Una comida

3051 Words
Alejandro Cross Esperar no era un problema. La espera refinaba el carácter, enseñaba paciencia, poder. Quien no sabía esperar, no merecía mando. Yo sí. De pie, en la entrada principal de la mansión, con el mármol reluciente bajo mis pies y los ventanales filtrando la luz grisácea de la mañana, me sentía exactamente donde debía estar. Todo en mí hablaba de control: la camisa de lino n***o sin una sola arruga, la corbata de seda, el saco a la medida, los zapatos pulidos al nivel del reflejo. Incluso el aire parecía respetar mi presencia, manteniéndose denso, contenido. La mansión no era solo mi hogar; era mi fortaleza. Las reuniones con las mafias extranjeras solían celebrarse en hoteles, salones privados, bodegas seguras. Pero esta vez, no. Esta vez quería un mensaje claro: “Estoy tan confiado en mi posición que abro las puertas de mi casa.” Y los Altounis y los Kouris, astutos, sabían leer entre líneas. El lujo les hablaba. La opulencia, la disciplina, la brutalidad cubierta con oro. Desde hace media hora, los esperaba. El jefe de seguridad vigilaba el perímetro y el ala este estaba cerrada, impenetrable. No dejaría nada al azar. Giré apenas el rostro, apenas un movimiento semicircular, para dar la orden: —Ve por Ivy. Mi voz era controlada, fría. Sin necesidad de elevarla, transmitía autoridad. Mi hombre de seguridad, asintió, como si la orden fuera un ritual sagrado, y desapareció. En mi mundo, una sola instrucción bastaba. La vida me había enseñado eso. Los minutos se deslizaron. Cortos, silenciosos, precisos. Entonces, el tacto de tacones resonó en el mármol, y el sonido se convirtió en un golpe en la quietud. Volví el rostro lentamente. Ivy. Su vestido, una obra maestra, delineaba su figura como un dibujo de Rafael: imponente, elegante, letal. El recogido en su cabello, el maquillaje sutil, pero suficiente para endurecer la línea de su mandíbula—todo un escudo, una declaración. Había algo en su mirada que no era desafío, sino una decidida determinación. Una fortaleza que no revelaba aún qué escondía, pero que radiaba un mensaje claro: no iba a doblegarse. Y por un instante, admito, me sorprendió. No por su belleza—eso siempre lo había sabido—sino por la forma en que la había usado como una armadura, desgastando la confianza en mí con cada paso. Nuestros ojos se encontraron. Ella, tensa, sus labios apretados en una línea inmutable. La bajó por una fracción de segundo, como si tratara de esconder alguna emoción, pero recogió la compostura en un instante. La espalda recta, pero cada paso suyo, cada respiración, parecía una línea invisible que intentaba marcar distancia. Di un paso hacia ella. Antes de que pudiera dar otro, Ivy retrocedió, un movimiento sutil, pero perceptible, como una cuerda floja que se tensara. La diferencia era mínima, pero suficiente: ella recordaba quién tenía el control. —No sé por qué tanto alboroto por una comida. Además, no tengo hambre. —murmuró, sin vacilar, con una voz cortante, casi una declaración de resistencia. Sonreí, levemente, pero con un frío que dejaba claro que no me impresionaba. La predecibilidad era una virtud en este juego. —Qué coincidencia. Yo tampoco. —Me acerqué un poco más, bajando el tono como si compartiera un secreto venenoso— Pero hoy, Ivy, no has venido solo a comer. Sus ojos se alzaron con altivez. —¿Entonces, para qué estoy aquí, Alejandro? ¿Para que te adorne como un trofeo ante tus socios? La palabra “trofeo” atravesó el aire como una flecha, pero no me molestó. Al contrario, mostró que empezaba a entender las reglas del juego. La lucha de poder que enfrentábamos. —Para que seas mi esposa. —dije con una frialdad que cortó el silencio como un cuchillo—. Un símbolo de estabilidad, de poder. Nada que no puedas manejar si te portas bien. Ella apretó los dientes, y en ese instante, la tensión se hizo palpable. Pude ver cómo cada músculo se tensaba, cómo su mirada ardía con un fuego que intentaba no dejarse dominar. —¿Y si no lo hago? —su voz sonó, baja, desafiante, como una chispa en la pólvora. El silencio se espesó, y la distancia entre nosotros se hizo aún más evidente, casi tangible. La dejé momento para que el reto flotara en el aire, para que sintiera que podía jugar esa carta, pero sabía que nada sería gratuito. Me inclinó levemente, dejando escapar una sonrisa seca, casi un susurro de peligro: —Entonces, me veré obligado a recordarte que soy tu esposo. En papel. Desde anoche, ante el mundo. Ante mis enemigos. Ante mis socios. Pero aún me falta que lo seas en nuestra cama. ¿Será esta noche, querida esposa? —susurré con voz controlada, como quemando la paciencia. —Alejandro...