La Declaración del Mafioso

631 Words
El penthouse de Osvaldo Lombardi era un santuario de poder. Cada mueble, cada lámpara, cada objeto parecía haber sido colocado para recordarle a cualquiera que entrara allí quién dominaba la ciudad. Pero esa noche, nada de eso importaba. Lo único que ocupaba su mente era Kendra Rodríguez, parada frente a la ventana, con la ciudad extendiéndose bajo sus pies como un tablero donde solo él podía mover las piezas. Kendra respiraba profundo, tratando de calmar la mezcla de adrenalina y miedo que le recorría la espalda. Su reflejo en los ventanales de piso a techo parecía duplicarla, como si su propia imagen intentara advertirle de lo que estaba a punto de suceder. Sin embargo, había algo en la forma en que Osvaldo se acercaba, medido, seguro, que hacía que cada fibra de su cuerpo se tensara. Él estaba detrás de ella ahora, tan cerca que podía sentir la intensidad de su presencia. Cada paso suyo era un recordatorio silencioso de que no había escapatoria. —Kendra —dijo Osvaldo, con voz grave, sin girarse todavía para mirarla—. Quiero que seas mía. Te quiero para mí. Kendra giró lentamente, sus ojos ámbar encontrándose con los de él, que brillaban con un fuego que la hizo retroceder un instante. No había duda en sus palabras; no había juego, no había seducción disimulada. Era un hombre que decía lo que pensaba y pensaba lo que decía. —Osvaldo… —susurró, tratando de mantener la compostura—. No… no soy de nadie. —Lo sé —replicó él, dando un paso más cerca, su mirada clavada en la suya—. Y eso es exactamente lo que me fascina. No te estoy pidiendo permiso, Kendra. Te estoy diciendo la verdad: te quiero conmigo, y haré lo que sea para conseguirlo. Ella sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era solo deseo lo que emanaba de él; era poder, autoridad, obsesión. Y, a pesar de todo, también había una extraña promesa de protección, de que bajo esa intensidad podía haber algo más que peligro. —¿Y si me niego? —preguntó, con la voz firme pero con el corazón latiendo con fuerza. —No te negarás —dijo él, inclinándose apenas hacia ella, su aliento rozando su oído—. Porque algo dentro de ti ya sabe que no querrás otra cosa que no sea esto. Kendra apartó la mirada, respirando hondo. Su mente era un torbellino de advertencias, de recuerdos de noches difíciles en el club, de la libertad que había luchado por mantener. Pero Osvaldo estaba allí, con cada palabra arrancándole la determinación que juraba no ceder. —Nadie controla mis alas, Osvaldo —dijo finalmente, con voz firme. —Lo sé —respondió él, con un brillo intenso en los ojos—. Pero quiero ser el viento que las guíe. El silencio que siguió era denso, casi tangible. Cada segundo parecía estirarse, prolongando la tensión que los envolvía como una niebla cálida y peligrosa. Osvaldo la observaba con una mezcla de fascinación y devoción, mientras Kendra evaluaba cada palabra, cada gesto, buscando una debilidad, algo que le permitiera mantener el control. Pero no había control posible cuando estaba él. No de manera completa. Y aunque su orgullo gritaba que debía marcharse, otra parte de ella, más pequeña y vulnerable, deseaba escuchar más. —¿Por qué yo? —preguntó, finalmente, casi como un susurro que apenas se atrevía a salir de sus labios—. ¿Por qué quieres que sea tuya? Osvaldo se acercó todavía más, hasta quedar a un paso de ella. Su mano rozó apenas la de Kendra, sin tocarla demasiado, solo suficiente para que ella sintiera el magnetismo de su intención. —Porque eres diferente —dijo con firmeza—. mirandola fijamente ignotisado
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