Triana Navarro
Junto a mis amigos habíamos reservado una zona VIP en uno de los antros más populares de la ciudad. Un plan que habíamos organizado con semanas de anticipación para celebrar el fin de una era. Mis padres ya estaban al tanto, así que, en lugar de unirse a la fiesta, saldrían a cenar con los papás de Vale. Eran tan adorables, vestidos de manera elegante, pero relajada.
Mientras el salón se vaciaba poco a poco y los últimos abrazos se intercambiaban entre birretes y selfies, me acerqué a Valeria, que estaba ocupada revisando su maquillaje con la cámara del celular.
—Vale —murmuré, tomándola del brazo—. La verdad… no tengo ánimos para ir al antro. Estoy cansada. Agotada emocionalmente. Solo quiero ir a casa, quitarme estos tacones y fingir que el día terminó perfecto.
Ella giró hacia mí con esa expresión, una mezcla de comprensión y regaño amistoso que dominaba tan bien. Me sostuvo la mirada por unos segundos antes de hablar.
—Triana, por favor… ven —me dijo con una voz suave, pero con firmeza—. Será divertido, de verdad. Estará toda la clase, incluso esa gente que nunca se aparecía ni para los trabajos en equipo. Nunca nos pusimos de acuerdo para salir todos juntos, ¡y esta será la única vez! Si no vas… te vas a arrepentir toda la vida por perderte estos recuerdos. ¿Quieres envejecer y decir “yo no fui a la fiesta de graduación porque tenía el corazón roto”? No, gracias.
Mordí mi labio inferior, entre resignación y nervios. Sabía que tenía razón. Vale siempre tenía razón en estos momentos.
El problema no era el antro.
Era el vacío brutal en mi pecho que me robaba el aire cuando pensaba en Pablo. Él había sido mi compañero, mi sombra, mi punto de equilibrio durante toda la universidad. Habíamos hecho casi todo juntos: estudiar, comer, planear el futuro… Él había sido mi mundo, y en el proceso, yo le había dado el mío entero.
Y ahora que el “nosotros” ya no existía, me di cuenta de todo lo que me perdí por mantenerme dentro de la burbuja perfecta. Me privé de fiestas, de convivencias con amigos, de bromas nocturnas en las casas de los demás. De vivir… por “respetar” nuestra relación.
Y ahora no tenía ni esos recuerdos… ni novio.
Mal… di… ta… sea…
Sentí que las lágrimas amenazaban a desbordarse, pero me las tragué con fuerza. Me obligué a mirar a mi amiga, que seguía ahí, esperándome con una sonrisa cálida.
—Está bien —suspiré—. Pero si llegamos y ponen reguetón triste o me encuentro con alguien con nombre de exnovio, me llevas directo a casa sin protestar.
Valeria soltó una carcajada.
—Hecho. Pero apuesto a que en menos de una hora estarás bailando arriba del sillón con el peluche de graduación en la cabeza.
—No me retes, que sabes que soy capaz.
Nos reímos juntas. Decidí al menos intentarlo. Pasarla bien, lo merecía.
…
Llegamos al antro casi a las ocho de la noche. Desde afuera, las luces de neón parpadeaban con entusiasmo, como si también celebraran nuestra graduación. El sonido del bajo retumbaba desde las paredes, y una fila de estudiantes ya se formaba frente a la entrada, riendo, tomándose selfies y gritando con la euforia que solo una noche de libertad universitaria podía provocar.
El ambiente dentro era eléctrico. Ráfagas de luces multicolores cruzaban el aire como relámpagos de fiesta, y un DJ en la esquina elevaba la energía con mezclas modernas. La sección que habíamos reservado ocupaba toda el ala derecha del segundo piso: un área exclusiva con bar propio, una mini pista de baile con luces en el suelo que reaccionaban al movimiento, sillones lounge de terciopelo n***o y rojo, y una barra donde ya nos esperaban varias bandejas con bebidas sin alcohol y otras... no tanto.
Durante el trayecto, Vale y yo nos habíamos quitado las togas, dejando al descubierto nuestros vestidos. El mío era n***o, ajustado y elegante, con un largo que me llegaba un poco por encima de la rodilla. Sin mangas, con un discreto escote en “V” y una tela con destellos sutiles que brillaban bajo la luz como pequeñas estrellas. Me encantaba porque no solo me hacía sentir bonita, sino también cómoda. Y eso, en este momento de mi vida emocionalmente caótico, era todo lo que necesitaba.
Sin embargo, al cruzar ese salón lleno de risas, música y copas tintineando, me sentí fuera de lugar. Como una mosca que accidentalmente había aterrizado en un pastel de celebración.
No tenía ganas de bailar. Ni de brindar. Ni de fingir que todo estaba bien cuando no lo estaba.
Por un momento, intenté buscar dentro de mí alguna chispa que encendiera el deseo de disfrutar. Pero no encontré nada. Solo ese vacío hueco que Pablo había dejado como un eco sordo en mi pecho.
Vale, en cambio, era un torbellino de energía. Estaba en el centro de la pista, bailando con los chicos del grupo, riéndose como si no hubiera un mañana. Su risa era contagiosa, y por un segundo consideré acercarme… pero no quería arrastrarla a la nube gris que yo misma no podía disipar.
No quería ser la aguafiestas. Ni la ex que se ahoga en su propia tristeza en medio de una celebración. Así que sin decir nada, me escabullí.
