Capítulo 7

1778 Words
“Si puedes resolver el problema, no vale la pena preocuparse por eso; si no se puede solucionar, no tiene caso.” Proverbio japonés.             En la república El Silencio, dentro de la casa presidencial, exactamente en una de las zonas con mejor vista a la playa estaba, dentro de un jacuzzi, el presidente de dicho país, Juan Cruz.             Dentro de la pequeña piscina burbujeante también estaba Dante Ferguson, y el vicepresidente de Las Minas Negras: Joe Phiutad. Los demás también eran integrantes importantes del gobierno nacional de Las Minas Negras.             La vista del cielo y las estrellas era el mejor, las olas retumbaban a una distancia no tan lejana, el viento era moderado y la noche una de las mejores.             Juan Cruz fumaba de una pipa mientras una mujer semidesnuda le masajeaba los hombros. —¿Cómo van tus ovejas? —quiso saber Cruz.             Ferguson exhaló el humo del suyo antes de responder con marcada indiferencia mientras miraba el habano entre los dedos de una mano. —Igual de fieles —respondió sin mirarlo a los ojos, sintiendo los masajes de la mujer con poca ropa que se encargaba de él—. Algunos han decidido descarriarse un poco, y ahora protestan a diario a las puertas de La Rosa Blanca.             Cruz arqueó las cejas en una fingida sorpresa. —Le he dicho que ordene balas para cada persona que quiera hacer el papel de libertador en Las Minas Negras —intervino Joe Phiutad, un hombre de piel morena y cabello bastante corto—. Hay que aplicarles mano dura, un severo castigo.             Cruz, hombre delgado casi esquelético por naturaleza, piel blanca y barbas canosas, asintió ante la sugerencia. —Es el método que aplico siempre —concordó—. ¿Qué hay del periodista? —preguntó Cruz la cosa más importante de la noche. —Está siendo torturado con el fin de sacar alguna información —respondió desde su cama de masajes, Hinnata Lenox, una esbelta mujer de alborotado cabello rizado y piel tan blanca que ojeras se le marcaban—. Mis hombres se están encargando de eso. Puedes estar tranquilo. —Saben que ese individuo podría ser una bomba de tiempo —recordó Cruz, el presidente de El Silencio—. Los podría hundir si parpadean un segundo. —No lo hará —aseguró Lenox con voz determinada y soberbia—. Antes de que ocurra le cortaría la lengua y los dedos.   —Como ya sabes, siete barcos llenos de Polerote entraron hoy a tu territorio —agregó Dorothy Bell, pelirroja de piel blanca con pequeña estatura y gafas cuadradas de montura plástica. (Con Polerote se refería al oro n***o que muchos codician) —. El contenido está a tu disposición y nuestras cuentas bancarias esperan hambrientas a por más ceros a la derecha —Cruz sonrió mientras volvía a aspirar de su pipa. —Eso no se hará esperar, dentro de algunas horas mi asistente se encargará de la transferencia —aseguró.               Dorothy estaba sentada en una silla mecedora, los pies puestos cómodamente en un pub y en su mano un Manhatan. Hinnata por su lado, estaba boca abajo en una camilla con su espalda hacia el masajista que deslizaba sus manos una y otra vez sobre su pálida piel de pecas estampadas. —El Dorado ya está en Tierra de Armas —habló Georg Shadow después de haber tomado un trago de Wiskey Bourbon—. 232 kilos por éste mes —entregó cuenta estando relajado con las piernas dentro del jacuzzi—. Eso es más que el mes pasado y aún queda material por explotar. El dinero posiblemente esté en nuestras cuentas hoy mismo, eso fue lo acordado.             Todos prestaban atención sin complicarse mucho la vida, Cruz ya iba por el segundo cambio de tabaco en su pipa y Shadow, hombre de fisionomía árabe, fumaba un cigarrillo. —¿Qué hay de Las Palomas? —inquirió de repente Smith Dark mientras visualizaba las últimas noticias de política en su teléfono inteligente de última tecnología, estaba sentado en un pub, tomando vino Cabernet. —Están reunidas en el sótano de La Rosa Blanca —respondió Joe Phiutad con un cigarrillo electrónico, inhaló—. Las distribuiremos en los distintos países del continente de los Amarillos —exhaló—. Hay cinco de ellas que son mejor que diamantes, la mejor inversión que hemos hecho en años.             Dante Ferguson había fumado su último habano y ahora sólo tomaba Bourbon. Estar allí era tener cada uno su momento de privacidad, fuera de las obligaciones morales o matrimoniales, allí, cada uno del círculo político que gobernaba una nación eran libres de ser lo que realmente eran, libres de ajustar cuentas o entablar alguna conversación en una mesa redonda. Allí todos se cubrían las espaldas. Y la esposa de Dante, Greta Ferguson, no era un impedimento para que el Presidente de Las Minas Negras hiciera lo que quisiera aún cuando ella estaba presente, toda rubia de azules ojos estilo aria, porte con gracia tenía puesta su atención en sus uñas que limaba con delicadeza, ajena a los asuntos políticos que tuvieran estos otros. —Estoy ingeniando alguna solución para esas ovejas descarriadas que atentan contra mi paz mental —habló metafóricamente el presidente de Las Minas Negras, haciéndole una breve seña a la mujer que lo consentía para que se retirara del lugar.   —Ya hemos hablado de eso —refutó Joe Phiutad, todos dentro y alrededor del jacuzzi burbujeante que parecía una olla de brujas hirviendo mientras planean un mal para alguna aldea y conversan acerca de sus fechorías—. Te dije que arrestar a unos cuantos difundirá miedo, temor, eso es lo que queremos, una población temerosa de su Rey, o Reyes —rectificó—. Al diablo lo que opinen las otras naciones que tenemos de enemigas, en el poder estamos nosotros y de allí sólo nos sacará la muerte. —Exactamente eso es lo que no queremos —respondió Ferguson en un intento por hacerlo entender—. No deberíamos buscar que nos vean como los malos, no debemos ser violentos así, a la vista de todos, deliberadamente, como si eso no afectará nuestra reputación ya manchada lo suficiente como para empeorar las cosas. —No tendrás de qué preocuparte —replicó Phiutad escupiendo alternativas—. Sé cómo solucionar las cosas, lo hice en el pasado, eliminé del juego a quién no nos serviría —presumió el crimen—. No estamos aquí para ser buenos —aseveró—. Ya somos malos, no somos santos y no necesitamos ser benevolentes con la nación. Lo que haremos será continuar engañando a Las Minas Negras, aprovechar lo que podamos y continuar fingiendo que seguimos los pasos y cada una de lo que fueron las visiones y misiones de Leonardo Harnold.             Phiutad era mordaz con sus consejos y decisiones, era un hombre dispuesto, terrateniente gracias a expropiaciones de la cual era parte elemental, era una completa víbora cruel y avariciosa. Por alguna razón lógica el fallecido presidente de Las Minas Negras, Leonardo Harnold, antes de morir prefirió aconsejar a la nación para que eligieran a Dante Ferguson de presidente si por alguna razón llegase a faltar él. Pues, dejar a Joe Phiutad a cargo de toda una nación sería como dejar a un Hittler a cargo de una aldea llena de judíos. —Yo tengo una mejor idea —sugirió Cruz—. Obligarlos a obedecer —dijo sin más por algunos segundos. Smith Dark levantó la mirada de su móvil y los clavó en los del presidente de El Silencio. —Se supone que la violencia será la última opción —recalcó Dark con tono sarcástico—. Ese es el acuerdo en común, es cansón repetirlo una y otra vez. —Jamás dije que para esto tendrían que bombardear a cada protestante —aclaró Cruz, sin parecer ofendido por el tono que el hombre joven utilizó hacia él—. Me refiero a chantajearlos. Limiten todo, cada uno de los derechos de los nativos de su país, bloqueen todo aquello que sea vital y necesario para ellos. Háganlo de una manera bastante estratégica. —Ya están limitados —respondió Dark—. No tienen suficiente en la cesta alimentaria, no hay medicinas, no hay insumos estudiantiles, las cosas cada vez escasean sin la esperanza más mínima de aparecer nuevamente. Debemos responderles de algún modo antes que los pocos fieles que nos quedan se revelen contra nosotros. —Exactamente —prosiguió Juan Cruz sin dejar de sorber su pipa—. Ofrezcan cosas, comida, medicina, estudios, hogares, dinero, lo que sea, pero en cantidades reguladas. Les aseguro que una manada de perros después de días sin probar comida o agua considerará un dios a quien les ofrezca la mitad de un pan con medio vaso de agua sin importar que sea del charco más mugre del mundo. —¿Qué sugieres exactamente? —intervino Phiutad nuevamente, considerando la alternativa.   —Marcarlos —contestó Cruz como un psicópata al declarar un homicidio, con indiferencia en su voz, como si hacer eso fuera algo habitual—. Que para poder adquirir cosas de primera necesidad deban tener un sello, un código que sea un beneficio para ustedes y a final de cuenta para mí también. Ya verán que con la situación ninguno de ellos tendrá alguna otra opción si quieren sobrevivir a lo que ustedes disfrazarán como “Batalla Financiera”, ellos por supuesto se tragarán el cuento y otros obviamente no —carraspeó la garganta y prosiguió—. Deben atrapar con persuasión a los más jóvenes, ellos son más peligrosos, dispuestos, seres letales —reconoció—. Quizá es por sus desbocados espíritus de lucha y rebeldía. Ellos son los más difíciles de convencer, considero, pues todo aquel que sepa interpretar letras e historia, ver lo invisible, buscar donde nadie busca, son esos mismos críos a quienes no se les puede llenar el cerebro de mierda, es a ellos a los que deben ustedes temer —pausó antes de agregar—. Hay que adelantarse a cualquier cosa. Idear las soluciones incluso antes de aparecer los problemas.             Todos guardaron silencio ante la ingeniosa estrategia, procesando, digiriendo, mientras Mario Sledge, el asistente de Ferguson escuchaba a una distancia prudente, mientras fingía revisar el cronograma de actividades en el ordenador portátil y anotaba garabatos que según él, eran sugerencias importantes que debía mostrar a su jefe.             Apretó la mandíbula y frunció sus delgados labios, sabía todo lo que aquellas escorias planificaban, sabía el cuándo, el dónde y el cómo. ¿Hasta cuándo guardaría todo aquello? ¿Hasta cuándo fingiría ser cómplice? 
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