Capítulo 1-1

1747 Words
Capítulo 1 ―Elige ―dijo la voz incorpórea. «¿Elegir? ¿Elegir qué?», pensó Riley, examinando las paredes de roca que la rodeaban con incredulidad. «¿Elegir salir de esta puta locura de pesadilla? Joder, sí. ¿Elegir matar a los capullos que me han puesto en este asco de situación? Oh, joder que sí. ¿Elegir…?». Dio un salto al sentir la garra fría como el hielo pinchándole en la espalda por tercera vez y miró a su alrededor, siguiendo con la vista el brazo de la criatura que estaba a su lado cuando esta señaló por encima de una pequeña plataforma. Riley estaba luchando por entrar en un agradable estado de desconexión con todo, pero aquellas malditas criaturas que la habían secuestrado hacía veinte días tenían la mala costumbre de volver a hacerla consciente de la desafortunada situación en la que se encontraba. ―Elige ―repitió la figura delgada como un palo y de dos metros y medio de altura, perdiendo ligeramente ese tono de voz incorpórea. Riley no logró contener la pequeña sonrisa que le curvó la comisura de los labios. De verdad que no lo logró. Tras la primera semana de cautiverio, había pasado de estar aterrada y paralizada a, sencillamente, estar cabreada con la vida. Había decidido que, si iba a morir, bien podía hacer lo que mejor se le daba: cabrear a todos los que la rodeaban. Aquello era precisamente lo que le había hecho acabar en aquella situación; su bocaza y su actitud de listilla. Vale, quizás no debería haber cabreado a su jefe diciéndole por dónde podía meterse las manos cuando le tocó el culo por tercera vez aquel día. O todavía mejor, no debería haberle roto la nariz, la mano y probablemente los testículos, a juzgar por cómo había gritado una octava o dos más agudo que cualquier soprano. Sí, seguramente no hubiese sido demasiado inteligente, especialmente teniendo en cuenta que el papi del susodicho era el sheriff del pueblo. Riley era fiadora judicial, por amor de Dios, hasta un idiota debería haber sido consciente de lo mala idea que era meterse con ella. Su trabajo exigía que tuviese ciertos conocimientos de autodefensa. «Dios», pensó. «Nunca debería haber aceptado ese trabajo». Cuando su jefe le juró que nunca saldría viva del pueblo después de la paliza que le había metido, Riley había decidido que era hora de salir pitando de Righteous, en Nuevo México. Cierto, el hecho de que su jefe fuese el dueño de la empresa de fianzas judiciales local y que tuviese un negocio bastante lucrativo con su padre debería haber sido su primer aviso de que algo no era trigo limpio, había pensado mientras recogía su bolso y un gran sobre lleno de pruebas incriminatorias contra los dos. Averiguar que tanto el padre como el hijo también vendían drogas y armas ilegales había sido, definitivamente, su segundo y tercer aviso. Aunque, claro, el último retazo de información que había encontrado aquella mañana sobre el muerto enterrado bajo el almacén había sido la verdadera razón que le había hecho comprender el error que había cometido. Aquella información había estado bien guardada en el sobre que había metido en el bolso, y se había marchado con ella cuando había abandonado el pequeño pueblo en el que había vivido los últimos seis meses, conduciendo todo lo rápido que su viejo Ford podía soportar. Quizás hasta hubiese tenido la oportunidad de vivir un poco más de no ser por la serie de pequeñas sorpresas con las que la vida la había bendecido. Otra vez. Si el coche hubiese estado a más de un paso del desguace, sus planes inexistentes de huida se habrían visto reforzados, y habría sido todavía mejor si el jodido coche no se hubiese averiado nada más cruzar la línea estatal, a las afueras del desierto. Riley sabía que debería haberse comprado uno nuevo el mes anterior, pero era tan agarrada que había querido exprimirle hasta el último kilómetro. ¡Y vaya si lo había hecho! Oh, y no podía olvidarse de su mejor idea entre todas: meterse en una camioneta con un tipo que tenía más piercings y tatuajes que un modelo de Revista de Capullos en lugar de caminar los cinco kilómetros hasta el bar que había visto anunciado en un cartel junto a la carretera. «Pero no, tuve que meter mi enorme…». Riley suspiró. «No, mi culo cincelado por la madurez en la camioneta de ese pedazo de mierda». Volvió a suspirar. «Debería haber ido de verdad a esas clases de control de la ira tal y como Tina, mi santa hermana, dijo que me hacía falta». Incapaz de borrar la sonrisa de sus labios, Riley volvió a pensar en la expresión de aquel tipo con tatuajes y piercings cuando ella le dedicó un dedo corazón bien erguido mientras este se alejaba, dejándola tirada en una playa en mitad de la nada justo cuando caía la noche. «Que le tenía que hacer una mamada si quería que me sacase del desierto», pensó con ira. «Y un cuerno». ¡Y vaya si le había dado una lección! En cuanto el tío se había detenido a un lado de la calzada, Riley había saltado de la camioneta mientras lo maldecía como toda una profesional. Su abuela Pearl se habría sentido orgullosa de ella; se acordaba de todas y cada una de las maldiciones que su abuela había dicho a lo largo de su vida, y algunas extras que seguramente su abuela no conocía. Así que, por supuesto, aquel tipo la había dejado en mitad de la nada. Riley había creído que todo se había acabado hasta que había visto cómo se acercaban unas lucecitas. ¿Cómo demonios iba a saber ella que los putos alienígenas se habían equivocado con la ubicación del Área 51 y habían acabado en Mitad de Ninguna Parte, en Arizona? Había creído que estaba a punto de ser rescatada por una banda de motoristas de motocross enanos, no una nave alienígena que había salido en una noche de lunes en busca de mujeres bien dotadas. ―¡Elige! ―gruñó la criatura en voz alta. Riley se aclaró la garganta antes de girarse hacia el alienígena con aspecto de palo, mucho más alto que ella. ―¿Elegir el qué? ―preguntó, incapaz de contener la risita algo enloquecida que había estado amenazando con escapársele. Volvió a soltar una risita cuando por fin logró que el rostro inexpresivo de la criatura se torciese en un ceño frustrado. Esta cerró lentamente las garras hasta formar sendos puños antes de dejar caer los hombros. ―Elige a un macho ―dijo Antrox 785, agotado. Riley alzó una ceja perfectamente arqueada en dirección a la criatura antes de girarse hacia la selección de hombres que habían sido llevados frente a ella, mientras reflexionaba en cómo quizás su actitud había jugado cierto papel en su situación actual. Durante ese tiempo había observado sin prestar mucha atención como otra hembra (o al menos creía que había sido una hembra) había sido llevada hasta la posición que ocupaba ahora ella. Le habían dicho, de manera bastante maleducada a su parecer, que era la última en elegir por culpa de lo desagradable, peleona y directamente fea que era. Y Riley, por supuesto, se lo había tomado todo con filosofía hasta aquel último comentario, y habían tenido que volver a inmovilizarla después de que le diese un puñetazo en lo que esperaba que fuesen las pelotas al guardia con forma de palo que la había estado vigilando. Fuese lo que fuese lo que tuviesen aquellas criaturas bajo sus túnicas, el tipo había caído redondo al suelo. Y ahora lo que tenía delante era un montón de moco verde y lleno de babas de dos metros y medio, algo que se parecía a un lagarto a dos patas y con dos cabezas, y a otros tres fortachones guapísimos de metro noventa o más. Abrió mucho los ojos. De no ser por el hecho de que estaba muerta de sed y no podía producir la saliva suficiente, en aquel instante se le habría estado cayendo la baba. Sabía por su constitución, los ojos y quizás por las marcas que tenían en brazos, pecho y hombros, y eso sin mencionar lo afilados que tenían los dientes cuando le gruñeron al alienígena palo, que no eran humanos, ¡pero vaya si estaban para chuparse los dedos!, pensó Riley con aire soñador por un instante antes de volver a espabilarse. ―¿Qué les pasa a los machos que no son elegidos? ―preguntó con curiosidad, sin quitarle los ojos de encima en ningún momentos a aquellos tres. ―Serán usados como comida ―dijo Antrox con el ceño fruncido―. ¡Elige! Todos los machos emparejados se mantendrán con vida para trabajar en las minas. Los machos emparejados son más fáciles de controlar por lo protectores que son con sus hembras. ¡Ahora elige a tu macho! ―¿Y si no quiero elegir a un macho? ―preguntó Riley con sarcasmo, girándose para hacer frente a la alta criatura que tenía al lado―. ¿Y si no me apetece elegir a un macho? ¿Y si ni siquiera me gustan los machos? ―añadió. ¡En aquel instante, creía sinceramente que quizás no volviese a gustarle jamás ningún macho! Después de todo, eran los hombres los que habían iniciado aquella odiosa serie de eventos, empezando por el idiota bueno para nada que había sido su jefe. ¿Y ahora aquel palillo tamaño gigante esperaba que escogiese sin más a alguno de aquellos capullos y se emparejase con él? «En serio, eso no va a pasar. Con o sin ataduras, le daré una paliza a cualquiera que intente emparejarse conmigo», pensó con fiereza. No iba a emparejarse con ningún alienígena, no importaba lo monos que fueran. ¡Había visto suficientes películas de ciencia ficción como para ser inmune al deseo hacia cualquier culito del espacio exterior! ¿Y si aquellas cosas decidían robarle el cuerpo y salir de su interior con una explosión? Un escalofrío la estremeció al pensarlo. Con expresión confundida, Antrox 785 desvió la mirada de Riley a los hombres que había en la plataforma que tenían debajo. ―¿Por qué no ibas a querer escoger a un macho? ¡Eres una hembra! Toda nuestra información señala que sois las débiles de vuestra especie y que necesitáis a un macho que os proteja. ―Volvió a mirar a Riley―. ¿Por qué iban a no gustarte los machos? Riley soltó una risita algo histérica. Vale, quizás todavía estuviese ligeramente aterrorizada. ―¿Que por qué no me gustan los machos? Bueno, es la pregunta del siglo, ¿verdad? ¡Qué te parece si vamos a por una o dos botellas del alcohol más fuerte que tengáis, nos emborrachamos como es debido, y te cuento por qué ya no me gustan los machos! ―Fue alzando el volumen con cada palabra que decía―. ¡Empecemos contigo!
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