La tarde comenzaba a mostrar sus pestañas. Tomaba literalmente 3 minutos ir de nuestra casa a la ahora casa de nuestros invitados. Alejandra caminaba delante de mí, contoneando hipnóticamente las caderas, si no me la hubiera cogido hace unos minutos, ahora mismo la asaltaría… El sol moribundo teñía todo de un naranja enfermizo, como si el mundo entero estuviera en llamas. Mis ojos no podían despegarse del vaivén de ese culo perfecto que se movía frente a mí. Llegamos al viejo almacén, una estructura decrépita de metal oxidado y ventanas rotas. El olor a moho y sudor nos golpeó al entrar. Los supervivientes yacían desperdigados por el suelo de cemento, sus rostros demacrados girándose hacia nosotros con una mezcla de miedo y esperanza. Alejandra se plantó en el centro de la habitación,

