Capítulo 3

1267 Words
El domingo era mi día de descanso. Era el día que más me gustaba, el día en el que no me levantaba, mejor dicho, no me vestía. Como el sábado hacía aseo, lavaba la ropa y dejaba comprado todo lo que necesitábamos, no precisaba levantarme temprano ni vestirme. Era mi día de flojera. Solo en la noche planchaba lo que necesitara para el día siguiente. El problema era que ese domingo no era un domingo como los demás. Estaba preocupada y no podía relajarme. Sin que mi mamá se diera cuenta, mientras ella dormía la siesta, me fui a la feria a comprar el diario, quizás allí habría algún anuncio. Aproveché de comprar el pan para la once, pues generalmente el domingo hacíamos pan en sartén o sopaipillas, o cualquier otra cosa rica, pero ese día no tenía ganas de hacer nada. Y esa fue mi excusa para salir. En ese diario aparecía la oferta de trabajo para el campo que había visto en internet el viernes. Por alguna extraña razón, pensar en ese ofrecimiento me hacía doler el estómago. ―¿Por qué ponen un aviso de ese empleo en un diario regional si está a seis regiones de distancia?―me pregunté en voz alta, algo frustrada; me habría encantado ir, pero no podía. El lunes en la mañana salí a la hora habitual, debía buscar un trabajo con urgencia. En el diario solo había tres trabajos para secretarias y, aunque recibieron mis papeles, sentí que no me había ido bien. El martes otra vez dejé los pies en la calle, dejé currículums en las tiendas del centro comercial, en cafeterías, restaurantes, supermercados. Algo debía salir. El miércoles y jueves salí igual, pero ya no podía seguir dejando papeles. Antofagasta es una ciudad grande, pero no tan grande, así que esos días me dediqué a pasear y buscar lugares en los que pudiera pedir trabajo. Para ser franca, sentía que tenía una nube negra sobre mi cabeza. El viernes le avisé a mi mamá que llegaría temprano y que yo pasaría a comprar el pan. Entré al negocio de Alejandra, estaba vacío, lo que me alegró. ―Hola, ¿cómo están? ―saludé en voz alta a la dueña del almacén y a la chica que atendía. ―Hola ―saludaron las dos a la vez. ―¿Y usted, vecina, tan temprano por acá? ―me preguntó Alejandra. ―Sí, salí temprano y menos mal ―respondí con una sonrisa―, hace frío. Está abrigado aquí, no dan ganas de irse ―comenté. Comencé a sacar el pan que estaba recién salido del horno. ―¡Hola! ―escuché saludar a una mujer, pero no me volví―. ¿Cristina? ―me dijo. Entonces sí la miré. No la reconocí de inmediato. ―¿Martina? ―pregunté al fin. ―Sí, ¿cómo estás? ―Nos dimos un apretado abrazo. ―Tanto tiempo ―comenté―. Estás cambiada. ―Sí. Me hice un cambio de look ―respondió con orgullo y se dio una vuelta para mostrar su cabello rojo y sus ojos azules. ―Se te ve bien. ¿Qué has hecho? ¿Cómo han estado? ¿Cuándo volviste? ―Volvimos hace unos días. Estaremos por un par de semanas aquí. ―¿Tu mamá vino contigo? Ella bajó la cara. ―No. Ella no... Ella murió el año pasado. Trágame tierra. ―Disculpa, Martina, no sabía. ―Pocos saben, amiga. Nosotros nos habíamos ido al sur por la salud de mi mamá y allá murió, como ella quería. ―Al menos estuvo donde ella quería y con quien ella quería. ―Sí. Terminamos de comprar y salimos juntas del negocio. Ella vivía a seis casas de la mía, así que teníamos un ratito para seguir hablando. Ella fue mi mejor amiga hasta antes que se mudara al sur con su familia. ―¿Qué es de tu vida? ―me preguntó una vez fuera. ―Nada, todo para mí sigue igual, vivo con mi mamá, trabajo, y nada más. ¿Y tú? ¿Te casaste? ―¿Casarme? ¿Yo? Nah. Yo le ayudo a mi hermano en el campo, tengo a cargo la parte administrativa ―me contó―. Ahora vinimos a vender la casa, mi hermano va a cerrar unos negocios que tiene aquí y nos vamos, ya no vamos a volver. ―¿Andan los dos solos? ―Con unos primos también que quisieron venir a conocer. ―Ah, menos mal, porque igual no debe ser fácil estar en tu casa sin tu mamá. ―¡Olvídate! Un montón de recuerdos, de todo. ―Sí, yo me muero si le pasara algo a mi mamá, aunque para serte franca, a veces tengo miedo. ―Pero tu mami se ve re parada todavía. El jueves la vi de pasadita, yo venía llegando y ella iba a comprar, no le hablé porque iba apurada al baño ―me dijo con una risa. ―Sí, a veces se ve bien, pero a veces se ve muy cansada. ―Ojalá te dure mucho tiempo, amiga, la mamá de uno siempre hace falta. ―Sí. Nos despedimos y ella siguió camino a su casa. Prometimos juntarnos antes de que volvieran al sur. ―Me encontré a la Martina ―le conté a mi mamá, ella ya tenía la once lista, así que nos sentamos de inmediato a comer. ―¿Sí? ¿Cómo está? ―Vienen a vender la casa. ―¡Qué pena! Ya no vuelven, entonces. ¿Y la señora Marisa? ―Ella murió, mami, el año pasado. Asintió con la cabeza. ―Ella se fue enferma de aquí, igual duró varios años, si se fueron hace ¿cuánto? Unos cuatro años, y los médicos aquí no le daban más de uno. ―Sí, la Martina se puso muy mal cuando se enteró de que su mamá estaba tan enferma, pero yo pensé que se podría haber mejorado. ―Al menos duró más tiempo y la señora Marisa quería volver a su tierra. Nunca se acostumbró aquí. Ella era de campo, de verde, de vegetación, el desierto la deprimía. Yo creo que es más fácil acostumbrarse a lo verde que al desierto. ―Sí, debe ser. ―¿Y cómo está la Martinita? ¿Y Miguel anda aquí también? ―Sí, andan con unos primos. ―Por lo menos no está sola. ―No, ella trabaja con el Miguel en el campo, se ve bien, está pelirroja y con los ojos azules. Mi mamá sonrió divertida. ―A ella siempre le gustaba andar cambiándose. ―Sí. ―Qué bueno, ellos eran una buena familia. ―Sí, mucho. Me invadió la nostalgia. Si mi mamá se me iba, yo me quedaría sola, no tenía familia, no tenía a nadie. ―Hija. ―Sentí la mano de mi mamá en la mía―. ¿Qué pasó? ―Nada, mamita, me estaba acordando de las maldades que hacíamos con la Martina. Mi mamá se echó a reír. ―Sí, eran muy inventoras, todos los días se les ocurría una nueva maldad. ―Sí ―admití―, es verdad. ¡Es que había tanto que descubrir! ―Tanto por romper, diría yo. ―Todo por el bien de la ciencia ―afirmé con solemnidad. ―Claro, ellas, las más científicas. Nos reímos mucho recordando nuestra niñez y al final del día, en mi habitación, lloré, el solo pensar en perder a mi viejita linda, me hacía sentir una angustia mucho más grande que la que sentía por no tener trabajo.
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