Capítulo 3

3456 Words
—¿Por qué no me dices qué es lo que realmente te tiene perturbada, Charlotte? Subo las piernas en el sillón, apoyo mi codo en el posabrazos y me toco la frente varias veces. —No sé cómo explicarlo —me rasco las cejas. Leslie me mira por encima de sus gafas—. Haz el intento. Cubro mi boca con los dedos, vuelvo a rascarme la frente y para descargar la enorme ansiedad que estoy sintiendo me recojo el pelo en una desarreglada y alta coleta. —En primer lugar —me cruzo de piernas como un indio—, de nuevo estoy teniendo pesadillas. Mi terapeuta enarca una de sus castañas cejas—. ¿Otra vez? Asiento con frenesí—. Hacía meses que no me sucedía. Empezaron antes del cumpleaños de mi hija... De nuevo —enfatizo. —¿Tu pesadilla es recurrente? —se interesa, apoyando su libro de apuntes en su regazo y acomodándose en el diván que está frente a mí. Ausente, afirmo con la cabeza. —Es como revivir en mis sueños lo que pasó hace ocho años atrás. Es tan real, Leslie, tan real que me despierto agitada, llorando, gritando como una loca. —Cuándo te secuestraron a ti, a tu novio y a toda su familia —escribe algo y se centra en mí—. El homicidio de tu cuñado... —Y el bastardo que yo maté —concluyo sin una pizca de arrepentimiento, pero sí estremeciéndome al recordar aquel día y la maldita pesadilla que otra vez ha comenzado a asediarme. —Para defenderte —puntualiza. —El bastardo que yo maté, para defenderme —repito. Leslie suspira y hace una mueca pensativa. —¿Hay algo que te esté perturbando más que la propia pesadilla? Extrañada la observo—. ¿Qué? —A veces puede ocurrir que algún suceso estresante, triste o agobiante te lleve a exteriorizar esas emociones negativas en los sueños. Por otra parte, influye que el día que te separaste de tu novio marcó un quiebre en tu vida y dejó una etapa sin concluir, ni para bien ni para mal. En tu psique se repetirá hasta el cansancio eso... Porque de forma instintiva buscas darle un final a aquello que pasó y que no tuvo ninguna resolución. Me reclino en el sofá y vuelvo a bufar. —Cada vez que Madi está por cumplir años siento que me vuelvo loca —confieso—. Es como si todo el pasado se me viniera encima y me llenara de puñetazos en la cara. —¿Así te sientes? —ausentándome por un momento del presente y recordando el instante que supe de mi embarazo, asiento—. Te voy a prescribir un ansiolítico para que logres equilibrarte. —¡Es que no entiendes! —me exaspero de repente. Leslie abre grande sus ojos de color chocolate y alza una ceja. —Explícame... —Todo está bien —inicio, estirando nuevamente mis piernas a lo largo del sillón—. Madi es un sol, la amo con todo mi corazón. Es una niña increíble. Mis hermanos, aún con pequeños dolores de cabeza que me dan dos por tres se están encaminando y estoy orgullosa de mí por haber sido un estandarte aceptable para ellos. Me encanta mi trabajo. El próximo año tendré mi diploma. Tengo mi casa, mi auto, mi familia, pero... Me quedo callada un momento. —¿Pero? —insiste. —¡Jordan! —exploto, levantando mis brazos al aire—. ¡Es Jordan! Mi terapeuta y psicóloga. La que visito cada jueves después de trabajar y por la que me pierdo de recoger a Madison de la escuela, se aclara la garganta. La conozco desde que mi hija era bebita. Orianna me la recomendó una tarde, cuándo le conté que me costaba respirar, que sentía que me iba a morir pese a que mi mundo funcionaba igual que siempre, que comenzaba a sentir pánico de salir a la calle porque las pesadillas eran un maldito recordatorio de que en general, la vida podía ser muy hija de puta si se lo proponía. Esa