¡Desastre!

1327 Words
Parpadeé. Me tomé un segundo para registrar a la criatura frente a mí. Pequeña, no más de un metro cincuenta y nueve. Lentes gruesos, cabello n***o lacio recogido en una trenza floja. Llevaba un conjunto rosa palo y cargaba una carpeta contra el pecho como si fuera su escudo de protección. —¿Y tú quién eres? —pregunté, sin ocultar el fastidio. —¡Soy Mila! Trabajo en asistencia legal. Pero eso no importa ahora. ¡Tienes que volver! ¡El jefe...! Solté un bufido que hizo eco en todo el tocador. —Debe esperar. —¿Esperar? —repitió ella, como si yo hubiera dicho que el sol iba a salir por el oeste. —Sí. Esperar. ¿Algún problema? —Es que… tú nunca haces eso. O sea, Ivanna. Tú… —tragó saliva— tú siempre estás en tu lugar. Siempre lista. Siempre… correcta. —Ya. Bueno. Hoy no. Mila pareció debatirse entre colapsar o salir corriendo. Se quedó ahí, mirándome con esos ojos enormes de ratón nervioso. Me dieron ganas de agarrarla por los hombros y sacudirla. —¿Qué tiene ese ogro para que todas ustedes se comporten como si fueran sus mascotas bien entrenadas? ¿Ah? Ella bajó la mirada. Silencio. —¿Te ha hecho algo? —insistí. Mi voz se suavizó, pero solo un poco. —No… o sea, no directamente. Pero cuando se enoja, todos pagan. Grita. Exige. Suspende bonos. Cambia horarios. Es… es un infierno. Y tú… tú eras la única que sabía manejarlo. —Bueno, parece que esa Ivanna se fue de vacaciones —dije—. Y llegó una nueva versión. Me giré hacia el espejo, me retocaba los labios con el tono perfecto que Ivanna había etiquetado como “no provocador, pero atractivo”. —Dile que ya voy. Y que no estoy disponible cada vez que le da un ataque de ego. Mila se quedó congelada. Luego asintió, giró sobre sus talones y salió corriendo como si hubiera visto al mismísimo diablo. Tal vez lo había hecho. Tal vez yo era la versión demoníaca de su santa jefa. Sonreí. Era hora de jugar. * Regresé a mi escritorio con paso firme. Ya no era una actriz insegura. Era Katya Petrova, jugando a ser Ivanna, con un plan en mente: descubrir qué diablos pasó en esa oficina, y arrastrar a ese Alexei al mismo infierno donde había lanzado a mi hermana. Y si para eso tenía que convertirlo en adicto a mí… pues que se prepare. Porque los diablos también saben usar tacones. * Entré de nuevo a la oficina de Alexei, el ogro en traje, con los tacones resonando como si cada paso fuera un aviso de catástrofe. Él estaba sentado en su escritorio de madera oscura, esa que parecía haber costado lo mismo que nuestra casa entera en el campo, con su mirada gris atravesándome como cuchillos. —¿Y este café? —me soltó de repente, con la ceja arqueada. —¿Eh? —dije yo, sin entender. —Este café… —señaló la taza con una mano, esa mano grande que parecía hecha para estrangular ilusiones—. ¿Lo trajiste tú? —No —negué, tan tranquila que hasta me sentí orgullosa. Él abrió los ojos como si acabara de escuchar que el Kremlin se había convertido en discoteca. —¿Cómo que no? —su voz retumbó en la oficina—. ¿Por qué? ¡Si se supone que es tu trabajo! Te has dado vacaciones, Ivanna, y ahora que regresas se te olvida que tienes que traerme café… ¿¡Quién demonios trajo este maldito café helado!? Yo parpadeé. Helado no estaba, pero tampoco tenía ganas de explicarle. Entonces él se levantó de golpe, la silla rodó hacia atrás haciendo un ruido amenazante, y me apuntó con un dedo largo. —Ven. —¿Qué? —dije yo, abriendo los ojos como si fuera una niña a la que