INTRODUCCIÓN

1696 Words
+KATYA-IVANNA+ Si alguien me hubiera dicho que iba a terminar en Moscú, usando tacones de quince centímetros, una blusa blanca con escote contenido (pero suficiente para distraer a un jefe con déficit de moral), caminando entre mujeres que olían a Chanel y hombres que parecían salidos de una pasarela de Milán, les habría escupido el vodka en la cara de la risa. Pero aquí estoy. Con pantimedias que me aprietan el alma, maquillaje que apenas me deja parpadear, y una carpeta con documentos que no entiendo ni medio. Y todo por culpa de mi hermana. Bueno, y mía también. Porque nadie me obligó a aceptar su plan descabellado de hacerme pasar por ella. Mi nombre es Katya Petrova Nacida con dos minutos de retraso respecto a mi hermana gemela, Ivanna. Crecimos juntas, vivimos en la misma casa de campo toda nuestra vida, y compartimos todo: desde las trenzas en la infancia hasta el amor por los pepinillos caseros de Mamá. Pero cuando se trataba de la vida, ella decidió tomar la autopista de lujo, mientras yo me quedé feliz en el camino de tierra. Las rubias tan disparejas que existen en la tierra. Ivanna era la perfecta. La que estudió, la que hablaba sin decir groserías, la que caminaba con la espalda recta como si tuviera una regla atada a la columna. Trabajaba en Moscú, en una de esas empresas donde todo el mundo parece tener un palo metido en el culo... y disfrutarlo. Vysotsky Corp, se llamaba. Una cosa enorme. Lujo, trajes, y un jefe que, según sus palabras, era "el mismísimo anticristo con corbata italiana". Todo iba bien hasta que un día regresó a casa. Llorando. Como una niña. Con el rimel hasta la barbilla y la dignidad arrastrándose como trapo mojado. —Me traicionaron. —Eso fue todo lo que dijo antes de encerrarse en su cuarto. + Yo no sabía qué hacer. No entendía nada. Le dejé un plato de borsch en la puerta, pero no salió en todo el día. Hasta que en la noche, cuando yo ya estaba en pijama y con la cara embadurnada de mascarilla de avena, salió de su cueva con una carpeta y me dijo: —Tú vas a tomar mi lugar, no quiero ir al trabajo, pero tampoco quiero perderlo, así que necesito que vayas por mí, recuerdas que cuando éramos pequeñas siempre jugábamos con eso, solo debo arreglar un par de cosas con tu cabello. Pensé que se había vuelto loca. Que el despecho le había frito el cerebro. Pero hablaba en serio. —No es tan difícil. Tenemos el mismo rostro. La misma voz. La gente ni siquiera me mira a los ojos en la oficina. Solo tienes que sentarte, escribir lo que te digan, y sonreír. —Sonreír... con esta cara de culo que tengo cuando madrugo. Claro. Pero lo dijo con tal determinación que me hizo dudar. Y después, cuando vi cómo temblaban sus manos, me di cuenta que ella no quería venganza. Quedaba demasiado rota para eso. Lo que quería era desaparecer un rato. Y necesitaba que alguien la reemplazara para que nadie hiciera preguntas. Así que dije que sí. Y eso fue el comienzo del fin. En una semana, Ivanna me entrenó como si fuera a la guerra. Me enseñó a caminar con tacones, a maquillarme como una ejecutiva y no como una payasa deprimida, a hablar con frases como “Tomaré nota” o “Puedo calendarizar esa reunión”. Me enseñó a decir "gracias" incluso cuando quería decir "vete a la mierda". —Tu jefe es Alexei Vysotsky. No lo mires a los ojos. No lo contradigas. No mastiques chicle. No respires muy fuerte. —¿Y cómo hago para vivir entonces? —le dije. El día anterior a mi viaje a Moscú, mi hermana me abrazó y me dijo: —Tú puedes con esto. Eres más fuerte que ella. Solo cuida tu corazón. —Es solo un trabajo. ¡No me voy a casar con el jefe! Spoiler: no me casé. Pero ese jefe... bueno, ya hablaremos de él. Llegué a Moscú un lunes a las cinco de la mañana, con una maleta, una peluca en caso de emergencia (idea de Ivanna), y una carpeta con las "reglas de supervivencia". El taxi me dejó frente al edificio lujoso donde vivía mi hermana, una torre moderna de cristal con portero uniformado y alfombra en la entrada. Subí al piso veinte con el corazón latiendo como tambor. Cuando abrí la puerta del apartamento, me encontré con un espacio pulcro, elegante, que olía a lavanda, café y a ese aroma suave que solo Ivanna sabía mantener. Había cuadros minimalistas, cortinas grises que caían como cascadas, y una cocina tan blanca y moderna que me dio miedo mancharla con solo mirarla. Me dejé caer en el sofá de cuero y suspiré. Aquello no era mi mundo. Pero por unos días, debía fingir que lo era. No dormí. Solo practicaba frente al espejo mi frase del día: —¡Buenos días, señor Vysotsky! ¿Quiere café? Pero en mi cabeza sonaba como: —¿Cómo le