—su voz tembló por la ira que empezaba a aparecer en sus ojos grises, volviéndolos más rabiosos que antes. —Pero hoy no es el día para eso, ¿verdad?—Ella no respondió. Solo sus ojos ardían, en una mezcla peligrosa de desafío y miedo contenido. La tensión era insoportable. —Solo sonríe, Ivy —continué, deslizando la mano hacia dentro de mi saco para ajustar el reloj—. Asiente, mantén la calma. Finge que todo está bien. Si haces eso… te dejaré en paz después de la comida. Antes de que pudiera decir algo más, giré lentamente, como si alejarme de una amenaza latente, y avancé hacia la entrada principal. Moví solo la cabeza, en señal de mando, y mi jefe de seguridad se acercó, tan silencioso como una sombra: —Han llegado —dijo, en un susurro. Asentí, duro, imperturbable. —Llévalos al salón de recepción. En cinco minutos vamos. Y cuando di la espalda, Ivy seguía allí, de pie donde la había dejado, el vestido ondeando lentamente, en una danza silenciosa, con el aire acondicionado. Pero su mirada había cambiado. Ya no era perdida o sumisa. Ahora, era calculadora, una estratega en silencio, evaluando, planeando. No me importaba. Podía jugar a creer que tenía la última palabra, pero en este tablero, yo era quien movía las fichas. Ella solo jugaba para mantenerse en la partida. Y eso, al final, era suficiente. Desde el ventanal del salón de recepción, podía ver los autos blindados detenerse en la curva de la fuente. Negros, opacos, sin placas visibles. Habían llegado. No hacía falta que alguien anunciara su presencia; en este círculo, la discreción era la regla de oro. Ivy entró segundos después que yo, flanqueada por dos asistentes como si fuera una figura ceremonial. El vestido color vino oscuro que llevaba parecía casi una armadura de sedas y encajes, una reina en su trono. Sus ojos, esa tormenta que siempre amenaza con romper las reglas, ahora parecían dos armas en reposo, pero con un brillo que sugería que la guerra aún no había terminado. No la miré todavía. El protocolo antes que todo. Los Kouris entraron primero: Dimitri, con su traje gris pizarra y su mirada de hielo, seguido de su esposa, Helena, una mujer menuda con una expresión como si hubiese visto arder ciudades. Luego, los Altounis: Christos, más joven pero igual de letal, con una sonrisa falsa en los labios, y su esposa, Natalia, elegante como un puñal disfrazado de terciopelo. —Bienvenidos a mi casa —dije, extendiendo la mano con una sonrisa cortés. Los saludos fueron breves, tensos. Todos sabíamos exactamente por qué estábamos allí: armas, rutas, lealtades disfrazadas de promesas. Ivy se mantuvo detrás de mí, silenciosa, pero su presencia era un peso que todos notaban. Helena Kouris la observó cuidadosamente, evaluando cada gesto, cada línea de su rostro. Natalia sonrió con pose de suficiencia, aunque en sus ojos se adivinaba una curiosidad inquietante. —Tu esposa —dijo Dimitri con voz profunda— no participó en nuestra última reunión en Nueva York. Me giré apenas, como si acabara de recordar algo insignificante. —No lo estaba. Pero hoy quería que conocieran lo más valioso que tengo. —hice las presentaciones, no se me pasó por largo, la forma en que ambos hombres, miraron a Ivy, ese brillo de admiración por su evidente belleza. Esos ojos que resaltaban con el vestido que tenía puesto. Un vestido que añoré por quitar, no, por destrozar y hacerla mía. "Cálmate Alejandro" Sabía lo que hacía. En este mundo, mostrar algo precioso era una apuesta. O lo protegías… o lo exponías y dabas permiso para que lo tocara el enemigo. Ivy sostuvo la mirada de Dimitri sin pestañear. La tensión entre nosotros se palpaba en el aire, una electricidad que hacía que cada respiración fuera un susurro. —Brindemos, entonces —propuesta con una sonrisa—. Por los acuerdos que perduran. Los mayordomos sirvieron vino rojo en copas de cristal fino. El sonido del cristal al chocar fue suave, casi un secreto susurrado en medio del silencio. —Por los lazos que nos unen —dije, levantando la copa. —Y por los enemigos que no lo hacen —añadió Christos, con esa sonrisa torcida que siempre ocultaba algo más. Las copas se vaciaron lentamente. La conversación empezó a fluir, entre palabras disfrazadas y miradas cortantes. Ivy permaneció a mi lado, atenta, con sus dedos rozando a veces el borde de su copa, manteniendo esa actitud de quien tiene algo que decir… pero se lo traga, como siempre, perfectamente contenida. Fue entonces cuando Natalia, que parecía disfrutar de cómo todos jugábamos la misma partida, rompió el guion. —¿Y cómo es vivir con un hombre como Alejandro?