Capítulo 6: La cita

1634 Words
Guille El olor al desayuno llenaba la cocina cuando me senté frente a Juana. Tenía el cabello recogido en dos trenzas chuecas que ella misma se había hecho, y desayunaba como si estuviera en un concurso de velocidad. Yo tenía el móvil en la mano, releyendo el último mensaje de Gala. No podía evitarlo: cada palabra que escribía, por más normal que fuera, me hacía sonreír como un idiota. Gala: “A las nueve, ¿ok? No llegues tarde o te retiro la invitación.” Escribí rápido, con el pulso acelerado: Yo: “Ni lo sueñes. Ya estoy contando los minutos.” —¿Quién es? —preguntó mi hermana con la boca llena, levantando una ceja como una anciana sabia. —Nadie —respondí, demasiado rápido. Dejó la tostada en el plato y me miró fijamente. Me dio esa mirada de hermana pequeña que siempre lograba arrancarme la verdad. —Estás sonriendo —dijo, señalándome con el dedo—. Y tú nunca sonríes, mucho menos por la mañana. Negué con la cabeza, pero sentí el calor subiéndome a las mejillas. —Solo… alguien que conocí anoche. Juana abrió los ojos de par en par y se inclinó sobre la mesa. —¡Oh, por fin! ¿Es una chica? Dime qué es una chica por favor... —Come, Juana —le ordené, tratando de sonar serio mientras me guardaba el celular en el bolsillo. Ella soltó una risa traviesa y siguió devorando su pan. —Lo sabía. Siempre supe que conocerías a alguien especial... ¿Cuándo me la vas a presentar? ¿O ya la conozco? No me digas que es Marcela... —dijo eso último con una mueca de disgusto en los labios. Me limité a sacudir la cabeza y a ocuparme de lo de siempre: actuar como el adulto de la casa. —Sabes que esa chica no es mi tipo. Anda, termina ya. Tienes que cambiarte. Ella se levantó corriendo, rumbo a su habitación, y aproveché el silencio para sacar la billetera. Extendí los billetes sobre la mesa, contándolos con calma. El dinero de la pelea de anoche apenas alcanzaba para cubrir la renta y las facturas del hospital. Hice cuentas mentales: alquiler, electricidad, las medicinas de Juana, la deuda con el hospital. —Mierda —murmuré, pasándome una mano por el rostro—. Con lo que sobra apenas compro el mercado de esta semana. Guardé el dinero con un suspiro, tragándome la frustración. Nunca alcanzaba. Nunca. El sonido de pasos me sacó del trance. Juana regresó con el uniforme escolar, aunque los zapatos todavía desatados. Me agaché frente a ella, atándole las agujetas como lo había hecho cada mañana desde que mamá murió. —¿Ya tienes todo? —pregunté. —Sí —respondió, aunque sabía que iba a revisar la mochila de todos modos. Lo hice, claro. Me aseguré de que llevara sus cuadernos, su lonchera, el inhalador en el bolsillo lateral. Siempre con miedo de que algo pudiera faltarle, de que algo saliera mal. —Te falta el cuaderno de mates. Ve a buscarlo. Cuando el sonido de sus pasos se disipó en el pasillo hacia su habitación, tomé el celular. No podía darme el lujo de perder el tiempo. Busqué en la lista de contactos y marqué el número de mi entrenador. —¿Aló? —contestó con su voz ronca. —Soy Cruz. Apúntame en la próxima pelea. Hubo un silencio breve al otro lado. —Acabas de salir del ring ayer. ¿Seguro que puedes? —Necesito el dinero —respondí, tajante. El entrenador suspiró, pero aceptó. —Está bien. Te aviso la fecha y el rival. Colgué, dejé el teléfono sobre la mesa y cerré los ojos un instante. Mi cuerpo todavía dolía por los golpes de anoche, los nudillos ardían, pero no tenía opción. No era por mí. Nunca lo era. Era por Juana. Por mantenerla a salvo, por darle la vida que merecía. Abrí los ojos y vi mi celular parpadear con una notificación nueva. Gala. Gala: “¿Estás nervioso por lo de esta noche? Porque yo sí. Estoy ansiosa por verte otra vez.” Sonreí, aunque me dolía todo. Y por un instante, olvidé la deuda, el cansancio, la vida difícil. Yo: “No te preocupes, princesa. Es en lo único en lo que pienso.” Y lo supe: aunque el mundo me aplastara, aunque el dinero nunca alcanzara, había algo en ella que me daba fuerzas. Algo que me hacía sentir que valía la pena seguir peleando. Mi pequeña Juana llegó lista para salir y, sin perder tiempo, nos fuimos. Después de verla entrar, me quedé un rato en la moto, estacionado frente a la entrada. El motor apagado, el casco aún en mis manos, miraba cómo desaparecía entre el montón de niños con mochilas coloridas