tarde supe que necesitaba ayuda. Que necesitaba ayuda urgente y profesional, si pretendía hacerme cargo de un adolescente, dos niños, y un bebé que estaba en camino. Fue entonces que conocí a Leslie Trenton. Especializada en psicoterapia. —¿Qué ocurre con Jordan? —se inclina hacia adelante. —Hace dos días volvió a tocar el tema del compromiso. Me dijo que —inhalo profundo—... Como que había llegado el momento de considerar el matrimonio. ¡El matrimonio! —¿Hace cuanto son pareja? Ruedo los ojos—. Cinco años. —Y viven juntos. Hago un gesto dudoso—. Sí pero... él está en mi casa y se le nota que no se acostumbra a ella. Yo lo sé, lo veo. Jordan nació rodeado de lujos, y bueno... Mi casa es modesta en comparación a lo que él acostumbra. —¿Eso significa? —Que Jordan insiste en mudarnos a una casa grande y yo no quiero eso. Mi hija ama nuestro vecindario y nuestro hogar. Es un tira y afloja del que nadie se percata, sólo nosotros dos. Yo no deseo mudarme, él no desea quedarse porque siente que merece más. —Y en la imperceptible puja de poder que ambos se disputan, ¿quién acaba venciendo? Inspiro, y exhalo despacio. —Yo. —Jordan es el que cede —escribe unas líneas en su agenda—. ¿Tú crees que la culpa es de Jordan y su insistencia en la mudanza, que no se oficializa el compromiso? ¿O tuya, que buscas una excusa para no dar ese paso del que luego se te va a hacer muy difícil echar para atrás? Golpeteo los dedos en el posabrazos del sillón. Con Leslie sin filtros y sin miedos soy genuinamente sincera. Soy autocrítica. Lo digo todo sin ningún temor. —Es mi culpa por supuesto —confieso—. ¡Es que no puedo! ¡No puedo casarme con él, y él lo sabe! Pero me presiona. Siento que me presiona. —Él está enamorado, Charlotte. —Sí, lo está, pero también sabe que yo no puedo corresponderle. Que deseo, me esfuerzo, hago mi mejor intento por enamorarme de él porque es un buen hombre, pero no me nace. Sencillamente no me nace. —¿Y porqué no lo dejas? —inquiere. —Porque lo quiero. Es mi amigo más allá de todo. Madison lo ama. Nos acostumbramos uno al otro, y a las exigencias del otro... —Sus exigencias cambiaron al parecer —puntualiza. —Son esperanzas que guarda, Leslie. Son esperanzas y eso cala en mi sensación de culpa porque, aún sabiendo que no correspondo a sus sentimientos me expone a dudar de lo que hago. ¡Jordan me vuelve loca! Mi terapeuta se contiene para no reír. Es que hay confianza, yo se lo permito. —¿Cómo viene su intimidad? —cuestiona. —Tenemos sexo. No mucho sexo, pero buen sexo. Sin embargo —cierro los ojos un instante—... Hay días en que... ¡Dios! —me tapo la boca y con vergüenza empiezo a reír—. Está por venirse y yo me desconcentro. El rostro moreno de Leslie se sonroja. Se divierte a costa mía—. ¿Ah si? ¿En qué piensas? —En la comida de Lola —rompe en risas, pero la ignoro—. Pienso en la cena. En la ropa que le pondré a Madi al otro día. En que falta papel higiénico en el baño. En que los calcetines de Chris están para tirar al cesto de la basura... —Discúlpame —carraspea y se endereza en el diván. —Todavía sigues sin entenderme —replico, captando de nuevo su serio y absoluto interés—. Cuándo llegan estas fechas, en particular el cumpleaños de Madison, me doy cuenta de que realmente en mi vida sentimental y amorosa no hubo ningún avance desde que el padre de mi hija desapareció. Parpadea y apunta—. Dime lo que realmente te perturba. —Que vivo encadenada al pasado —digo en voz baja—. Vivo esperando el regreso de Nicolas y es por eso que no doy la oportunidad que Jordan merece. Que espero que aparezca frente a mí, y al