El estudio respiraba con el ritmo agitado de Damián, cada jadeo suyo haciendo temblar la llama de la vela que luchaba por no extinguirse. Las sombras se retorcían en las paredes, donde bocetos de batallas y rostros olvidados susurraban secretos en lenguas muertas. Sus manos, embadurnadas de rojo oscuro, guiaban el pincel con movimientos espasmódicos, como si algo más fuerte que él controlara cada trazo.
El lienzo cobraba vida con una escena de pesadilla: Alessandro emergiendo de un mar de llamas, su armadura negra goteando un líquido espeso que se coagulaba en el lienzo como sangre real. A sus pies, espadas clavadas en tierra fértil se convertían en lápidas improvisadas, mientras sus ojos dorados reflejaban el fulgor de aldeas enteras consumidas por el fuego. Cada detalle era más vívido de lo que Damián recordaba, como si la memoria no fuera suya, sino de alguien que había vivido aquel infierno y ahora se la implantaba en la mente a través de sus propias manos.
—Por favor, basta... —su voz sonó quebrada, pero sus dedos seguían mezclando tintes en la paleta, creando un bermellón tan vivo que parecía palpitar bajo la luz de la vela.
En el rincón más oscuro, la loba observaba, su pelaje n***o fundiéndose con las sombras. Cuando una lágrima de Damián cayó sobre el cuadro y se mezcló con la pintura fresca, el animal mostró los colmillos en lo que solo podía describirse como una sonrisa, antes de escabullirse hacia el balcón donde la luna bañaba.
*"Cae más hondo"*, pensó Moriel a través de los ojos de la bestia, mientras la loba se echaba. *"Deja que la oscuridad te envuelva por completo."*
Abril despertó con un grito ahogado que se quebró en tos seca, los pulmones ardiendo como si hubiera inhalado el humo espeso de un campo de batalla. Se incorporó de golpe, las manos aferradas a su ropas. **Algo andaba mal**—no era solo un presentimiento, sino una certeza que le serraba las costillas. El dolor llegó sin piedad: un latigazo de hielo que le atravesó el pecho y la arrojó de costado sobre el jergón. Los dedos se le crisparon como garras contra el esternón, buscando en vano una herida que no existía. **Era un dolor ajeno**, pero le pertenecía tanto como su propia sangre.
—Damián... —El nombre le quemó los labios.
Se arrastró hacia el espejo de ébano, las rodillas magullándose contra las piedras heladas del suelo, los brazos temblando como ramas en una tempestad. Cuando al fin alcanzó el vidrio ancestral, su reflejo la dejó sin aliento: los ojos inyectados de plata líquida, el cabello plateado electrizado como si flotara en agua invisible, los labios partidos por la fuerza con que había mordido para sofocar otro grito. El espejo se empañó al contacto de sus dedos febriles, y las imágenes irrumpieron en su mente como cuchillas. **El caballete con el peso de un lienzo ensangrentado. Manos masculinas convulsionando alrededor de un pincel que goteaba carmesí. Ojos dorados—tan familiares—ahogados en lágrimas de desesperación.**
—No... no otra vez... —su voz sonó áspera, ajena.
Sin pensarlo, comenzó a trazar runas sobre el vidrio con la yema de los dedos, cada símbolo arrancándole un pedazo de su esencia. La primera runa—una espiral de plata—quemó su carne y dejó un surco brillante que olía a piel chamuscada. La segunda—un ojo entrelazado—le hizo sangrar la nariz, gotas carmesí que se evaporaban antes de tocar el suelo. Para la tercera—un corazón hendido—un gemido escapó de su garganta cuando algo dentro de su pecho se desgarró con un crujido sordo. El espejo absorbió cada símbolo con avidez, las runas brillando como estrellas agonizantes antes de desvanecerse, llevándose consigo el calor de sus mejillas, el sabor de su boca, el latido más fuerte de su corazón.
Cuando terminó, se derrumbó contra el marco, jadeando. En el vidrio, las últimas imágenes se aclaraban: **Damián cayendo inconsciente, vencido al fin por el sueño que ella le enviaba.**
—Encuéntrame... —rogó, los labios pegados al cristal helado—. Por favor, recuérdame...
