Fernanda abrió los ojos sin ser capaz de fijar la vista en nada, el fuerte dolor de cabeza le hizo cerrar los ojos casi de inmediato y llevar su mano a su frente, arrepintiéndose de haberla tocado. —Demonios —musitó y comenzó a llorar, sin saber la razón de ello. Seguro eran sus hormonas, o esa manía de esperar lo peor; aunque también podría ser tremendo golpe en su frente. Pero llorar no era para menos, pues definitivamente no podía esperar nada bueno cuando lo último que recordaba era haber perdido la consciencia justo antes de estrellarse contra el respaldo de un sillón. —¿Está usted bien? —preguntó una mujer, que entraba a la habitación en que Fernanda había despertado. —No —respondió Fernanda, mirando a esa mujer de, posiblemente, un par de años menos que Regina—. Me duele tan