día siguiente quiero rendirme de tanto esperar, quiero enterrar su recuerdo y esforzarme en brindarle a mi pareja lo que no he podido darle. Pero entonces siento que me desespero, que deseo gritar de la frustración. Leslie se levanta del sillón de un cuerpo y se sienta a mi lado—. Sácalo. Sácalo de adentro. Lleno mis pulmones de aire y lo suelto con lentitud. —Es que estoy profundamente enamorada de un fantasma. De alguien que no volverá a mí jamás... Y tengo miedo de no poder superarlo nunca. *** A una velocidad moderada voy por la autopista 87 y cruzo el Macombs Bridge; el puente que conecta Manhattan a través del Harlem. A unas tres manzanas del río vivimos nosotros. En un pequeñísimo vecindario rodeado de un aglomerado de edificios y rascacielos, fue dónde compré mi casita, hace ocho años atrás. Lo más económico que encontré en Manhattan, la segunda ciudad encanto dentro del estado de Nueva York. Es que a pesar de ser súper poblada, repleta de tránsito, de exuberantes edificios y de sitios costosos a los que no podría asistir ni en tres vidas de salario, Manhattan es un lugar que lo reúne todo. Personas, costumbres, tradiciones, religiones, etnias, clases sociales. Un lugar dónde yo pude sentirme cómoda. Un lugar que siento como mi verdadero hogar. Bajando cada vez más la velocidad por el tránsito denso que colma las autopistas, voy llegando a mi calle. La 27 y Lincon. Estaciono, salgo del automóvil, abro el portón y vuelvo a subir la coche. Entro, aparco, apago todo y agarrando mis bolsas me bajo. —¡Yo cierro! —me grita Liam. Le sonrío y entro a la casa. Li se quedará aquí con Vanessa, hasta que las vacaciones acaben y deban retornar al campus de la universidad. Cierro la puerta principal, me quito los tacones y descalza camino hasta el living comedor. En la mesa apoyo las bolsas del mercado y en una repisa rinconera mi bolso y las llaves del carro. Me quito el abrigo e inhalo profundo cuando un aroma delicioso y particular acaricia mi nariz. Achino la mirada y me acerco a la cocina. —Buenas tardes —saludo, al ver a Christopher, Alexandra y Madison cocinar. —Charlie... —¡Mamá! —grita Madi, saltando del banquito dónde estaba parada y corriendo a mis brazos. Los extiendo hacia ella y la abrazo fuerte cuando llega a mí. Verla después de un largo y agotador día, es lo mejor del mundo. —¿Cómo te fue en la escuela, mi amor? —le pregunto agarrando su mano y aproximándome al fogón, para besar la frente de Alex y Chris. —Me fue muy bien —me contesta con alegría—. ¡Fue un día genial! —Sí, genial... —chista Alexandra—. Le regalaron una muñeca. Muy fea y medio rota por cierto. Con curiosidad, me inclino hacia Madi, y acaricio su pelo acaramelado. —¿Te regalaron un muñeco? —asiente—. ¿Quien te regaló un muñeco si todos los de la escuela que vinieron ayer ya te dejaron obsequios? —Es un amigo que quiero mucho y que no pudo venir a mi fiesta —enarco una ceja y boquiabierta la observo—. Me dijo que no lo dejaron venir y que me daba el regalo aunque ya hubiera pasado mi cumpleaños. —Está bien horrenda —vuelve a criticar Alex, y le regalo una mirada furtiva que la calla de inmediato. —Lo que vale es la intención. ¿Me la muestras? Se aleja del fogón, trae la muñeca y mi corazón da un vuelco al verla. Se me hace un nudo en la garganta y la nostalgia me golpea como una piña invisible. Rapunzel. Por Dios... —¿Qué te pasa mamá? —se preocupa mi niña, tocando con sus deditos mi cara—. ¿Te pusiste mal porque te acuerdas de mi padre de verdad? Tomo aire y afirmo con la cabeza. Le contado muchas veces, para familiarizarla con la imagen que