Y él me dice, con esa voz que se quiere hacer la más dulce del planeta: —Puedes venirte conmigo. Yo sonrío, pero es de esas sonrisas que significan “ajá, claro, sigue soñando”. —Nooo —respondo bajito, pero firme—. Me tengo que ir. Luego hablamos. Y sin darle más chance, me apresuro como alma que lleva el diablo hacia el cuarto de utensilios de limpieza. Porque si me quedo un segundo más con ese hombre pegado a mí, me enreda con sus palabras raras, y yo termino diciendo que sí a cosas que ni siquiera entiendo. Abro la puerta, agarro la escoba, la pala y un par de bolsas negras enormes. Ya estoy cargada como si me fuese a mudar. “Muy bien, Katya, versión Cenicienta de lujo, ahora a limpiar vidrios rotos y recoger la furia del ogro en pedacitos”. Salgo de ahí y, ¡claro!, ¿quién me está