acaban de descubrir robando pepinillos. —¡Que vengas, te digo! —rugió, y juro que sentí que los cristales del ventanal temblaron. Yo di un respingo que casi me rompe los tobillos y caminé hasta él, intentando mantener algo de dignidad. Malditos tacones asesinos. Cada paso era un reto a la gravedad. —Acércate —ordenó, y su voz grave me atravesó la columna. Asentí, tragando saliva, y me acerqué hasta quedar frente a su escritorio. Alexei tomó la taza de café y me la extendió. —Bébelo. Lo miré como si me hubiera pedido que lamiera el piso del metro de Moscú. —¿Que… que lo beba? —repetí, sintiendo que mi cara era un poema de horror. —Sí, bébelo —repitió con esa voz que no dejaba lugar a negociación. Ahí fue cuando mi cabeza, traviesa y vengativa, me dio una idea del mismísimo diablo. Tomé la taza, la levanté como si fuera un cáliz sagrado, la llevé a los labios e hice como que bebía. Ni una gota entró en mi boca. —¡Ah! —solté de golpe, fingiendo que me había quemado la lengua—. ¡Está… caliente! Y en un acto digno de un Óscar por “torpeza premeditada”, la taza resbaló de mis dedos. Todo en cámara lenta: el líquido marrón volando, mi corazón riéndose, y el futuro de Alexei mojándose. ¡Plash! Cayó directo en su regazo. —¡Mierda! —rugió. Yo abrí los ojos como si fuera inocente. Por dentro, estaba bailando un kazachok de felicidad. —¡Ay, Dios mío! —dije con la voz más angelical que pude—. ¿Está… bien? —¡Me… me…! —Alexei balbuceaba, mirando la mancha en su pantalón gris de marca. El café había elegido un lugar muy específico para derramarse. —Creo que… —empecé a decir, pero entonces no me aguanté—. Tenemos huevos cocidos. Me mordí la lengua para no soltar la carcajada. Corrí hacia él con la servilleta que asomaba del bolsillo de su camisa. La saqué como si fuera un pañuelo heroico y empecé a secarle el pantalón, dándole toquecitos. —¡Déjalo! —bramó, y yo casi me caigo del susto. —Pero… pero está todo mojado… —dije, actuando inocente mientras mi mano se acercaba peligrosamente a su zona prohibida. Él me agarró la muñeca con fuerza. —Detente. —Yo solo quiero… —¡Que te detengas, maldita sea! —rugió, y juro que sentí un escalofrío que no tenía nada que ver con miedo y todo que ver con… curiosidad. Su mirada gris me atravesaba, ardiente y furiosa. —¡Has venido completamente estúpida hoy, Ivanna! —me gritó—. ¡Me has arruinado mi traje! —¿Quiere que se lo lave? —solté con descaro. —¡¿Qué?! —El traje. Digo… se lo puedo quitar y llevarlo a la tintorería. —Sonreí como si le estuviera ofreciendo un té. Él apretó más mi muñeca y me acercó hacia él. Sentí su aliento caliente cerca de mi oído. —Vas a salir de aquí —dijo, con esa voz grave que parecía un trueno contenido—. Vas a prepararme un café. Como a mí me gusta. Vas a traerlo y… Se interrumpió, tragó algo que parecía furia mezclada con paciencia y me empujó suavemente hacia atrás. Bueno… suavemente para él. Para mí fue casi un vuelo sin alas. —¡Y vienes torpe! —añadió—. ¿Qué demonios te pasa hoy? Yo lo miré sin responder, fingiendo la sumisión que Ivanna habría mostrado, pero por dentro era un carnaval de risas. —Quiero mi café —dijo, cada palabra como un disparo. Yo asentí, di media vuelta, y caminé hacia la puerta como si desfilara en la pasarela del caos, planeando ya mi siguiente jugada. Porque si ese hombre creía que podía gritarme y humillarme sin que yo me divirtiera, estaba muy equivocado.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD