Capítulo 1

1576 Words
“Cuanto más se camina por el bosque, más leña se encuentra.” Proverbio ruso.             Salomé King se sentía como un fantasma mientras caminaba de algún lado a otro dentro de su casa, era ya las cinco de la tarde y en su estómago aún no había algo qué digerir. Tragó saliva, odiando la situación, frustrada revisó la nevera y no se encontró con otra cosa que no fueran un par de transparentes botellas de plástico con agua. Suspiró tras cerrar la puerta inferior del artefacto, recostando su frente entonces sobre la puerta del congelador, pensando cómo solucionar la situación económica que los envolvía a todos como un manto de fuego y espinas.             Un sonido que frecuentaba a diario llegó de nuevo a sus oídos, de modo que por instinto giró la cabeza hacia el origen de la grave tos emitida en una de las habitaciones de la casa de estilo rural en la que vivía y se encaminó hacia allí.             En el umbral pudo ver a su canoso padre sobre una cama ubicada en un espacio cerrado y de pocos objetos que pudieran darle un toque de alegría a la estancia. Terminó de toser y posterior a eso doña Sophia King le sujetó de la cabeza para ayudarle a beber del vaso con agua que le sujetaba para facilitarle el trabajo de tomar la última pastilla que le quedaba en la tabletilla de plástico.             No podía hacer nada en ese instante, su padre estaba enfermo de asma, su madre ayudaba en lo que podía mientras Salomé continuaba buscando empleo en un país dónde últimamente la economía le arrebataba oportunidades a todos. Sus estudios universitarios de medicina fueron congelados por falta de presupuesto para llevarlos a cabo, allí, como en todas partes, hasta inhalar aire costaba dinero y posiblemente ni eso era cosa fácil.             Se dirigió a su habitación, al lado de la de sus padres y comenzó a rebuscar en cajones, bolsos y bolsillos de la ropa, albergaba la esperanza de conseguir algún dinero que por suerte hubiera dejado olvidado en alguna parte.             Toda la habitación con tonos poco alegres de blancas paredes vacías estaba revuelta, su cara era de evidente frustración, sus ojos de verdes iris continuaban escrutando cada rincón en busca de alguna señal. Salomé era el tipo de persona que no exteriorizaba al máximo su estado emocional, callándose algún sufrimiento con tal de no preocupar a sus padres o provocar lástima en alguien; a veces tenía lapsos de resignación, pero no eran demasiado permanentes, lo que sí no podía arrancar de su abanico de emociones era la agria sensación de impotencia ante las circunstancias que en ese entonces vivía la mayoría de la población en Las Minas Negras.             Aún así no se rindió, su estómago volvió a rugir en protesta pero ella intentó ignorar aquello, de prestarle mucha atención estaría sentada en el suelo abrazando sus piernas como si fuera una niña, llorando. Tomó de entre todo el desorden un chaleco de blue jean y rebuscó entre los bolsillos uno por uno. >. Se dijo internamente, sintiendo el alivio entrar a su sistema como un chorrito de fresca agua mineral luego de una carrera por el desierto.             Eran cuatro billetes los que permanecían arrugados dentro del tercer espacio oculto que allanó como si fuera alguna especie de guardia nacional buscando algún paquete de drogas en el bolso de un sospechoso. Sostuvo sus billetes con el pulgar y el índice de la mano, observándolos con sus entusiasmados ojos brillantes y planificando desde entonces en qué invertirlos. ***             A muchos kilómetros del hogar de Salomé, Dante Ferguson, presidente del país Las Minas Negras, dejó a mitad el plato de costosa gastronomía, se limpió los labios con una servilleta y se dispuso a levantarse de su asiento, ya estaba lo suficientemente saciado y ahora planeaba dar otro más de sus discursos. Todo odioso, indiferente y prepotente, ataviado con un chaqué de chaleco rojo y en su muñeca izquierda un rolex de oro, aparentaba una vulgar imagen de excesos ante toda una población ambrienta. Ferguson era un hombre blanco de pequeña estatura y complexión robusta por el sobrepeso, los ojos negros ligeramente achinados y una sonrisa descarada y burlona la mayoría del tiempo, era algo que lo caracterizaba.             Había guardias por todas partes en posición firme, atentos a cada cosa y Mario Sledge, su asistente, todo el tiempo estaba detrás de él. —Aquí tiene el guión, señor —dijo con su habitual voz nerviosa, entregándole una docena de hojas impresas al presidente.               