Luego me fui al cajero privado de la tienda. Pasillos alfombrados, paredes brillantes, luces tan blancas que parecía un quirófano para millonarios. El joven empleado me abrió la puerta como si estuviera a punto de entrar a un templo.
Inserto la tarjeta, marco el código que me dio Katya: 00000008. Fácil de recordar, tan absurdo que cualquiera podría adivinarlo. Y ahí está.
La pantalla me devuelve un número: cero.
Vacío.
Me echo hacia atrás, cruzo los brazos, y por primera vez en mucho tiempo sonrío. Una sonrisa que no es de burla hacia ella, sino de incredulidad hacia la vida.
—Pobre chica… —murmuro para mí mismo, negando con la cabeza.
Así que la muy desgraciada de su hermana la manda a esta ciudad enorme, cruel, hambrienta, sin un centavo en los bolsillos, sin dónde caer muerta. ¿Qu
