí, señor —dijo Shana, jugando con sus dedos, invadida por la culpa. Al fin, al alzar la vista, vio una silueta conocida. Una gran sonrisa iluminó su rostro—. ¡Mami! Hakam siguió su mirada. La mujer que se acercaba era, simplemente, hipnotizante: increíblemente hermosa, con un sorprendente cabello rubio enmarcando unos ojos idénticos a los de Shana. Bajó a la niña, que corrió sin dudar a los brazos de su madre. Hakam las siguió a distancia, observando el reencuentro: los abrazos apretados, los besos de alivio. —Gracias —dijo Selena, con los ojos húmedos de lágrimas no derramadas—. No sabía qué hacer. Dubái es tan inmenso que me sofocaba al pensar que mi hija estaba sola en estas calles. —Shana no tuvo mala intención, solo fue curiosa. —Estaba muy aburrida en la tienda, supongo que creyó que ir al parque sería su salvación —Selena besó la mejilla de su hija, un acto de profunda gratitud. —Es una niña hermosa y muy elocuente —Hakam, incapaz de resistirse, acarició el cabello castaño de Shana, quien le dedicó una risita. Selena observó el afecto inmediato que Shana le dispensaba a aquel extraño, sintiéndose a la vez aliviada y sorprendida. —Sí, es muy inteligente, pero, después de todo, sigue siendo mi bebé. —¡Mami! —Shana interrumpió, su nueva misión recordada—. Quiero un helado. —Claro, mi amor, iremos después por uno. —Si quiere, mis hijos pueden acompañarla por uno. Así ambas tienen un momento para tranquilizarse después de lo que ha pasado —sugirió Hakam, en un impulso apenas disimulado de prolongar su tiempo con Selena. —No quisiera molestarlos más —contestó ella, sintiéndose apenada por la intromisión en su día. —Tranquila. Es un placer, de verdad. Y así, los tres hermanos al-Ebrahimi y Shana se dirigieron a la heladería más cercana, mientras Hakam y Selena se quedaron sentados en una banca de la plaza. —Habla un español excelente —comentó Selena, su voz teñida de admiración. —Debo hablar más de cinco idiomas en mi posición. Mis hijos también son poliglotas, pero el español aún no está en su programa de estudios. —Es realmente sorprendente —Ella suspiró, el alivio inundando sus gestos—. Debió interrumpir su trabajo. Lo siento mucho. —No tengo problema con eso. De hecho, puedo dejarlo cuando sea necesario. Además, es la primera vez que veo a mis hijos tan... solidarios con alguien de fuera. Es refrescante. —La entiendo. Mi Shana también es bastante reservada. Hakam la miró, casi hipnotizado por la luz en sus ojos. —Imagino que su padre debe estar igual de preocupado. Debería llamarlo —dijo, y sintió un inoportuno nudo en el pecho ante la idea de que una mujer tan hermosa estuviera comprometida. Selena sonrió con una melancolía repentina. —Shana no tiene padre. Solo somos ella y yo. Vine a Dubái por trabajo y la esperanza de una vida mejor para las dos. —Debe ser muy difícil criar sola a una hija. —Lo es, a veces. Pero vale completamente la pena. —¡Mami! —Shana regresó corriendo, agitando su cono de helado con tres sabores—. ¡Es gigante mi helado! —Muy grande, mi amor. ¿Dijiste gracias? —Sí, pero creo que no me entendieron —hizo un tierno puchero. —Pronto aprenderás el idioma. Ikram se acercó con unas bebidas en la mano, una para su padre y otra para Selena. Los tres hermanos se sentaron en una banca cercana, atentos, pero discretos. —Sus hijos se ven muy grandes —mencionó Selena, sin dejar de observar a Shana, que compartía risas con los chicos. —El mayor tiene quince años. —Oh. Mi niña solo tiene cinco. Y la verdad, no me gustaría que creciera jamás. —Suele pasar. Mis hijos crecieron demasiado rápido —Hakam exhaló un suspiro de nostalgia compartida. —Los tres se parecen mucho a usted —Selena miró a Hakam, permitiéndose reconocer el atractivo sobrio y poderoso que portaba. Hakam al-Ebrahimi le sostuvo la mirada. Sus ojos se encontraron con los de Selena, y el mundo exterior se desvaneció. El silencio se llenó con el rápido latido de sus corazones, una conexión eléctrica e inesperada. —Y Shana se parece a usted —respondió, su voz apenas un murmullo—. Ambas son muy hermosas. —Gracias —Selena sonrió, y ambos regresaron la mirada a sus hijos, rompiendo momentáneamente la intensidad. Para ambos adultos, ese encuentro fortuito había sembrado algo que nunca antes habían experimentado. Ni siquiera con sus antiguas parejas. Era un inicio, tan brillante y peligroso como el oro de Dubái.
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