Entré sin pedir permiso. Empujé la puerta del despacho de Osvaldo con tanta rabia que las bisagras chillaron como si quisieran avisarle de la tormenta que se le venía encima. Él estaba sentado detrás de su enorme escritorio de caoba, con un puro encendido en una mano y un vaso de whisky en la otra, como si nada en el mundo pudiera tocarlo. —¿Tú estás loco, Osvaldo? —le solté de una vez, sin filtro, sin rodeos—. ¿Qué carajo fue lo que hiciste en el Riu? Él levantó la mirada, frío, con esa sonrisa burlona que tanto me revienta. —¿De qué hablas, Robert? —dijo, haciéndose el inocente. —No te hagas el pendejo conmigo —golpeé con la palma abierta sobre su escritorio, los papeles saltaron—. ¿Cómo se te ocurre coger una tipa en tu suite delante de Kendra? ¿Qué demonios ganas humillándola así?