gusta el veneno hoy, jefe del demonio? + ¡Vamos, mi primer día! El edificio era tan grande que me perdí tres veces antes de encontrar la recepción. La recepcionista me miró de arriba abajo como si sospechara que me habían clonado. Cuando subí a presidencia... ¡Esa es una historia tan, pero tan terrible! ¡No encontraba presidencia, menos podía subirme en esas cosas que le dicen ascensor, sentía que mi estómago subía y bajaba, así que subí las escaleras que eran similares a subir a una montaña! Demoré casi una hora, ya que no encontraba presidencia, y luego al llegar una chica aparece ante mí. —Señorita Petrova, el jefe ya está en su oficina. Está esperando el informe de Tokio. —El de Tokio... claro, el informe. —Ni puta idea de cuál era ese informe. Sonreí. Agarré lo primero que vi y corrí hacia la oficina del jefe. —Adelante. Lo vi por primera vez. Alto. Imponente. Con un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata perfectamente anudada. Su rostro era bello de una manera cruel. De esas caras que parecen esculpidas por artistas con problemas emocionales. Ojos grises. Fríos. Calculadores. Y me miraban como si supiera que yo no era quien decía ser. —Tarde. —Eso fue lo primero que dijo. —Buenos días, señor Vysotsky. El informe de Tokio está... —En su escritorio, espero. Y que no tenga errores. —Claro. Yo misma lo revisé. —Mentira. No sabía ni dónde estaba Tokio en el mapa. Él se acercó. Caminaba como si el mundo le perteneciera. Olí su perfume. Algo caro, masculino, amaderado, y provocador. Lo suficiente para hacerme olvidar mi nombre por tres segundos. —Ivanna. —dijo. Y su voz bajó un tono. —¡Espero que esta semana no me hagas perder tiempo otra vez! Ya tuviste suficientes vacaciones. Ahí me salió la Katya. —Yo nunca le hago perder tiempo, jefe. Eso se lo guarda para las rubias de recursos humanos. Lo vi fruncir el ceño. Se detuvo. Me miró. Algo brilló en sus ojos. Intriga. Desconfianza. Quizá un poco de... ¡interés! —¿Dijo algo? —No, nada. Solo que tengo todo bajo control. Y así fue como el ogro supo que algo había cambiado. Que la secretaria sumisa se había ido. Que ahora tenía enfrente a una mujer que no se iba a dejar. Que no iba a bajarle la cabeza a sus humillaciones. Yo era Katya Petrova. Rebelde. Feroz. Disfrazada de Ivanna. Y estaba a punto de convertirme en la peor pesadilla del jefe más temido de Moscú. O... en su fantasía más prohibida. ++++++++++++++++++ Me fui al tocador tan rápido como me lo permitieron esos malditos tacones que Ivanna jura que son cómodos. ¿Cómo encontré el tocador? ¡Preguntando llega la gente! Necesitaba respirar. Sentía que si no salía de ahí, iba a explotar. Iba a gritar. Iba a arrancarme esta blusa tan correcta y ese moño apretado y gritarle a todo ese edificio que estaban locos si creían que podía fingir sin desquiciarme. Me miré en el espejo. El maquillaje impecable. Los labios pintados del mismo tono rosa discreto que usaba Ivanna. El delineado perfecto. Pero los ojos... mis ojos eran un campo de batalla. Rabia. Dolor. Confusión. Todo se mezclaba como una tormenta a punto de romperse. Ese maldito... ese tal Alexei, le había hecho la vida imposible a mi hermana. ¿Y qué había hecho ella? Convertirse en una sumisa más. Ivanna, la que tenía fuego en la sangre, ahora era una maldita muñeca obediente. Cuando ella se fue del pueblo, pensé que lograría todo. Ser popular. Tener dinero. Respeto. Una vida donde no tuviera que lavar ropa con agua fría ni cuidar que los gallos no se metieran en la cocina. Pero no. Tiene lujos, sí. Vive en un maldito penthouse con alfombra más cara que mi auto. Pero no tiene dignidad. Ha sido humillada. Pisoteada. ¿Por qué? ¿Por quién? Y no me lo ha contado todo. Lo sé. Lo siento en el silencio de sus mensajes. En la forma en que me abrazó sin mirarme cuando me entregó la tarjeta del edificio. En sus manos temblando mientras me peinaba para que luciera “igualita a ella”. Hay algo más. Algo que no se atreve a decirme. AAAAH, LA VERDAD QUE... He aceptado. Porque es mi hermana. Porque la quiero, aunque nunca me llame. Porque vi en su mirada que algo se rompió. Y ahora me toca a mí recomponerlo… o vengarlo. Quiere que me vengue de su jefe. O de todos los que intentaron arruinarle la vida. ¿Y sabes qué? No voy a preguntar más. Solo voy a actuar. Entonces la puerta del tocador se abrió de golpe. Una chica entró como un torbellino, con la cara pálida, los ojos desorbitados y la voz al borde del colapso. —¡¿Qué haces aquíiiiii?! ¡El jefe no deja de llamarte! ¿Qué te sucede? ¡Nunca te levantas del escritorio! ¡Está como loco!
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