Era una tibia cocina en un día de invierno. Natalia, con sus tiernos dieciséis años, estaba allí junto a su padre, quien cuidaba de ella con esmero. Preparaba un guiso de carne con zapallos y zanahorias, revolviendo el contenido con una cuchara de madera mientras el vapor llenaba la estancia con un aroma reconfortante. —Natalia, eres tan hermosa como tu madre —dijo, rompiendo el silencio con una voz cargada de cariño—. Cada vez que te miro, deseo que seas una gran mujer. Muy amada. No me gustaría que te quedaras en casa. Ten un esposo que te cuide, que sea esforzado, que te trate bien. —¡Ay, papá! Yo no me quiero casar —respondió Natalia con una risa ligera, apoyando los codos en la mesa. —Si es porque no quieres un mal portado, no te preocupes. Yo lo vigilaré para que nunca te falte el

