Capítulo 2

1263 Words
“También el mejor guardián de algo puede ser el mejor ladrón”. Platón.             Salomé King se detuvo ante un portón de rejas cuyo resguardo era a un abasto al borde de la quiebra.    —Buenas tardes —saludó.             Captando la atención del hombre que alguna vez fue gordo y que ahora le quedaba la ropa holgada.             Este no tenía muy simpática cara y mucho menos lo era su expresión, el señor era similar a una rana pasiva que se encuentra trasmutando a perezoso, este hacía silencio, mientras la observaba desde atrás del periódico que sostenía en sus manos esperando la solicitud. —¿Hay aquí verduras a la venta? —dijo Salomé mirándolo a través de las rejas azules.             El hombre movió la cabeza lentamente en gesto de negación, sin dejar de someterla a un escrutinio con la mirada detrás de sus viejas gafas de aumento.   —¿Granos? —preguntó entonces, largando a su vez la vista hacia los anaqueles vacíos. Notando que lo único que parecía predominar era el plástico y el metal, en ollas y platos que notoriamente hacía mucho tiempo no se vendían.               El hombre espabiló tranquilamente, volviendo a negar con un gesto de cabeza. A Salomé de pronto le pareció que aquel hombre de saltones ojos verdes hacía el movimiento que hace un ventilador cuyo extremo superior da medio giro repetidas veces con el fin de espantar algún bicho que dance en el vacío espacio. —¿Entonces qué hay de comer? —dijo casi rendida mientras el sol del atardecer casi se ponía en el horizonte.             El hombre continuaba con los pies sobre otra silla en una posición bastante cómoda, aún con el periódico en la mano respondió: —Queda un pan —dijo con una tranquilidad cansina—. Recién salido del horno —agregó y miró hacia un lado, posando la vista en el alimento—. Vuelan como aves cuando terminan de cocinarse. Ocho con cinco centavos.               En ese preciso instante a Salomé la boca se le hizo agua y el estómago le recordó su deber. Entonces se apresuró a decir:   —Lo compraré.             Para vergüenza y frustración de ella sólo tenía ocho exactos. El vendedor caminó hacia las rejas y con el pan en la mano extendió la otra para recibir el dinero.             Salomé tragó saliva, con cara ligeramente crispada de ansiedad, como un niño al que le impiden comerse el dulce que ha permanecido por semanas sobre la mesa, entonces entregó los cuatro billetes ligeramente arrugados. El canoso hombre los tomó, lo pensó, mientras observaba el dinero incompleto, cruzaron miradas y ella rogaba al cielo una respuesta positiva. Entonces, sin decir algo más, como si por encima de su ropa se notara la necesidad el comerciante eligió no decir nada y entregarle el pan.             Salomé quería comer ella sola aquel pan, pues la boca seguía rogándole una mordida al inflado alimento  que desprendía un cálido olor a gloria y paraíso. Pero se negó a hacerlo, debía llevarle algo de comer a sus padres, ellos eran la prioridad para ella. Prosiguió su caminar por las calles desmejoradas de la pequeña ciudad capital de Las Minas Negras, llamada Puerto Libertad y como un pinchazo de vértigo, sintió que alguien le seguía los pasos, pero no hizo caso de ello, habían algunas personas caminando por allí en ese momento. Entonces fue tarde cuando, de un brusco tirón luego de un empujón que casi le hizo perder el equilibrio, un par de manos delgadas y mugres le arrebataron su comida del día.             Eran dos chiquillos que montaban semejante robo sin alguna arma en sus manos. Sus ropas eran andrajosas y sus cabellos sucios y revueltos, no pasarían de algunos ocho años de edad y se notaban bastante desnutridos. Sin reparar en la cara sorprendida de Salomé, no perdieron el tiempo y corrieron de vuelta por donde vinieron. Lo más triste de todo, aparte de que le hubiesen robado, era que a lo lejos en la calle ese par de críos comenzaban a pelearse por aquello hasta que el más grande venció al pequeño y se largó en una carrera con el objeto del robo, dejando a quien posiblemente era su hermano menor, llorando desconsoladamente por el hambre y la impotencia. Salomé sacudió las manos en un gesto de “no hay remedio, es una lástima”, dejándolo todo atrás. ¿Qué podría hacer? ¿Correr detrás del niño? ¿Perseguirlo hasta atraparlo y recuperar el pan? ¿Y si la conducía a donde le esperaban sus padres dentro de aquellos gigantescos botes de basura dispuestos a lo que fuera con tal de conseguir algo de comer?             Vivir en Las Minas Negras en esos tiempos no era cosa fácil, la gente moría a diario en manos de la delincuencia y desnutrición. Todo era caótico, se escuchaban lamentos por todas partes mientras un pequeño porcentaje del país continuaba siendo partidarios de ese tipo de gobierno que disfrutaba dándole la espalda a la nación que tenían en sus manos.             Hastiada estaba ya de buscar empleo y no conseguir, podría decirse que la situación de ese entonces era como observar una calle vacía con un filtro blanco y n***o, en donde el melancólico viento que sopla eleva la basura liviana, arrastrándola hacia algún lugar cercano sin que se pueda hacer más nada. Con todo esto, Salomé llegó al centro de la ciudad donde precisamente se encontraba la plaza principal, divisando a un grupo de personas con la mirada frente a una pantalla gigante a lo alto; estos gritaban y exclamaban a favor mientras sonreían, otros lloraban por la “agradable” emoción que suponía para ellos el ver a Dante Ferguson dar su parlamento. > le dijo Salomé en su mente manteniendo una cara de pocos amigos, semejante a la expresión que tenían varios opositores rezagados en cada esquina, con los brazos cruzados y la impotencia fluyendo por sus venas. —...por supuesto que tengo en cuenta la necesitad alimentaria de los nativos de Las Minas Negras —dijo Ferguson como como un padre que le recuerda a sus hijos bastardos que sigue teniendo en cuenta su deber con ellos—. Y no desesperen —pidió con evidentes gestos pre actuados—. Planificado está para poner en marcha a partir de mañana la entrega de cestas alimenticias para cada familia de ésta nación. Para combatir el hambre y la miseria que nos azotan sin clemencia alguna. Es gracias a éste presidente —se señaló a sí mismo—. Que tendrán todos ustedes la alimentación que merecen —volvió a señalarse frente a las cámaras—. Gracias a éste humilde servidor es que no seguirán sufriendo por lo mismo. Otro presidente no lo hubiera planificado como éste gobierno lo hace. Éste gobierno que desde siempre ha pretendido acudir al auxilio del pobre. Siempre seguiré y los invito a seguir los lineamientos que nos dejó el recordado Leonardo Harnold fallecido presidente de Las Minas Negras, gran hombre que me ha dejado a cargo de toda una nación. Digamos ¡NO! Al intento de invasión por parte de los miserables pertenecientes a Tierra Dorada…               Salomé puso los ojos en blanco al ver que los únicos miserables eran quiénes a pesar de la situación seguían aplaudiendo la transmisión del discurso dado por un hombre que seguramente tendría el estómago abastecido, mientras ellos, si pudieran sentir náuseas alguna vez, lo único que vomitarían sería litros y litros de saliva pútrida, puesto que ni para la pasta dental les alcanzaba el saldo de sus tarjetas de débito.   
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