Bajé las escaleras al primer piso, donde recordaba que estaban los baños. Lo sabía bien. Pablo y yo habíamos venido a este lugar hace unos cuantos meses atrás. Fue una noche bonita… una de las últimas veces que me sentí segura con él. Recuerdo que me tomó de la mano mientras bajábamos esas mismas escaleras, me besó en la fila del baño, y luego me esperó con una bebida en la barra. Ahora, esos recuerdos me apretaban el estómago como si fueran nudos de hilo invisible.
Pasé junto a la pista principal, donde todo el mundo parecía tener una noche espectacular, y me dirigí al fondo del pasillo. El baño estaba vacío. Me encerré en uno de los cubículos, me senté en la tapa del inodoro y respiré profundo.
“No llores… no ahora… no aquí.”
Pero la garganta me ardía.
No quería seguir sintiéndome así. Como un remanente de una relación que ya no existía. Como la única que no sabía divertirse sin su ex al lado.
Tenía que levantarme. Tenía que… sobrevivir esta noche.
Me puse de pie, me miré en el espejo mientras lavaba mis manos y me forcé a sonreír, aunque mis ojos todavía se veían apagados. Susurré mi nombre como un mantra, como si recordarme quién era me ayudará a volver a encontrarme:
—Triana. Graduada. Libre. Con tacones. Y con brillo en el vestido. Puedes con esto.
Y aunque no me lo creí del todo… al menos salí del baño con la frente en alto.
Mientras me lavaba las manos en el baño del antro, trataba de calmarme. El agua fría corría entre mis dedos, pero no lograba enfriar la tempestad que sentía por dentro.
En ese momento, la puerta del baño se abrió con un chirrido, y una chica entró caminando como si estuviera en una pasarela. Alta, delgada, con el cabello castaño perfectamente ondulado, un vestido ajustado rojo pasión y tacones que podrían considerarse armas letales.
Se detuvo frente al espejo, justo a mi lado, y comenzó a retocarse el labial con movimientos ensayados. Me miró de reojo, como quien escanea sin interés real. Y yo… sentí cómo un escalofrío me recorría la espalda.
Había algo en su cara que me resultaba familiar. Demasiado familiar.
Entreabrí los labios, contuve el aliento.
¡Era ella!
La cucaracha.
La mujer con la que Pablo me había sido infiel.
La miré de arriba abajo sin disimulo, tratando de confirmar lo que mi intuición gritaba. Solo la había visto en fotos de r************* y en la imagen de perfil cuando descubrí esa conversación maldita en el celular de Pablo, pero… sí. Estaba casi segura. Era ella.
Ella, la bomba de dinamita que había hecho volar en pedazos mi relación.
Ella, aquí, en el mismo lugar que yo. Respirando el mismo aire. Injusticia universal.
Me pregunté si sabría quién soy. Si recordaba mi cara de las historias que Pablo debió haberle contado, aunque sabiendo lo cobarde que fue, seguramente me borró como si nunca hubiera existido. Me ignoró por completo, como si yo fuera parte del mobiliario del baño, y eso me ardió más que cualquier palabra.
La vi salir con calma, su andar era elegante, como si flotara.
Mis puños se apretaron con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos.
La incertidumbre me quemaba. El corazón latía con fuerza en mi pecho y no pude quedarme ahí como una estatua.
Sin pensarlo dos veces, salí tras ella.
La seguí entre la multitud, sorteando cuerpos sudorosos, vasos de cócteles en alto y luces que giraban como si estuviéramos dentro de una nave espacial. Mis tacones hacían un "toc toc" decidido sobre el suelo. Tenía la vista fija en ella, como si fuera una presa.
Y, entonces ocurrió.
Ella llegó hasta una mesa en la esquina más discreta del antro. Un hombre se levantó, apenas la vio llegar, como si no pudiera esperar un segundo más sin tocarla. Le sonrió con esa sonrisa que me resultaba tan dolorosamente familiar, la tomó por la cintura, le susurró algo al oído…
Y la besó.
Mis ojos se llenaron de lágrimas al instante, como si alguien me hubiera disparado directo al alma. Me detuve en seco, con el corazón en la garganta.
Era Pablo.
Claro que era él.
El hombre que solo unas horas antes me había besado los labios, felicitándome con su falsa dulzura. El mismo que se plantó frente a mis padres, como si aún fuera mi novio. El que sostuvo mi rostro con ternura y me juró que todo estaría bien hace menos de medio día.
Y ahora ahí estaba… besando a otra como si yo nunca hubiera existido.
Mi respiración se aceleró. El mundo a mi alrededor parecía moverse en cámara lenta mientras la música retumbaba con más fuerza que nunca, como una burla cruel del destino. A mi alrededor, la gente bailaba, reía, celebraba… y yo estaba rota.
“¿Era mentira eso de continuar como si nada?”, me pregunté en silencio, tragándome las lágrimas. “¿Dejar el error en el pasado? ¿De respetarme a mí misma? ¿De qué me cuidaba, que me amaba…?”
Nada. Solo mentiras. Palabras vacías. Patrañas.
Pablo ya no era el chico que conocí.
Recordé, uno a uno, los momentos que construimos. Sus cartas, sus promesas, los cafés por la tarde después de clases, las caminatas en el parque, los abrazos que juraba que eran eternos…
Y también recordé su traición.
"Infiel", me escupió mi conciencia. "Descarado", añadió con rabia.
Y yo, mientras veía cómo se reía con ella, su otra, su nuevo juguete “o quizá su antigua cómplice”, entendí algo con dolorosa claridad: Pablo se había convertido en un completo desconocido.