La tarde caía y el sol comenzaba a filtrarse a través de las cortinas de la casa de Mauricio. En el living, la atmósfera era densa, cargada de una mezcla de cansancio, frustración y algo de rabia contenida.
Mauricio y Gonzalo estaban sentados en el sofá, bromeando sobre Antonella con ese tono de superioridad que tanto irritaba a sus primos menores. La risa de Gonzalo cortaba el aire con burlas que no pasaban desapercibidas.
Ignacio, Jazmín y Constanza entraron decididos. No estaban ahí para reírse ni para esquivar la realidad. Habían hablado entre ellos y estaban cansados de ver cómo Mauricio y Gonzalo menospreciaban a Antonella, especialmente en un momento en el que ella más necesitaba apoyo.
Ignacio fue el primero en hablar, con la voz firme pero cargada de emoción:
—Mauricio, Gonzalo... tenemos que hablar. Ya no podemos seguir así.
Mauricio levantó la mirada con una sonrisa socarrona.
—¿De qué quieren hablar? ¿De la "princesita" Anto? —dijo, enfatizando el apodo con desprecio—. ¿Qué tienen que decir esos tres niños?
Jazmín, sin perder la calma, cruzó los brazos.
—No somos niños para vos. Y tampoco vamos a seguir mirando cómo la tratan mal.
Gonzalo bufó y se recostó en el respaldo del sillón.
—¿Y qué? ¿Querés que seamos los guardianes de Antonella? Siempre se hace la difícil, como si el mundo estuviera en su contra.
Constanza dio un paso adelante, con la mirada fija en Gonzalo.
—No se trata de ser guardianes, se trata de ser familia. Y la familia se apoya, no se burla ni se ignora.
Ignacio asintió y agregó, con una mezcla de tristeza y reproche:
—Cuando Santiago murió, todos la dejamos sola. Ustedes también. Y eso la marcó para siempre. En vez de estar ahí para ella, se alejaron. Y ahora la tratan como si fuera una extraña.
Mauricio frunció el ceño, incómodo.
—No fue así. Cada uno lidió con eso a su manera.
—Claro que no —interrumpió Jazmín—. Pero eso no justifica que ahora que ella está mal, ustedes se rían o la menosprecien.
—Es fácil hablar cuando no se siente el peso que ella carga —dijo Constanza, con voz quebrada—. Nosotros la vemos todos los días, y sabemos que no es fácil para ella.
Silencio. Las palabras calaron hondo. Mauricio bajó la mirada y se pasó la mano por el pelo. Gonzalo parecía inquieto, como si por primera vez cuestionara sus propios actos.
Ignacio continuó, sin dejar que el silencio lo detuviera:
—No les pedimos que la perdonen o que sean mejores de la noche a la mañana. Pero sí que la respeten, que dejen de hacerle la vida imposible. Que, si no la quieren apoyar, al menos no le compliquen más las cosas.
Mauricio miró a sus hermanos menores, sus ojos reflejaban una mezcla de fastidio y algo nuevo: culpa.
—No prometo que me vaya a caer bien todo el tiempo —dijo con sinceridad—, pero voy a intentar no hacerle daño.
Gonzalo, aún incómodo, añadió:
—Lo mismo. No voy a seguir con las burlas.
Jazmín sonrió levemente, mientras Constanza y Ignacio respiraban aliviados.
—Eso ya es un gran paso —dijo Ignacio.
Antes de irse, Jazmín los miró con seriedad.
—Recuerden que ser el mayor no es un título para mandar o humillar. Es una responsabilidad.
Salieron del living con la sensación de haber plantado una semilla, pero también con la certeza de que el camino para que las cosas cambien sería largo y difícil.