nunca he podido mostrarle de su papá, que así me llamaba él... Porque yo le recordaba a esa princesa. —Está muy bonita, hija —le susurro. —Eres igualita a Rapunzel —me consuela. Revuelvo su cabello y me enderezo a ver lo que preparan. —¡Ja, creo que el compararte con una princesa y Madi, son lo único bueno que te dejó ese idiota! —destila Alexandra. Otra vez vuelvo a callarle pero ahora con una clara advertencia gestual que ella ya conoce. Si menciona eso de nuevo le aventaré el celular por la ventana. Ya lo hice una vez porque fue la única forma que tuve para hacerle entender que está prohibido; terminantemente prohibido, descalificar a Nicolas frente a Madison. Me ha costado terriblemente a medida que mi hija crecía, ir explicándole cosas de su origen, de su padre, de nosotros... Pero para mi mala fortuna, el resentimiento que Alexandra le profesa a Nico, se lo transmitió a su sobrina. —Lo siento, Charlie —se disculpa, apenada. De mis tres hermanos, ella fue la que cambió con respecto a Nicolas. Sin poderlo evitar, su enojo por cómo acabaron las cosas entre nosotros pudo más que mis intentos por explicarle que ese recelo que sentía no tenía fundamento. —Tienes derecho a sentir lo que desees —murmuro—, pero no lo manifiestes delante de tu sobrina. Para colmo, su opinión y su lengua suelta y venenosa captaron la absoluta curiosidad de mi pequeña. Como niña perspicaz que es, a temprana edad y dejándome un profundo dolor formuló una idea muy sólida sobre su padre biológico. Pese a mis repetidos e incansables intentos por expresarle lo contrario, Madison trae en su cabeza que su papá, el que tanto me quería, se marchó porque no la quiso a ella. Acepta que le hable de él, que le cuente cosas, que le diga un sinfín de veces que habría sido la luz de sus ojos, pero nada, absolutamente nada, la simpatiza con la idea del padre que nunca conoció. Ni siquiera la foto de Nicolas a los ocho, que Orianna pudo recuperar después de aquel brote depresivo de David hace varios años dónde quemó fotografías y recuerdos que atesoraba de sus hijos, logró ablandar el lado resentido, terco y orgulloso de mi niña. Nada me quedó de él. Ni una foto, ni un vídeo, su página de f******k incluso fue intervenida y hackeada por la policía. No tengo más que la historia de Rapunzel, y el relato acerca del anillo que todavía traigo en mi dedo. —Char —Alexandra toca mi brazo y brinco en el lugar. Me quedé ida, pensando. Pensando que no quiero que Madison crezca y el recelo por su padre le fermente dentro. —Char lo siento, yo no quería... —Está bien Alex, sólo no vuelvas a hacerlo —palmeo su espalda, y meto la cabeza entre los hombros suyos y de Chris—. ¿Qué cocinan? —¡Lasaña de berenjenas! —chilla mi hija, haciéndome reír. Es que esa receta la encontré un día en internet y se convirtió en el plato favorito de los Donnovan, incluso de Jordan. Queso, jamón, berenjenas, zanahorias, cebollas, albahaca y masa de panqué son los ingredientes para hacer una comida simple, nutritiva y como para chuparse los dedos. —Yo traje el postre —voy con Madi al comedor y la dejo curiosear entre las bolsas. —¡Donas! ¡Y malvaviscos! —chilla—. Y... —me mira con el ceño fruncido—. A mí no me gusta la tarta de mandarinas, mamá. Me río fuerte, agarro las compras y las llevo a la cocina. —A ti no, pero a tus tíos les fascina. Guardo cada cosa en su respectivo sitio. Café, harina, arroz, pasta en la alacena, y leche, huevos, fiambres, mermelada y el postre, en la heladera. —Dijiste tíos... Hoy no vino la tía Orianna —se enfada. —Tal vez tenía mucho trabajo y estaba ocupada. —Pues