—preguntó, con esa sonrisa dulce pero venenosa. El silencio quedó suspendido. Todos la miraron, incluyendo a Ivy, que mantuvo la misma expresión impasible. Pero su mirada cambió. Una chispa, un destello desafiante. Entonces, Ivy sonrió. No con los labios, sino con los ojos. Una mueca medida, casi una provocación. —Interesante. —respondió, tomando un sorbo de su vino sin apartar la vista de Natalia—. Como caminar todos los días sobre hielo delgado… pero con un vestido caro. La respuesta fue como un golpe. Dimitri rió, Christos también, y Helena murmuró un "bien dicho" en griego, con una sonrisa que parecía más una advertencia que un cumplido. Mi mandíbula se tensó. Pero no dije nada. Porque, en realidad, esa maldita respuesta había sido perfecta. El resto de la comida transcurrió entre miradas cargadas de significado, acuerdos en silencio y códigos que solo nosotros entendíamos. Ivy no volvió a hablar, pero su silencio se volvió más potente, más incómodo y seductor a la vez. Luego, en el momento justo, hice una seña a mi jefe de seguridad. —Prepara el salón privado. Mantén el ala este cerrado hasta nuevo aviso. No quiero interrupciones. —Sí, señor. Me giré hacia los invitados. —Si son tan amables de acompañarme… el verdadero negocio empieza ahora. Todos se pusieron de pie, incluyendo a Ivy, que cruzó su mirada conmigo. Tensa, retadora, pero con una pequeña inclinación de cabeza que parecía aceptar la tregua, aunque solo para jugar otro juego. Ivy sonrió, ladeando ligeramente la cabeza y en un tono juguetón y seductor, en un griego perfectamente fluido, dijo: —"Αντίθετα, λοιπόν. Θα πιω και θα κάνω τις δουλειές μου με τις καινούριες μου φίλες... και καλύτερα να κλείσεις αυτή τη συμφωνία, θέλω να με πας στην Ελλάδα στο μέλλον... σύζυγε.." ("En cambio, entonces. Yo brindaré y haré mis negocios con mis nuevas amigas... y más vale que tú cierres este negocio, quiero que me lleves a Grecia en un futuro...esposo.") Sus palabras flotaron en el aire, suaves pero contundentes, una amenaza disfrazada de diversión, que hizo que las esposas de los socios presentes se voltearan cautelosas, sorprendidas por la impecable elegancia de Ivy hablando en su idioma maternal en medio de la tensión. Los ojos de las otras parejas brillaron con entusiasmo. La reverberación de esas palabras, esa mezcla perfecta de arrogancia y seducción, era como una pieza de joyería fina que resaltaba en esa noche de poder y secretos. Sin perder el ritmo, le respondí en la misma lengua, con una sonrisa franca y cálida: —"Θα προσπαθήσω, καρδιά μου." ("Intentaré, corazón.") Y, en ese instante, las otras parejas no pudieron evitar reírse en aprobación, aplaudiendo silenciosamente la confianza y la gracia con la que Ivy había dado ese mensaje. El impacto fue aún mayor. La sorpresa en los rostros de las esposas de los socios que estaban presentes fue inmediata, y sus ojos brillaron con entusiasmo, como si de repente hubiera aparecido una pieza en su mismo tablero de ajedrez, con la promesa de que Ivy podría entrar en su círculo exclusivo. Yo la miré, intrigado y cautivado. La tensión entre nosotros apenas se disimulaba, y sentí cómo cada palabra en ese idioma cercenaba el aire con su fuerza velada. Sonreí, lentamente. Eso era solo el principio. El salón privado era amplio, sin ventanas, con una sola mesa de caoba al centro y paredes insonorizadas. En el aire flotaba el humo de los habanos que encendieron Dimitri y Christos apenas entraron, el tipo de tabaco que anunciaba que el acuerdo estaba por firmarse. La mesa estaba servida con licor añejo, copas talladas y una carpeta de documentos con rutas, cifras y contactos en clave. Habíamos avanzado. Mucho más de lo que esperaba en una primera reunión presencial. Los griegos estaban de buen humor. Bebían como si ya hubieran ganado. Y quizás, en parte, lo habían hecho. Pero yo también. Apoyé los codos sobre la mesa, mientras Dimitri hablaba sobre la eficiencia de los nuevos puertos en Patras, lo fácil que sería desviar