Capítulo 6

2276 Words
“La virtud está en hacer beneficios que de cierto no sean de corresponder.” Séneca. —El empleo es tuyo —le dijo Tadeo Kinston a Salomé, con una hipócrita sonrisa a labios cerrados.               Tadeo era un hombre canoso que rondaba cerca de los cincuenta años de edad, de piel morena y ojos marrones. Con buenos zapatos de marca y vestimenta semi formal que dejaba evidencia de un estilo de vida económicamente aceptable.   —Los instrumentos que necesitarás para tu trabajo están aquí —prosiguió el hombre de rostro despejado y pocas arrugas, levantándose del escritorio, caminando hacia unos estantes y sacando de allí guantes largos de látex, cepillo de barrer, coletos y otros materiales de limpieza—. Tendrás una hora a medio día para almorzar y posterior a eso continuar con el oficio hasta las ocho y media de la noche al terminar de recoger todo y dejarlo en orden después de haber cerrado el local. —Entendido —habló Salomé asintiendo con motivación.             No era cosa fácil encontrar algún empleo, y algo, así fuera limpiar pisos, era suficiente para amortiguar la crisis temporalmente. —Comenzaras hoy mismo —le dijo él aún con esa sonrisa que lo caracterizaba. —Claro —respondió la mujer de ojos verdes tomando los implementos para salir de la oficina que ocupaba el jefe ese día, pues se encargó de la administración de los recursos debido a que la gerente había faltado por razones de salud.             Después de un suspiro la dama de esbelta figura ataviada con ropa casual tras un delantal amarillo amarró su largo y lacio cabello n***o en una cola alta para posterior a eso poner sus enguantadas manos a la obra.   * * *             Dos días después, una menuda mujer de resplandeciente cabello rubio con destellos rojizos naranja en ellos, movía con destreza un tenedor de gran tamaño dentro de una olla con pasta hirviendo dentro de crema láctea. A sus 23 años de edad, sin alguna preparación aparte de los múltiples cursos académicos de cocina y coctelería que había hecho desde su infancia, tenía un buen puesto de trabajo en aquel restaurante de Puerto Libertad, uno de los más prestigiosos que contrastaba claramente con la hambruna que se vivía fuera de esas paredes de cristal que conformaban el amplio establecimiento.             El día transcurrió como muchos otros y a final de jornada la joven de padres nativos del país del espagueti se quitó el delantal y gorro del mismo color blanco impecable que conformaban su uniforme. Dejó las ollas, cubiertos, platos y sartenes sobre el fregadero y se dispuso a soltar su cola de caballo para sacudir la cabeza en una actitud que le ayudaría a relajar y despojarse de la tensión provocada por la diaria exposición a altas temperaturas, vapor de cocina y otras cosas.             Miró a todas partes en un gesto descuidado, apartando los abundantes flequillos cortos que caían sobre su frente y decidiendo dejar su lacio cabello suelto el resto de la noche. Los mesoneros, los otros dos cocineros que le ayudaban y el resto del personal se habían marchado, la única que quedaba era la nueva trabajadora que en ese momento colocaba las sillas patas arriba sobre las mesas.             Por el abierto semicírculo en el ahumado cristal, sobre la barra que los chefs utilizaban para entregar los platos a cada mesonero, la rubia vio que Salomé caminaba hacia la cocina después de haber terminado su labor afuera, secándose una gota de sudor que resbalaba sobre su frente. A la cocinera se le hizo un signo de interrogación invisible sobre su frente al recordar que en ningún momento durante la hora de almuerzo aquella joven había descansado o al menos tomado un par de minutos para comer algo. Todos los demás lo hacían, hasta ella. La rubia bajó la mirada, pensativa mientras Salomé ya se disponía a lavar la montaña de platos y ollas después de dar un saludo que casi ni se escuchó. —Ha sido una jornada agotadora —habló la cocinera con voz simpática y amigable en un efectivo intento de comenzar una conversación—. Supongo que debes estar bastante cansada —Salomé sonrió apenas a labios cerrados y sin detenerse a mirarla respondió: —Sí, así es —dijo asintiendo mientras pasaba la esponja por cada plato y después lo enjuagaba bajo el grifo—. Tú también debes estar cansada.   —Mucho —afirmó, revisando el refrigerador y sacando tres envases pequeños—. Como algo a cada rato, la ansiedad me obliga —dijo con disimulo a propósito, tomando un sartén y una olla pequeña, encendiendo un par de hornillas con un peculiar encendedor de rosca y cuadrada cubierta de metal plateado que de momentos reflejaba la luz que chocaba contra su superficie—. Y... —hizo una pausa después de guardar el objeto en su bolsillo y continuar sirviendo arroz en la olla de teflón y en otro lado un par de muslos de pollo en salsa en el sartén—. Creo que tengo hambre otra vez —mintió—. Espero que te guste la comida preparada por mí, créeme, las cosas saben mejor cuando se comparten.             El olor a buena comida acarició las fosas nasales de Salomé, activando todos sus sentidos y avisando de inmediato al estómago que había oro comestible cerca. La boca se le hizo agua mientras se hacía la descuidada fregando los cubiertos y la rubia mantenía un semblante feliz con una sonrisa tímida en sus labios a la vez que recalentaba lo que no fue vendido durante el día y se guardaban en la nevera por ser útiles para la preparación de los platos del día siguiente.             Salomé tragó saliva, recordando que durante todo el día sólo había desayunado en su casa antes de ir al trabajo, la mitad de una galleta de casabe y nada más; engañando al estómago con agua el resto de la jornada.   —¿Qué te parece el empleo? —preguntó la mujer que ahora servía dos bandejas de aluminio con bastante afán y cariño.             No quería ensuciar más cosas y sumarle trabajo a Salomé por lo cual prefirió utilizar los envases desechables que se utilizaban para servir las órdenes que disfrutarían los clientes fuera del restaurante.   —Siendo sincera, opino que cualquier empleo en estos tiempos es bueno por muy poco que parezca —dijo volteando apenas unos segundo para verla sin dejar su tarea. Notando el acento diferente en la voz de la rubia.   —Claro —concordó asintiendo mientras recalentaba algunas tajadas de plátano en almíbar y se dirigía al refrigerador a por el queso.             La rubia repasó su actual situación económica. No era una persona multimillonaria, pero al menos trabajaba por pasión y no por necesidad, sus padres se habían regresado a su natal país del espagueti y ella decidió quedarse allí por una temporada más, su residencia era una mansión que últimamente estaba a la venta, pues, como todos, podría ser que en algún momento decidiera irse al país de sus padres y abandonar su nativa tierra de calamidades. —Soy Dafne —se presentó casual, ofreciéndole el envase con comida—. Dafne Stocceli.             Salomé casi no podía creer lo que veían sus ojos, por primera vez en mucho tiempo comería algo decente. Dentro de la bandeja había arroz amarillo con aceitunas, pollo en salsa, plátanos en almíbar y una buena capa de queso en complemento, el último plato que quedaba en el fregadero casi se le resbaló de las manos.   —¿Es para mí? —preguntó incrédula aún sin tomar el ofrecimiento.             Dafne asintió en un gesto obvio, mirándola y mirando la comida como si buscara alguna espina venenosa en ella. —¿Qué? —soltó sin más— ¿El menú tiene mal aspecto? Salomé de inmediato terminó de enjuagar el plato y sacudió la cabeza con urgencia. —No. No es eso —aclaró—. Es que se ve muy apetecible.             Dafne arqueó las cejas en un gesto interrogatorio rodando la mirada a un lado y luego clavando sus ojos de un verde claro en los ojos verde oscuro de Salomé. —¿Y eso es malo?             La pelinegra frunció el ceño ligeramente mientras sonreía negando con un movimiento de cabeza. Tomó el envase de considerable tamaño en sus manos. —Gracias —habló—. Es muy amable de tu parte. —¿Te llamas Salomé, verdad? —Sí —asintió la joven de 24 años de edad—. Salomé King.               Dafne engulló varias cucharadas de arroz al tiempo que Salomé parecía meditar qué cosa haría con la comida en sus manos. —¿Qué pasa? —quiso saber la rubia.             La pelinegra suspiró. —Ya es demasiado tarde la noche —dijo pensando en llevar esa comida a sus padres antes de probar al menos un bocado—. Vivo lejos de aquí y como siempre, debo caminar para poder llegar.             Dafne asintió en modo de entendimiento después de tragar.   —Entiendo —dijo buscando alguna tapa para el envase de aluminio—. Ten —le ofreció—. Espero que lo disfrutes —sonrió apenas a labios cerrados mientras Salomé se sonrojaba de vergüenza. —Ha sido un gusto conocerte —reconoció la empleada de limpieza con timidez después de cerrar el envase.             Pudo notar que Dafne era un tanto más pequeña de estatura que ella, de hecho, parecía tener algunos 18 años de edad. —Lo mismo digo —concordó la cocinera profesional como despedida—. Cuídate.             Dafne Stocceli la miró marcharse por la puerta principal, analizando los hechos, concluyó que Salomé podría tener hijos, una familia a la cual llevarle aquello que pudo haber sido su comida del día, su disimulado nerviosismo al hablar y el exceso de modestia no sólo se deberían al simple hecho de no querer llegar tarde a casa, también podría ser efecto de un orgullo reprimido.               Después de que Salomé se internó en la noche a las oscuras calles de bombillas mortecinas a lo alto de los postes, rumbo a casa; Dafne visualizó que todo en la cocina hubiera quedado en perfecto orden, sí, perfectamente. Ya era hora de cerrar todo y entregarle las llaves a la gerente en su oficina. Por suerte no la habían pillado comiéndose la comida de la nevera y mucho peor, ofreciéndole lo que sería un almuerzo doble a una empleada de menor rango.             La rubia bufó al imaginar el reclamo del jefe, pero eso era algo que la dejaba sin cuidado, mucho robaba Tadeo Kinston junto a sus más allegados amigos con influencia en el gobierno nacional, la comida se le descomponía dentro de los galpones de su propiedad al llegar a su fecha de expiración mientras la gente de afuera moría a diario por desnutrición.             Tadeo Kinston era un hombre adinerado gracias a un negocio cuya realización fue con la ayuda del dinero robado al sistema nacional que iría destinado a ciertas obras de la ciudad.             Ahora en su restaurante de clase alta recibía a personas importantes y viajeros nómadas que pasaban por el lugar, era un sitio de etiqueta, algo distinto. De modo que un par de platos gratuitos no le harían ni cosquillas a su inventario. * * *             Salomé llegó a casa por fin después de recorrer calles peligrosas en la noche, por suerte ninguna novedad desventajosa había acontecido y eso se lo atribuía a la buena suerte.             A Sophia King se le activaron los sentidos al escuchar que la puerta se abrió, se volvió sobre sus talones y se encontró cara a cara con una agotada Salomé, la mujer mayor sonrió, percibiendo entonces el aroma a buena comida. —¿Cómo te fue hoy? —Bien —respondió su hija con una sonrisa forzada—. Les traje algo —entregó la bandeja—. ¿Cómo ha estado papá el día de hoy?             Sophia era una mujer de algunos cincuenta años, con el cabello n***o de ligeras canas asomadas y cuerpo delgado, su parentesco con Salomé era evidente salvo por el color de los ojos, que eran una copia exacta de los de su padre.   —Ha estado bien, controlado gracias a los medicamentos —dijo mientras tomaba el envase en sus manos, su rostro se ensombreció apenas—. Hoy se terminaron, ahora debo comenzar nuevamente a buscar algún equivalente, las veces pasadas fueron intentos nulos, las farmacias están vacías y los lugares que lo ofrecen tienen precios exuberantes. —Sí, claro —contestó Salomé con amargura—. Todo lo que entra y sale de este país es minuciosamente controlado por el gobierno, no hay algo en lo que ellos no metan el hocico, ¿entonces por qué culpan a otros de la miseria que vive el país? —pausó antes de proseguir con ironía—. La solución está en sus manos, sólo que no les da la gana de tomar acciones. —Lamentablemente es así —concordó su madre con impotencia no reflejada—. Hablando de cosas más positivas —cambió el tema—. Huele muy bien esto —lo destapó—. Uy, tiene buena cara también —lo puso sobre la mesa—. Ya serviré tres platos. —No es necesario tres —habló Salomé tomando un par de tajadas de las siete que habían en el envase de aluminio—. Ya cené —mintió mientras se llevaba lo que tenía en la mano a la boca en un gesto y masticaba con paciencia, tragó—. Coman ustedes. Yo iré a ducharme para dormir después, estoy bastante cansada —dijo al rato. 
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