—Esa maldita… esa maldita me la va a pagar —gruñía Osvaldo entre dientes, mientras de un manotazo lanzaba todos los papeles y objetos de su escritorio al suelo—. ¿Quieres jugar, Kendra? Pues vamos a jugar tu maldito juego. Robert entró justo en ese momento, sorprendido por el desorden. —¿Qué demonios te pasa, Osvaldo? El hombre alzó la mirada, los ojos encendidos de furia. —Esa maldita de Kendra me tiene al coger la loma. ¡Es que me vuelve loco, Robert! Ya no aguanto más… la quiero para mí, en mi cama, pero ella se burla de mí. —¿Y ahora qué pasó con ella? —preguntó Robert con calma, aunque sabía que se exponía a un torbellino. —Pagué privado para que me bailara, porque Kendra me gusta, me gusta como ninguna otra… —respiró agitado, apretando la mandíbula—. Y la muy maldita me sedujo,