Pero la fuerza la abandonó antes de ver si su mensaje llegaba completo. Su cuerpo se desplomó sobre las losas frías, mientras en el espejo, apenas visible entre los jirones de niebla plateada, **la silueta de una loba negra** se acercaba sigilosa al hombre dormido.
El aire en el apartamento se espesó de repente, como si una mano invisible hubiera apretado el mundo entero hasta reducirlo a un solo punto: el pincel en la mano de Damián. Sus dedos, antes firmes, perdieron fuerza de golpe, y la herramienta se deslizó entre ellos, cayendo al suelo con un *clic* sordo. La gota de pintura roja que dejó atrás brilló como sangre fresca sobre las tablas desgastadas.
Intentó maldecir, pero las palabras se ahogaron en su garganta. Un peso insoportable le oprimió los párpados, como si alguien hubiera cosido plomo a sus pestañas. **No era cansancio.** Era algo más profundo, más antiguo—un arrastre hacia las sombras que reconocía, aunque no supiera por qué.
Sus rodillas cedieron antes de que pudiera reaccionar. Las manos buscaron apoyo en el caballete, pero ya era tarde: el suelo se elevó hacia él, y la última imagen que captaron sus ojos fue la del retrato de Alessandro.
**Los ojos pintados parpadearon.**
Lentos, deliberados, como si contuvieran todo el tiempo del mundo. Una sonrisa que no estaba allí antes se insinuó en los labios inmóviles del cuadro, y por un instante—un instante que le quemó la razón—Damián juró que la boca entreabierta susurró algo.
Luego, la oscuridad lo envolvió, tibia y densa como aceite.
Y en algún lugar, muy lejos, **una loba negra** comenzó a avanzar hacia él.
La loba avanzó sin ruido, sus patas negras rozando el suelo como humo espeso. Cada paso dejaba tras de sí un rastro de escarcha que se enroscaba en las sombras, hambrienta. Los ojos dorados—demasiado humanos, demasiado inteligentes—no se apartaban del cuerpo desplomado de Damián.
**Y entonces, rió.**
Un sonido bajo, gutural, que emergió de su garganta como un carraspeo de garras contra piedra. No era la risa de un animal, sino de una mujer que recordaba demasiado.
*«Qué fácil caes, mi Rey»*, pensó, mientras la lengua negra le lamía los colmillos. *«Como entonces. Como siempre.»*
Se detuvo junto a él, el hocico húmedo rozándole la sien. Respiró hondo, embriagada por el olor a trementina y sudor, por el tufo metálico de los sueños que Abril le había arrancado a golpes de magia. **Era ese olor—el de su dolor—el que la hacía estremecer.**
Con un empujón de su cabeza, volcó a Damián boca arriba. Sus dedos—convertidos en garras por un instante—se cerraron alrededor del cuello del hombre, no para ahogarlo, sino para sentir el pulso irregular bajo la piel. *«Así me gustas»*, musitó en su mente. *«Inconsciente. Sin luchar. Listo para que te lleve de vuelta...»*
Arrastrarlo fue sencillo. Su cuerpo magro pesaba menos que los recuerdos que lo atormentaban. La cama—un caos de sábanas arrugadas y manchadas de óleo—acechaba en la penumbra como un cómplice. Moriel lo dejó caer sobre el colchón con un gruñido satisfecho, observando cómo los dedos de él se enganchaban débiles a la tela, como si aún intentara aferrarse a la luz.
*«No esta vez»*, pensó, mientras su sombra se alargaba sobre las paredes, grotesca y antinatural. *«Esta vez, Alessandro, te pudrirás en la oscuridad que te pertenece.»*
Y antes de que la luna cambiara de posición, **ya había comenzado a tejer la telaraña de pesadillas que lo mantendría dormido.**
La celda respiraba al compás de Abril, las paredes sudando tinta de sombras mientras ella deslizaba los dedos sobre las runas grabadas en el suelo. La tiza se había fundido con su sangre, creando un mosaico de plata y carmesí que latía como un corazón expuesto. Fuera, el viento aullaba entre los barrotes de la Torre del Silencio, pero el sonido se ahogaba ante el canto que brotaba de sus labios—una melodía antigua, tejida con los nombres secretos del aire. *Esta vez sería diferente*. Morrel podía arrastrarlo a la cama, envenenar sus sueños con visiones de tronos hechos de huesos, pero Abril había plantado su magia en los pliegues más profundos de su inconsciencia, como una semilla de luz en un surco de oscuridad.
