Capítulo 4

1132 Words
“En la tormenta es cuando se conoce al buen piloto.” Séneca.             El corazón de Salomé retumbó tras sus costillas y el vértigo amenazó con hacerla estremecer. La calle estaba vacía, pues el bullicio había quedado atrás, así que su instinto le decía que mejor era cooperar, a no ser que quisiera terminar con una bala en la frente. —¿Es que eres sorda? —inquirió el maleante con tono y expresión amenazante sin dejar de apuntarle con el arma justo al estómago.             Salomé no se lo pensó demasiado, de modo que, con dolor y pesar tuvo que entregar el dispositivo. Su mano dejó de tener en posesión el móvil que ahora sostenía el joven de cabello amarillento que hacía juego con su piel curtida. —Regresa el teléfono —ordenó una voz desde más atrás, a espaldas del maleante.             El adolescente de complexión escuálida giró sobre sus pies, apuntando entonces al hombre de uniforme n***o que parecía no tener miedo de morir. El rostro del delincuente se crispó en un gesto de incredulidad y burla, entonces bufó.   —Creo que no estás en posición de exigir —le recordó el ladrón apuntándole con el arma a la cara del guardia cuya expresión estaba lejos de ser de susto.             Entonces, en una maniobra demasiado rápida, tan veloz que Salomé no supo cuáles fueron exactamente, el guardia de uniforme especial le arrebató el arma al ladrón que ahora parpadeaba sin poder creérselo. —Ahora sí estoy en posición de exigir —reconoció el guardia apuntándole en medio de los ojos, con suma tranquilidad en el tono de voz empleado—. Ahora regresa el teléfono a la dama.             Salomé tragó saliva con miedo, mirando a uno y al otro sin saber qué hacer. El jovencito de roto pantalón y camisa holgada regresó el móvil a regañadientes y posterior a eso el oficial de azules ojos, de otro movimiento estratégico militar se dispuso a llevar a patadas aquel delincuente al calabozo más cercano, en éste caso, el del comando policial de la ciudad Puerto Libertad.             Salomé no dijo nada, no tenía nada que decir, se sentía como quién sobrevivió a un terrible accidente automovilístico intacto, sin algún rasguño, como si fuera más bien parte de una premonición. Entonces se dispuso caminar de una vez a su casa, pues, había sido un día bastante lleno de acontecimientos para nada agradables.   ***             Dante Ferguson, caminando como un hipopótamo apresurado avanzaba por los largos e impecables pasillos de la casa presidencial rumbo al helipuerto y Mario Sledge tras él como un polluelo detrás de mamá gallina, recordándole los deberes y poniéndolo al tanto de los últimos acontecimientos. —Señor, hay gente manifestándose a las afueras de La Rosa Blanca —avisó el asistente refiriéndose a la casa presidencial—. Hay toda clase de personas. Están molestos. —Tengo cosas más importantes qué hacer —refutó el presidente sin dejar de avanzar hacia el helicóptero que le esperaba—. Diles a los guardias que se encarguen.   —Señor, pero esas personas están exigiendo sus derechos —insistió el pelirrojo con su habitual nerviosismo y un montón de carpetas en las manos—. Si no les presta usted la atención que solicitan ya tendremos a todas esas organizaciones del mundo recordándole su deber con la nación.               Ferguson parecía ya bastante cansado de tener esa piedra dentro del zapato. Se detuvo en seco y encaró a su asistente que, por cierto, era más alto que él. —Pues entonces eliminen a unos cuántos —buscó a tientas una solución—. Pero no quiero seguir siendo fastidiado nuevamente con lo mismo. Quizá en algún momento se cansen de estar allí perdiendo su tiempo. —Señor presidente, pero hay niños allí —le recordó, intentando hacer que entrara en razón.             El hombre ya en el helipuerto, muy cerca del vehículo volador, bufó. —Qué más da, no son mi familia —se encogió de hombros—. Haga una llamada y ordene que les den un buen susto. Quizá eso les dé una idea mejor que estar a las puertas de La Rosa Blanca exigiendo lo que claramente no se le solucionará.   El asistente, en desacuerdo pero sin mostrarlo abiertamente tuvo que tomar su móvil de trabajo y avisar al sistema de seguridad de la parte exterior a la casa presidencial lo siguiente que debía llevarse a cabo. —Y no se me quede, Sledge —le recordó Ferguson con más humor—. Lo necesito.             El asistente asintió, dándose paso a la entrada del helicóptero junto a los demás mandatarios gubernamentales que conformaban la vértebra del sistema que arropaba la nación. Su destino esta vez era la república El Silencio, un país de los pocos que mantenían relaciones comerciales con Las Minas Negras. * * *             En uno de los inmensos balcones frontales de La Rosa Blanca, el coronel Félix Hernández observaba todo a su alrededor, totalmente impotente y con la amarga sensación de estar siendo un inútil al tener en sus manos un arma y no poder defender a quiénes realmente lo merecían. Habían a las afueras de La Rosa Blanca todo tipo de personas; mujeres con niños en brazos protestando por la falta de los alimentos indicados para los infantes con algún caso clínico. Familias mostrando su desacuerdo por la expropiación de sus fincas. Otros más con carteles y pancartas que rezaban: “Ferguson, tu mensual cesta alimentaria no abastecerá el hambre que tiene Las Minas Negras”. “Ferguson, los niños mueren por desnutrición en éste país”. “No somos perros, Ferguson, queremos abastos llenos, no depender de tu cesta, eso es miseria”.             Eso y muchas cosas más decían los letreros que agitaban con fuerza los manifestantes en su mayoría vestidos de blanco. Mientras el coronel Hernández tragaba el nudo que sentía en su garganta al comprender y reflexionar acerca de la diferencia entre esas familias y la suya propia, que, gracias a un buen sueldo por su servicio militar, estaban viviendo económicamente bien.             Hace mucho tiempo este oficial había entrado en la razón de que mucho le convenía a Ferguson pagarle bien a los militares, a fin de cuentas era lo único que podía protegerle dentro de los límites de Las Minas Negras. Pues, de sobra sabía que la república El Silencio, Tierra de Armas, y La Gran Bonanza protegían y resguardaban internacionalmente lo que cada nativo de Las Minas Negras consideraba una dictadura, apoyando así a cada ente gubernamental de dicho país y todo por el simple y a la vez inmenso interés de exprimir cada gota de Polerote, oro n***o que escondía el interior de la madre tierra, el mineral dorado que se encontraba en las entrañas de grandes minas y otros beneficios similares. 
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