La mañana aún cargaba el rocío en las hojas, y el aire frío golpeaba el rostro de Daniel mientras trotaba por el sendero. Su respiración, rítmica y pesada, era lo único que rompía el silencio de aquel día nublado. Había decidido tomarse un día libre, aunque Natalia no lo sabía. Últimamente, parecía que ninguna de sus decisiones o pensamientos necesitaban ser compartidos con ella. O tal vez, era que ambos habían dejado de buscarse. A medida que avanzaba, sintió las miradas de algunas personas que cruzaban su camino: una mujer joven que paseaba a su perro y un hombre de cuerpo atlético que lo saludó con un leve gesto de cabeza. Daniel no devolvió ni el saludo ni las miradas. Su pena era un muro invisible que lo encerraba, una prisión autoimpuesta que cargaba con cada paso. El sendero comen