Sus pestañas temblaron al sentir cómo el encantamiento prendía en la mente de Damián, suave como el roce de una pluma sobre papel húmedo. Le mostraba el pasado sin heridas: el peso cálido de un pincel entre sus dedos infantiles, el modo en que la luz de la tarde doraba los hombros de Alessandro cuando reía entre los ciruelos en flor, incluso el futuro que pudo ser—un lienzo inconcluso sobre un caballete, manchado de amarillo de Nápoles y esperanza. Nada de gritos, nada de cuchillos. Solo la belleza que alguna vez los unió, pulida hasta brillar como un faro bajo la tormenta. Abril sonrió al sentir cómo su conexión se fortalecía, ignorando la sangre que le escapaba de la nariz y dibujaba un camino escarlata sobre su labio superior. Moriel, ocupada tejiendo sus pesadillas, no notaría el intruso hasta que fuera demasiado tarde.
Moriel se retiró a la esquina más oscura del apartamento, su pelaje n***o fundiéndose con las sombras como tinta derramada en agua. Los ojos dorados, medio cerrados, vigilaban el cuerpo inerte de Damián con la satisfacción de una fiera que ha arrastrado su presa a la guarida. *Que sueñe con sus culpas*, pensó, mientras las garras raspaban el suelo de madera. *Que se ahogue en ellas*. Confiaba en su obra—siempre era igual. Cada vez que él cerraba los ojos, las pesadillas acudían como buitres a un campo de batalla. Pero esta vez, el aire comenzó a cambiar.
En el caballete, el retrato de Alessandro respiró.
Fue casi imperceptible al principio: un trazo que se alargaba como una rama hacia el borde del lienzo, un matiz de carmín que palidecía hasta volverse rosa vivo. Las facciones duras del hombre pintado se desdibujaron, como si alguien hubiera pasado un paño húmedo sobre el óleo aún fresco. Y entonces, surgió **ella**.
Primero fue la curva de una mejilla, después el arco de una ceja suave como el ala de una paloma. El pelo de Abril se desplegó en ondas plateadas, mezclándose con los fondos oscuros del cuadro hasta iluminarlos desde dentro. No era un rostro completo—solo un esbozo, un fantasma de pinceladas que se movían al ritmo de una melodía lejana. Pero bastaba. Los dedos espectrales de la figura acariciaban el aire frente a Damián, y donde tocaban, la tensión en su cuerpo se deshacía.
Moriel no lo notó. No podía. Porque la magia de Abril no era un huracán, sino el rocío que cala los cimientos sin hacer ruido. Damián, que minutos antes se retorcía con los músculos en tensión, ahora respiraba al unísono con el cuadro. Las arrugas de su frente se suavizaron, los puños se abrieron como flores nocturnas, y un suspiro—limpio, inocente—le escapó de los labios. Hasta el corazón le latía más lento, como si alguien hubiera detenido el reloj de su agonía.
En el lienzo, la mano amorfa de Abril se posó sobre el pecho pintado de Alessandro. Y entonces, por primera vez en años, **Damián sonrió dormido**.
Moriel bostezó, mostrando colmillos amarillentos, y apoyó el hocico sobre las patas. No vio cómo las últimas pinceladas del cuadro se reorganizaban.
El lienzo exhaló, transformándose en el rostro etéreo de Abril. Su imagen difusa irradiaba calma, suavizando la expresión atormentada de Damián. Moriel, agazapada en las sombras, no vio las gotas de óleo que caían del marco, pero no tocaban el suelo. Mientras Damián esbozaba su primera sonrisa en años, los labios pintados de Abril parecían susurrar un secreto que solo él podía oír.