CAP. 15 – TE VEO
Y entonces, un crujido de rama, una sombra que se alarga demasiado, le habla a Emma de alguien que está allí. No muy cerca. Pero atento.
Claro que no se muestra, ni deja huellas. Solo señales. Para que sepa que sigue estando a la mira:
Una roca movida, en el sendero que tan bien conocía. Un dibujo que Noah no hizo.
Claro que Emma no lo ve. Pero lo intuye. Como si el bosque gozara de ojos prestados.
No es solo una amenaza, es una advertencia. Es alguien que sabe lo que Emma hizo.
Tal vez fue testigo. Quizás es cómplice. Pero no actúa. No la pierde de vista. Y aguarda.
Emma se detuvo en el claro. Noah estaba distraído con George, dibujando. El zorzal calló. Y en la cortezuela del árbol, había una nueva marca. Dos palabras. Te veo. Apenas dibujada. Todo un símbolo, casi como si el bosque hablara en otro idioma. Uno que solo el que observa entiende.
Dos palabras talladas en la corteza de una acacia solitaria, en medio del bosque, donde la senda se bifurca y el aire se vuelve más denso
TE VEO.
No con pintura, por supuesto. Eso hubiera llamado mucho la atención. Estaba como grabado. Con algo filoso. Con propósito.
Volvió días después, sola. Las palabras continuaban allí. Más profundas, más firmes.
Y cada vez que volvía, la acacia parecía diferente. Como si el árbol recordara.
Siempre el mismo árbol, sin huellas. Tampoco testigos
Es cuando Emma comienza a prestar más atención. A dar importancia a cosas fuera de su sitio: ramas quebradas en dirección a su hogar, rocas apiladas junto al tronco donde solía sentarse a descubrir formas de nubes. Y hasta una pluma negra clavada en la tierra. Seguía siendo vigilada.
Emma siente que alguien la acosa, que hay una presencia que quiere ser invisible y estar.
Tal vez es alguien que vive entre los árboles. Tal vez es el bosque mismo, usando manos humanas para decir.
Emma pasó la mano en la corteza. La palabra seguía fresca. Como si hubiera sido escrita ese mismo día. “TE VEO.” No era un aviso. Era una declaración de poder. Y Emma, por vez primera vez, sintió que el bosque no la resguardaba. La ostentaba.
Aunque no retrocede, sabe no es valiente por naturaleza. Lo es por necesidad. Porque el miedo está intentado instalarse en su vida, en su bosque, en su hijo. Y ella debe desalojarlo. Hay una misión no concluida
Y sabe que no debe detenerse. Porque si lo hace, el miedo gana. Y si el temor gana, todos pierden.
Emma sigue frente a la acacia, no sabe cuánto tiempo estuvo mirando a ver si de tanto hacerlo se borraba La palabra sigue allí, como siempre. “TE VEO.” Pero esta vez, ella contesta. Con la punta de su cuchillo, escribe firme debajo: “YO TAMBIEN”
Por su misión. Y porque, no va a dejar que el miedo la entierre antes de tiempo.
Al día siguiente, luego de dejar a Noah en su colegio, abrazo breve y a salir a comprar los ingredientes para la cena. Entonces lo ve. Nadie parece conocer su nombre, al menos no uno que el pueblo recuerde. Lo mencionan como “el del galpón”, “el que no saluda”, “el que mira torcido”. Pero Emma lo reconoce por lo que es: un hombre ordinario, violento, lleno de rencor.
Padece de un odio que no es explosivo, es estructural. Tiene muy claro su odio por los que engordan, porque según él, no deben existir. Cree que el cuerpo debe ser útil, no pesado. Que quien no se mantiene dentro de un peso correcto, estorba. Odia a los que lloran. A los que titubean. A los que no caminan derecho.
Su vida es una serie de normas no escritas: comer poco, hablar menos, nunca pedir ayuda. Y quien no cumple, merece un enorme desprecio.
Vive dentro del bosque, pero no lo ama. Lo utiliza y lo vigila.
Emma lo vio junto al negocio de materiales de construcción, con la camisa manchada de grasa y los ojos como clavos. No precisó de decir nada. Su sola presencia hablaba.
Y en esa mirada, Emma comprendió: no era solo odio. Era una manera de existir.
Parece pertenecer a otra especie, los que llegaron para criticar lo imperfecto. sin ver lo que son… El desprecia
No es solo un hombre. Es un emblema de algo más oscuro. De una especie que no se nombra, pero que existe en cada población, en cada calle, en cada mirada que juzga sin comprender.
Son los que llegaron para reprender
No edifican, se limitan a corregir. Como si el mundo fuera un error que deben enmendar.
No saben amar, evalúan. Como si las personas fueran estudios que nunca logran aprobar.
Tampoco saben vivir, controlan. Como si respirar fuera una prerrogativa que otros no merecen.
Este hombre considera que lo imperfecto es una amenaza. Que los cuerpos que engordan, los que lloran, los que tropiezan, contaminan su idea de orden.
Aunque nunca se mira. Nunca se cuestiona. Porque su espejo está resquebrajado, y él lo culpa al reflejo.
El comercio estaba repleto. Era día de feria, y los cuerpos se movían como olas tardas entre estantes y mostradores. Emma estaba con Noah, buscando piedras blancas para embellecer su jardín. Y él, -el odiador serial- entró como siempre: con los ojos afilados, con la espalda rígida, y el juicio dispuesto.
Se detuvo al lado de un hombre obeso, que sudaba en silencio, con la camisa adherida al cuerpo y la dignidad intacta.
El hombre no decía nada, solo esperaba su turno. Pero eso, para el odiador, era excesivo.
-Primero bajá de peso -dijo, sin bajar la voz-. -Después intentá estar en el mismo espacio que los otros.
El silencio fue rotundo y no por respeto. Por shock.
Emma lo miró. Noah se agarró con fuerza a su brazo.
El hombre obeso no dijo nada, no por cobardía. Por decoro.
Pero el que odia no busca obtener respuestas. Busca herir.
Y en ese instante, Emma comprendió: no era solo un hombre. Era una grieta en el lienzo del pueblo. Una voz que muchos silenciaban, pero que compartían en secreto.
Solito el odiador se inmoló para próxima víctima…
Fue una decisión sin palabras. Ese hombre brusco, vulgar, lleno de rencor, se convirtió en lo que más despreciaba: una imagen que estorbaba.
Una mañana, Emma volvió al bosque. No necesito hacer mucho esfuerzo. Las personas tan seguras de sí, tropiezan. No miran hacia abajo, jamás.
Más tarde, lo hallaron en su galpón, los restos de un galpón rodeado de papeles, también quemados. Una muerta más que registra la zona rural, rezaba el periódico local. Y acusaron al viento.
El odiador se inmoló con fuego. Se entregó como víctima, no por culpa, sino por derrota interna.
Porque el odio, cuando no encuentra repercusión, se vuelve peso. Y él, que odiaba los cuerpos pesados, descubrió que el suyo ya no podía sostenerse.
Emma lo miró desde lejos. En silencio. Y en ese silencio, el bosque volvió a cantar.