cargamentos si tenían el sello correcto. Yo lo escuchaba. O fingía hacerlo. Porque desde que vi a Ivy entrar al salón, ese vestido pegado a su figura como una segunda piel, no había podido arrancármela del maldito pensamiento. La caída de tela en su espalda, el trazo de su clavícula, la forma en que su cuello parecía una invitación a perder el control. Jódete, pensé, cerrando la mandíbula. Era mi esposa. ¿Cuándo cedería a entregarse a mí por voluntad propia? Había algo en ella que volvía todo más complicado. Su altivez, su frialdad calculada, ese desdén que lanzaba como un puñal directo al pecho. Y lo peor de todo era que funcionaba. Maldita sea, cómo funcionaba. Aún no tenía idea de toda la mierda que su padre había hecho… de todos los secretos que guardaba tras la fachada del "buen padre". Más allá de lo que les robó a otros, estaba lo que me robó a mí. Frank Jones traicionó mi confianza, mi lealtad. Sabía perfectamente que Ivy quedaría a merced de sus enemigos. ¿Cómo tuvo el estómago para arriesgar lo único verdaderamente valioso que tenía? Yo, entre todos los enemigos que acumuló ese malnacido, fui el único que quiso verla viva. No me importaba el precio. No importaba si debía quedársela el diablo o si debía cargar con su sombra hasta el último de mis días. Ella viviría. Incluso si era a mi lado, incluso si el mundo debía arder para protegerla. Frank pudo hacer las cosas bien. Pudo negociar. Pero no, eligió la avaricia. Eligió el poder, el dinero, esa sed insaciable que le pudrió el alma. Lo perdió todo. Maldito cabrón… ojalá te estés pudriendo en el infierno. Pero ella aun no está lista para escuchar la verdad sobre su vida de mentiras. —No hay problema con el embarque de junio —decía Christos ahora, con una sonrisa torcida—. Si tu parte está lista, podemos movernos más rápido. Asentí, deslizando los documentos hacia ellos. —Todo está en orden. Las armas son de primera, y la ruta desde Marruecos será limpia. Tenemos asegurados a los inspectores en los tres puntos de control. Si ustedes mantienen su parte, el flujo será constante y sin ruido. Dimitri rió con satisfacción, golpeando la mesa con los dedos. —Perfecto. Esto... —levantó su copa—, esto es lo que esperábamos. Limpio, elegante. Como a nosotros nos gusta. Sí, todo estaba saliendo bien. Y aun así, mientras ellos hablaban de territorios, sobornos y almacenes flotantes, yo recordaba esa mañana. Ivy, entre las sábanas, con una pierna entrelazada en la mía, su respiración cálida contra mi cuello. El modo en que su cuerpo se frotaba con el mío como buscando algo en sueños… o no tan dormida. Estuve a punto de perder el control. Mis manos le rodearon las muñecas. Sentí su piel, su olor, esa maldita fragilidad poderosa que me volvía loco. Y entonces se movió. Despertó. Me miró. Y yo… fingí que dormía. No porque no la deseara. Sino porque si abría los ojos, no habría marcha atrás. Me la habría tomado ahí mismo, con furia, con hambre, con la necesidad salvaje de recordarle a quién pertenecía. Volví al presente cuando Christos me dio un leve codazo, sacándome de mis pensamientos. —Y hablando de lo bien que se ve todo —dijo con una media sonrisa—, tenemos una propuesta para cerrar el trato… como debe ser. Levanté una ceja, curioso. —Grecia —añadió Dimitri, llenando su copa nuevamente—. Nuestro yate, el próximo fin de semana. Serán nuestros invitados. Tú... y tu esposa. Sentí un ligero tirón en la comisura de mis labios. —¿En nuestro yate? —repetí con tono neutro. —Nada oficial. Solo una celebración privada. Pero para firmar todo, de manera definitiva. Un último gesto de confianza. Además, —agregó Christos con un brillo en la mirada— queremos conocerla mejor. Una mujer así, Alejandro, es una joya poco común. Y si la trata como usted trató el negocio, entonces no dudo que ella sea… excepcional. Le sonreí, esa sonrisa peligrosa y contenida que dice “estás a milímetros de cruzar la línea”. —Ivy estará encantada —mentí con una voz suave y firme. Aún no se lo decía, pero si algo me había demostrado hoy, era que sabía adaptarse al juego. Y yo pensaba enseñarle a jugarlo de una manera que jamás olvidara. Brindamos una vez más. Y mientras los dos mafiosos reían y hablaban sobre las playas privadas de Mykonos, yo solo pensaba en una cosa: Ivy, vendría por voluntad propia hacia mí, y yo, estaría esperando por mi pequeña...Leona.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD