Triana Navarro
Pum... pum... pum...
Unos golpes secos retumbaron al otro lado de la puerta.
—¡Triana, amiga! —la voz de Valeria sonaba impaciente—. ¡No puedes seguir así para siempre! ¡Hoy es nuestra graduación!
Levanté apenas el rostro, que seguía hundido en la almohada.
—¡No voy a ir! —murmuré, con la voz ronca.
Hace apenas dos semanas, mi vida parecía perfecta. Llevaba cinco años esperando este día. Tenía al novio ideal, estábamos por comprometernos en verano, justo después de graduarnos. Yo lo amaba. Estaba segura de que él también me amaba. Conseguiría un trabajo para quedarme en la capital, formaríamos una familia, seríamos felices...
Así lo habíamos soñado. Así lo habíamos planeado.
Y todo se fue al carajo cuando descubrí que me había sido infiel.
¡Pablo, te odio! Pensé, apretando los dientes.
—¡Triana, abre la puerta! ¿Estás llorando otra vez?
Sí. Lo estaba.
Sorbí por la nariz y me limpié las lágrimas con el dorso de la mano. Me levanté, arrastrando los pies, y abrí la puerta. Valeria me recibió con el ceño fruncido, las manos en la cintura y una mirada que mezclaba preocupación con fastidio.
—¡Te ves fatal! —espetó—. ¿No crees que ya fue suficiente duelo? ¡Han pasado dos semanas!
Solté un suspiro derrotado. Sí, tal vez era la reina del drama. Pero dos semanas no bastaban para vaciar un corazón roto. Pablo había hecho trizas mi alma. ¿Cómo se supone que debía reponerme a eso? ¿Qué pasaría ahora con mi vida? ¿Con nuestros planes?
Y lo peor es que, muy en el fondo, me odiaba por haber sido tan ingenua.
—Dos semanas no son suficientes para borrar cinco años de relación —respondí con un puchero.
Regresé a la cama. Las sábanas revueltas y las almohadas desordenadas eran el reflejo exacto de mi estado emocional. No había salido de mi habitación desde que todo se vino abajo. Por suerte, los exámenes finales ya habían terminado.
—Tus papás llamaron —informó Valeria—. Llegarán un poco antes de la ceremonia. Tenemos que prepararnos.
Un nuevo puchero apareció en mi rostro. Sentí los ojos arder.
—Ni siquiera les he dicho que terminé con Pablo... Mi vida es un desastre. ¿Qué van a pensar?
Valeria me fulminó con la mirada.
—Tú no estás mal. ¡No tienes la culpa de nada! Pablo es el imbécil. Un cucaracho con la cara de decirte que deberías agradecerle por reconocer su error, que todo podría seguir como si nada... Y tú, con la paletita de que aún lo quieres... Lo odio.
—Ya somos dos —dije, haciendo una mueca.
Su expresión se suavizó.
—¿Recuerdas cuando terminé con Brandon? Fuiste tú quien me animó a salir de ese hoyo. Me dijiste que merecía algo mejor. Y ahora soy feliz. Si no fuera por ti, no sé qué habría sido de mí.
Me quedé en silencio.
—Anda, Triana —añadió, con una sonrisa dulce—. Vamos a prepararnos. Hoy es nuestro día. Lo hemos planeado durante meses, ¿Recuerdas?
Mi amiga me jala del brazo hacia afuera de la habitación para entrar a la suya. Nuestro departamento está en un edificio de ladrillo antiguo justo frente al campus universitario. Es un cuarto piso sin elevador, pero con una vista privilegiada del parque central y del ir y venir de los estudiantes.
El piso es pequeño pero acogedor, con dos habitaciones que dan a un pasillo angosto. La mini cocina está pegada al comedor, donde una mesa de madera clara con dos sillas desiguales ha sido escenario de incontables cenas improvisadas, tareas de madrugada y charlas profundas acompañadas de vino barato. A un costado, la sala se compone de un sillón de segunda mano cubierto con una manta tejida, una alfombra deshilachada que compramos en el mercado local, y una repisa baja repleta de libros, plantas pequeñas y tazas sin par.
El baño, compartido, siempre tiene olor a vainilla por el difusor que Valeria insiste en reponer cada semana, y un espejo con bordes oxidados que ha sido testigo de todas nuestras lágrimas, risas y rutinas.
Es sencillo, sí, pero también ha sido nuestro refugio durante los últimos dos años. Un hogar lleno de recuerdos, complicidades y sueños compartidos.
Finalmente, decido cambiar mi actitud. Vale tiene razón. No le daré el gusto a Pablo de verme hecha trizas, no hoy, el día que se supone debe ser uno de los más felices de mi vida. Mis padres han viajado cinco horas para ver a su hija convertirse en toda una profesional. No les arruinaré ese momento. No después de todo lo que han sacrificado por mí.
…
Varias horas después...
Corro descalza hacia la puerta, casi tropezando con la alfombra del pasillo. Estoy segura de que son mis padres. Inhalo profundo, intento componer el desastre emocional que llevo encima y dibujo en mi rostro la mejor sonrisa que me sale.
—¡Hola, papá! ¡Hola, mamá! —digo emocionada, con los ojos chispeando nostalgia—. Los extrañé tanto.
Mi madre se adelanta y me envuelve en uno de sus abrazos de apapacho total.
—Y nosotros a ti, hijita —responde con la voz dulce que solo una madre tiene.
—Trajimos flores para la futura ingeniera —añade mi papá, extendiéndome un ramo de girasoles y margaritas, mis favoritos.
Mis ojos se humedecen al instante. Me mordisqueo el labio inferior intentando no llorar.
—Gracias, papá. Son los mejores. De verdad.
—¿Ya estás lista? —pregunta mientras entra al departamento mirando a su alrededor, como si esperara ver una pista del caos que ha sido mi vida las últimas semanas.
—Ya casi... solo me faltan los zapatos —respondo con una sonrisa nerviosa—, pero no importa, pasen. Vale también ya está casi lista, sus papás llegaron hace rato.
Ambos avanzan hacia la pequeña sala, donde los padres de Valeria están sentados en uno de los sillones, conversando en voz baja. El espacio luce más presentable de lo normal, gracias al esfuerzo relámpago que hicimos en la mañana: velas aromáticas encendidas, cojines acomodados, y hasta escondimos las tazas sucias en el horno. Magia de supervivencia estudiantil.
La salita es diminuta, con dos sillones grises algo pelados y una mesita de centro de cristal con bordes despintados. La cocina al fondo se ve ordenada, y el aroma a café y pastel de caja todavía flota en el aire.
—¿Pablo pasará por ti o se irá directo a la ceremonia? —pregunta mi madre con naturalidad, mientras acomoda su bolso junto a ella.
Me quedo congelada. El nombre de Pablo es como una bofetada invisible que me arranca el aliento.
Carraspeo. No, no voy a arruinar este día.
—Pablo no va a asistir, mamá. Tuvo que trabajar, no le dieron permiso de ausentarse.
Mis padres se miran entre ellos con una mezcla de decepción y comprensión.
—Qué mal —dice mi padre—. Pero así son las empresas, ¿no? Lo importante es que es un joven muy responsable. Eso habla muy bien de él, y nosotros estamos felices de que sean novios. Sabemos que siempre te cuida.
Trago saliva con dificultad. Si supieran...
Desde la habitación de Vale, escucho cómo suelta una maldición bajita.
—Claro, él es tan... responsable —digo con una sonrisa que tiembla en los bordes—. Pero bueno, ¿para qué lo necesito, si ustedes están aquí? Son quienes más me importan. Ahora vuelvo, voy a ponerme los zapatos. Pónganse cómodos, conversen con los padres de Vale.
Me apresuro hacia la habitación de mi amiga como si huyera del fuego.
—¿Por qué no les dijiste que terminaste con Pablo? —me lanza en cuanto cruzo la puerta.
—Mis padres lo adoran —respondo bajito, sentándome sobre su cama deshecha—. Creen que es el novio perfecto. Y bueno... yo también lo pensaba. Si les digo que ya no habrá compromiso ni boda, se van a preocupar, me van a llamar todos los días, me van a preguntar por él, y no quiero... no quiero pasar por eso ahora. Además, si tú te mudas a final del verano, mis planes siguen siendo buscar trabajo aquí. No estoy lista para volver a la casa de mis padres con el corazón hecho trizas.
Vale frunce los labios, comprensiva pero firme.
—Bien, no te voy a presionar. Igual no sé si me iré, si consigo trabajo en la ciudad, me quedo. Pero, Tri, algún día tendrán que saber que ya no hay boda.
Asiento en silencio, tragándome las emociones. —Sí, les diré... pero no hoy.
Salgo rumbo a mi habitación, con la sensación de llevar un secreto pegado a la espalda.
Busco mis zapatos y me siento en el borde de la cama. Miro mi móvil. No sé por qué lo hago, si sé que no habrá nada. Y aun así... una parte de mí todavía espera que Pablo me mande un mensaje, algo. Una disculpa. Un "te extraño". Algo que me diga que no fui la única que creyó en ese futuro.
Me llevo las manos al rostro. Qué estúpida. Lo sé. Pero si no hubiera sido tan cínico, si no me hubiera dicho con toda desfachatez "agradece que acepté mi error", probablemente lo habría perdonado. No sin pelear, pero... lo habría hecho.
Suspiro. No hay ningún mensaje. Ni una señal. Nada.
Es como si nunca le hubiera importado. Como si cinco años se hubieran desvanecido sin dejar huella.
Estábamos a punto de comprometernos... ¿Cómo se puede olvidar eso tan fácil?