yo la estoy esperando —refunfuña—. Me dijo que la próxima vez que viniera, me haría una manicura. Automáticamente la escucho, ruedo los ojos. Sus tías; las tres... Me van a volver loca. —Ven manicura, vamos a hacer la tarea —le toco el hombro—. ¿Quieres cocoa caliente? —Nop —contesta—. Merendé yogurt y cereales. Estoy llena. Camino por el pasillo, voy a su cuarto y agarro su mochila. Ni siquiera me cambio de ropa, sólo regreso al comedor con ella siguiéndome de atrás. Prioridades son prioridades. Mi ropa puede esperar un rato. —¿Jordan está en el baño? —le pregunto mientras saco sus cuadernos y sus lápices. —No —me dice, apoderándose del cuaderno y enseñándome la tarea—. Me compró una cajita feliz, me trajo a casa y se fue enseguida. Inhalo hondo y leo las primeras líneas del deber número uno: escribir una oración sobre algo especial que te sucedió durante el día. —¿Lo escribirás en cursiva? —me intereso, al verla sonreír en tanto plasma las letras. —Sí... Es la más bonita. Apoyo mi mentón en la mano y mi codo sobre la mesa—. ¿Qué fue lo más bonito que te sucedió en el día? Su mueca de felicidad se ensancha, pero rápidamente se esfuma de su carita. Se muestra repentinamente molesta y la forma en que presiona el lápiz contra la hoja, como si deseara romperla, me preocupa. —Mamá —se pone muy, muy seria y sus ojos idénticos a los míos me observan destellando enojo—, papá me dijo que la semana que viene vamos a ir a Nueva York. Que tengo que faltar a la escuela y que Lola se tiene que quedar en casa —su enojo se transforma en tristeza y eso sí que me envalentona—. ¿Por qué, mamá? Frunzo los labios para no soltar una maldición. Cuando Jordan se mete en asuntos que no debe, es cuando más furiosa me pongo. Si a mi hija respecta, yo me encargo de criarla, de educarla, de hablar con ella y de comunicarle las cosas. Yo. Cierro mi mano en un puño. ¡Maldito Jordan porqué tiene que decirle cosas a mi hija que me competen a mí! Me enderezo en la silla, estiro mi brazo y acaricio sus dedos. —Linda, a mamá le ofrecieron un trabajo en Nueva York. Es temporal, por un par de semanas —ella me mira, disconforme por la explicación que le estoy dando—. Es una oportunidad grandiosa. Y tendremos bastante dinero después de nuestra escapada de trabajo. Tú ya sabes para qué ahorramos dinero... Mi insinuación le roba una sonrisa. —Para conocer Disney, con los tíos. Afirmo y me contagio de su sonrisa. —¡Exacto! —replico—. Con las dos semanas que estaremos en Nueva York, podremos cumplir nuestro sueño de ir a Disney este año. Totalmente radiante aplaude y por dentro, despues de haberme puesto como una fiera, me quedo satisfecha. —¿Pero y la escuela? —Mañana hablaré con tu maestra. No tienes que preocuparte. La clase te esperará a la vuelta y mientras estamos allá, te prestaré mi computadora para que te comuniques con tus amiguitos. Cada vez de mejor humor asiente. —¿Y Lola? Jordan me dijo que iríamos a un hotel donde no quieren mascotas. Y sin Lola me voy a sentir muy triste. Esbozo una de esas muecas de puro cariño que pongo casi siempre que Madi habla y me roba el corazón. —Pues elegiré un hotel dónde sí acepten mascotas y Lola vendrá con nosotros. No seríamos capaces de dejar a nuestra bolita de pelos al cuidado de los tíos, ¿o si? Mi hija se baja de la silla, viene hacia mí y me abraza. —¿Me prometes que Lola vendrá conmigo aunque a papá no le gusten los gatos? Hundo mi barbilla en su pelo que huele a vainilla. —Te lo prometo, mi cielo. —Eres la mejor del mundo —me susurra—. Te amo, mami.
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