Capítulo 23

1288 Words
“Procura que tus palabras sean mejor que el silencio.” Proverbio japonés. —...aún siguen desaparecidos dos guardias nacionales; Sebastián Yanez, Lorenzo Acosta y el periodista Edgar Montalvo. Mientras tanto Abraham Quintana, Raúl Mendoza y Carlos José Soler están recluidos en la cárcel Puente Acero bajo culpabilidad de traición a la nación, difamación al presidente e intento de atentado contra el mismo. Los familiares piden clemencia y respuesta de los oficiales y el periodista los cuales no ven desde aproximadamente un mes y que posiblemente estén siendo maltratados al violar sus derechos humanos e impedir la libertad de expresión…              La aguja seguía rompiendo la piel, marcando con tinta los bordes de un toro y dejando evidencia de la admiración del cliente hacia el famoso cineasta. Alexander Sotto no prestaba atención completamente a lo que decía el noticiero en la televisión que mantenía encendida dentro de su habitación de trabajo, más bien conversaba tranquilamente y le daba importancia a la historia tras el tatuaje que en ese momento marcaba en el brazo del hombre frente a él. —¿Es entonces tu fuente de inspiración? —preguntó distraídamente el joven más como una afirmación, sentado sobre una silla rodante de oficina. —Así es —afirmó el hombre de ligera barba—. La verdad es que sus obras me han marcado, me siento identificado con casi todas sus películas. Para mí es el padre de los mundos fantásticos —rió y Alexander lo imitó con una sonrisa suave y limpia—. Ya sabes, esos mundos a los que puedes viajar sin necesidad de drogarte —volvió a reír pero ésta vez con más pesar, como su aquello dicho lo hubiera evocado aun pasado triste.   —Una historia, una poesía, una película, una canción, una pintura, todo eso es una perfecta nave que puede llevarte a conocer mundos paralelos sin la necesidad de hacerte daño con alguna sustancia de esas —concordó Alexander con el mismo tono que utilizaría un viejo erudito de alguna iglesia.             Siguió trazando los bordes de aquel toro que en vez de tener colgado a su nariz un aro de hierro tenía una G que significaba la primera letra del nombre que tenía la persona admirada por el cliente de Alexander. —¿Y tú no lo haces? —preguntó en cambio el cliente del joven artista—. Digo, eso es lo que pensaría cualquiera que mirara tu aspecto y estilo... —pausó al imaginar que eso incomodaría al muchacho, pero fue lo que menos sucedió.             Alexander sonrió a labios cerrados sin interrumpir su trabajo. —Eso es el gran defecto que suelen tener algunos —dijo tras una pausa mientras le daba retoques con otra aguja a la continuación del bosquejo en la espalda de su cliente, la cual mostraba la cara de un fauno siendo observado por una niña de cabello corto—. Y se convierte en un serio problema cuando tomamos por costumbre juzgar a las personas por su apariencia. Sin conocer su esencia, los que los hace humanos a pesar de ser feo o peculiar —pausó, la cara de su cliente, a pesar de ser mayor que Alexander mostraba reflejos de quién entiende un punto de vista humildemente—. Algo así como cuando una joven mujer siente atracción hacia un animal acuático ¿Te recuerda algo?             El cliente de gorra puesta asintió de inmediato con una sonrisa amigable en su rostro. —Claro —contestó el cliente—. Por supuesto, es el vivo ejemplo de los prejuicios en una persona adulta.             Alexander colocó la aguja en la bandeja de metal sobre la mesa a su lado que sostenía a su vez un gran espejo que abarcaba casi todo lo ancho de esa pared dentro de esa mediana habitación. Había instrumentos sobre las mesas estrechas pero largas, recostadas cada una a las tres paredes a excepción de la pared en la que se encontraba la puerta. Había también gavetas bajo ellas, un aire acondicionado y buena iluminación, para ser el área de trabajo de un artista de esa índole, estaba bajo un perfecto orden.             Sotto hizo puños con sus enguantadas manos, para luego estirarlas, repitiendo el ejercicio varias veces en un intento por hacer que la sangre corriera bajo su piel y eliminara el entumecimiento de sus dedos. Evitó quitar la mascarilla que cubría su nariz y boca para no dejar que sus clientes miraran la herida que tenía sobre el labio o los hematomas que tenía en su mentón y pómulo que apenas se asomaban fuera de la tela del objeto ante su cara.             Afortunadamente, con algo de maquillaje pudo cubrir los moretones sobre sus cejas, con tal de disimular la realidad. —Hasta hoy llega ésta tercera sesión —avisó con igual amabilidad a su cliente—. Trata de mantener el área en ventilación y no exponerte a altas temperaturas —aconsejó levantándose de su asiento—. También toma algo para el dolor y para prevenir la fiebre, suele suceder a veces y eso no significa que a causa del tatuaje tengas infección.             El cliente asintió levantándose de la silla y colocándose la holgada camisa con cuidado. Rebuscó en su bolsillo trasero una cartera mientras Alexander se disponía a quitar las agujas usadas y desecharlas dentro de una papelera cercana. —Aquí tienes, joven —le dijo el cliente entregándole diez billetes. Alexander los tomo en sus manos y los contó, asintió. —Bien —respondió mirándolo a la cara—. Nos veremos pasado mañana. —Entonces hasta luego —estrechó la mano de joven.                Alexander lo miró salir y esperó entonces la entrada del otro cliente. Pero el que entró por la puerta no era precisamente el que esperaba. —Buen día —saludó el hombre de ojos azules que irrumpió en el local de aquel centro comercial en el cual laboraba Alexander—. Soy Zimmer, William Zimmer —se presentó, los ojos negros del artista lo miraron impávidos en un disimulo forzoso, pues el joven sintió que su tórax estaba a punto de reducirse a un grano de frijol.   —Buen día —saludó mientras pensaba >.             Era un verdadero problema tenerlo allí, en su lugar de trabajo. Imaginó velozmente el sitio en el cual estaban las tijeras, eso podría servirle de defensa en tal caso de una nueva agresión, o el bate que ocultaba en una de las gavetas, eso serviría de antidisturbios. Pero sería de poca ayuda, el hombre portaba una pistola en un estuche sobre la cadera, era un oficial. —¿En qué puedo ayudarle? —quiso saber, mirándolo a la cara. —Quítate el tapabocas de la cara —pidió con tono calmado un una ligera expresión amigable, de esas que adopta un padre que descubre el motivo de la actitud huraña de su hijo adolescente.             Alexander titubeó ante aquella petición, pero supo al instante que no era tanto problema. > le dijo Alexander en su mente >. Retiró el objeto de ligera tela de su cara, revelando la cicatriz roja sobre su rosado labio inferior y los manchones oscuros ocultos bajo maquillaje que se extendían desde su mentón, pómulos y otras partes de su rostro.             Alexander tragó saliva a la espera de alguna cosa, en medio de la incertidumbre.             Sin embargo lo sorprendió la expresión ceñuda que adoptó el oficial mientras hacia un gesto negativo con la cabeza en desaprobación. —No volverá a pasarte algo igual —murmuró el hombre de n***o uniforme a pocos metros de él, con el tono de un amigo que planea vengar algún daño ocasionado hacia el otro en alguna riña callejera. 
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