En el interior de aquel salón de lujo en la casa presidencial ahora estaban ambos, a un lado de la mesa costosamente servida con el mejor vino, los restos de su cena y el postre que dejó sin probar. Con una silenciosa expresión de fastidio Ferguson tomó las hojas y les dio un vistazo rápido. —¿Qué cosa tengo que decir ésta vez? —le preguntó al pelirrojo que tenía como asistente.             Sledge empujó sus anticuadas gafas con la punta del dedo índice hasta que quedaran justas y sonrió fugazmente, siempre delicado y formal ante la máxima autoridad del país.   —Algo acerca de las emigraciones y las niñas desaparecidas —le recordó—. También alguna cosa que anime a la nación, como las futuras cestas alimenticias que usted piensa donar.             El presidente asintió al escucharlo, aún sin levantar la vista de las hojas, entonces, odiando tener que estar vomitando mentiras en público caminó sobre costoso piso de porcelanito rumbo a la sala en la cual actuaría todo el rato que durara la transmisión.             La casa presidencial era una red de abundancia, seguridad y lujos innecesarios, dentro de todo el territorio especialmente destinado para quien fuera presidente de las Minas Negras, había al menos un centenar de aspectos en los cuales este no se había detenido al menos a valorar visualmente, cuadros famosos pegados en las paredes blancas bien tapizadas y el techo sobre de ese último piso era una inmensa bóveda de un dorado oscuro con incrustaciones de diamante que por las noches daba el aspecto de tener una constelación muy a lo alto de quien morara en ese lugar. A cada cinco pasos cualquiera podría encontrarse con alguna estatua de mármol en forma de ángel o algún león de pose imponente que hubiera sido forjado en baño de oro y un inmenso jardín desbordado de muy bien tratadas rosas blancas a las que Ferguson le prestaba la atención que un elefante le presta a una mosca. En su poder, el mencionado presidente tenía una flota de al menos veinte aviones privados y como era de esperar, apenas utilizaba uno o dos de ellos, así como únicamente le daba uso a dos de los quince yates que entraban dentro de su patrimonio legal; lo descarado de esto radicaba en que ninguno de esos lujos fue adquirido por herencia o mérito, sino por lavado de dinero y otros negocios grises de los que se valía este y su círculo social.               Después de que el personal apropiado le maquillara apenas, dándole una mejor imagen, se sienta en un mueble bastante cómodo de bordes dorados y almohadón rojo ante un pequeño escritorio. Un micrófono situado sobre la mesa de algún modo estaba ahora frente a sus delgados labios y permitía que los altavoces dejaran escuchar las primeras palabras que dijo ante las múltiples cámaras que grababan la función.   —Es un honor para mí, presentarme en una transmisión nacional nuevamente, para entregar cuentas al país de ciertos acontecimientos recientes en el ámbito político y económico —dijo de primero, con una cara de entrega y compromiso—. Sabemos que, a causa de otras naciones que no quieren el bien para Las Minas Negras, hemos estado atravesando los momentos más difíciles. Y, por ende, muchas personas han querido emigrar lejos de aquí —pausó—. Eso, en definitiva es algo que considero una traición, no a mí —se señaló con los índices de sus manos, meneando la cabeza y luego con los mismos señaló hacia arriba— a la nación. Una traición al país es irse lejos, abandonar la lucha. Ya vemos que aquello no trae todo el tiempo los resultados esperados, a algunos les va bien. A otros les va mal. Mientras nosotros nos seguimos hundiendo por culpa de la nación del diablo: Tierra Dorada. Esa, liderada por el mismo satanás, que mediante el chantaje impide que Las Minas Negras mantenga relaciones comerciales con otros países. Pero no nos rendiremos —pausó antes de proseguir mientras levantaba el dedo índice como quién dicta una sentencia, arropando con la mirada las cámaras frente a él—. Y lograremos arrancarles a las niñas que nos han robado, ellos, que han borrado la sonrisa de las caras de cada familia que aún las buscan, que todavía exigen su regreso. No descansaremos hasta hacer justicia.             Tras improvisar la primera fase del guión teatral que solía montar siempre, al menos una veintena de periodistas prorrumpieron en preguntas, en una ininteligible cadena de frases interrogantes, incuestionable competencia por obtener alguna respuesta a las inquietudes que tenía la población nacional. Sin embargo, poco le apetecía a Ferguson recibir el impacto de preguntas que lo dejaran fuera de base, así que, como previsto estaba, dejó claro que sólo daría un discurso y no una entrevista, silenciándolos a todos con una diplomacia que dejaba el desagradable rastro de su hipocresía. ¿Y quién podría obligarlo a lo contrario? 
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