y padres que los acompañaban de la mano. Yo no tenía esa clase de vida para ella, pero hacía lo que podía. Suspiré hondo. No podía dejar de pensar en la cita de esta noche. Gala. Sus ojos, su sonrisa, la manera en que me había abrazado como si yo fuera alguien importante. Y yo quería darle algo que lo confirmara, que la hiciera sentir especial. El problema era que apenas tenía unos billetes en la billetera. Lo justo para la comida de la semana. No había manera de invitarla a un restaurante elegante o llevarla a esos lugares de película o de las series que ella merecía. Me apreté el puente de la nariz y pensé. Y entonces me vino a la cabeza una idea. Una locura, pero era lo único que tenía. Saqué el celular y busqué el número, de alguien con quien no hablaba desde hacía unos meses. —¿Aló? —respondió una voz masculina, ronca por el sueño. —¿Mario? —pregunté, inseguro. Hubo un silencio y luego una risa incrédula. —¡Guille! No jodas, ¿eres tú? Pensé que habías perdido mi número. —¡Oye, no seas dramático! Yo no olvido a los amigos —respondí, con una sonrisa que él no podía ver—. Pero sí… ha pasado tiempo. —Demasiado —dijo Mario, con tono alegre—. ¿Qué cuentas, boxeador? Tragué saliva. No era fácil pedir favores, pero no tenía otra opción. No, si quería impresionar a mi rubia. —Necesito… bueno, quería saber si todavía tienes la casa. La que está frente al mar, a las afueras de la ciudad. —¿La cabaña? Claro. La familia casi no la usa, yo soy el único que voy de vez en cuando. ¿Por qué? —Tengo una… cita —admití, sintiéndome como un adolescente otra vez—. Y no quiero llevarla a un bar barato ni al café de esquina. Quiero darle algo mejor, aunque sea por una noche. Hubo un silencio largo. Después, la risa de Mario retumbó al otro lado de la línea. —¡Carajo, Guillermo Cruz en una cita! No pensé escucharlo jamás. —Entonces... ¿es un sí? —pregunté, ansioso. —¡Claro que sí! —dijo al fin—. La cabaña es toda tuya. Solo dime a qué hora y paso a dejarte la llave. Sonreí aliviado. —Gracias, Mario. Te debo una. —Me debes muchas, pero esta me la cobraré. La próxima semana es mi cumpleaños y quiero que estés allí. ¡Y trae a esa chica, quiero conocer a la dama que logró descongelar tu corazón de hielo! Colgué con una sensación cálida en el pecho. Todavía había gente en el mundo que me tendía la mano cuando lo necesitaba. Arranqué la moto y volví a casa. Justo estaba guardándola cuando vi a la señora Margarita salir del edificio, con su bolso al hombro y una sonrisa amable en el rostro. —Buenos días, Guille —saludó. —Buenos días, señora Margarita —respondí, bajando de la moto. Ella siempre irradiaba esa calma maternal que me hacía sentir incómodo y agradecido al mismo tiempo. —Gracias por cuidar a Juana anoche —dije, con sinceridad. —No es ningún problema —respondió, negando con la cabeza—. Ya sabes que yo nunca pude tener niños, y los adoro. Más a ustedes dos… sé todo lo que han sufrido. Me removí incómodo, bajando la mirada. No soportaba la idea de que alguien más conociera nuestras cicatrices. —De todas formas, gracias —murmuré. Saqué un fajo de billetes del bolsillo y se lo tendí. —Aquí tiene la renta del mes. Ella lo tomó, sorprendida, y me miró con ternura. —Gracias, hijo. Eres un buen muchacho. —Solo hago lo que debo —dije, encogiéndome de hombros. Hubo un silencio breve. Yo jugueteé con las llaves de la moto, y antes de darme la vuelta, me atreví: —Señora Margarita… ¿cree que podría cuidar a Juana esta noche? Sus ojos se iluminaron de inmediato. —Por supuesto —respondió con entusiasmo—. Le voy a preparar su cena favorita y dejaré lista la cama para que se acueste temprano. No te preocupes. La gratitud me apretó el pecho. —Gracias —dije, con la voz más baja de lo que pretendía. —Anda tranquilo —añadió ella, con un guiño—. Juana estará en buenas manos. Cuando la vi alejarse calle abajo, me quedé quieto frente al edificio. Sabía que estaba a punto de meterme en aguas profundas, que mi vida era demasiado complicada para alguien como Gala. Pero aún así, no podía resistirme. Esta noche, por primera vez desde que mamá murió y mi padre nos abandonó, quería disfrutar sin pensar en nada más. Ni en las deudas, las peleas o los hospitales. Solo quería ser un hombre en una cita con la chica que lo volvía loco.
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