3 | Caliente infierno

1402 Words
Transcurrieron tres días desde la muerte de Milán y Adkik continuaba en negación. Él no creía que una mujer tan fuerte como Milán muriera por no ser la primera en disparar. Adkik sufrió su duelo, o como él lo llamaba: asimilación. Destruyó toda su habitación, desde las sábanas que compartió con ella, hasta la ropa que Milán usaba porque odiaba la que él le compró. No quedó un rastro de la mujer que se convirtió en su primera Dama Roja, una que sería tan irremplazable como el arma que se llevó. Estaba tan enojado que pensó en asesinar a su hermano esa misma noche, mientras ambos dormían plácidamente. Nadie lo culparía, sus hermanos estaban a favor del asesinato, sin embargo, Adkik era un hombre que pensaba antes de actuar. Haría su enorme rabieta, destruiría parte del crucero, asesinaría a un par de perros inútiles y pelearía con Ignati para probar su fuerza. Y eso hizo, en orden de importancia. Le rompió dos dedos a Ignati, aunque su hermano estaba aún más cegado de odio por Nina. Él sabía de ella por el comunicador en su oído. Ignati escuchó cuando Maurizio lamió su oreja, cuando la tocó entre las piernas para probar si era virgen, incluso cuando la besó agresivamente para marcarla como a una de sus mujeres. La sangre golpeaba sus oídos cada noche cuando la escuchaba gemir de dolor por las bofetadas que Maurizio le daba por desobedecerlo. Ignati proyectó todo ese odio en el entrenamiento con Adkik, mientras Viktor continuaba mirándolos desde su cómodo sillón reclinable. —¡Tu turno! —gruñó Adkik con las manos ensangrentadas al terminar con Ignati—. No tengo todo el puto día. Antes de golpear y esquivar los golpes de su hermano menor, Adkik peleó con cinco perros al mismo tiempo. Eran hombres desechables para ellos, un vil entretenimiento para aumentar la sed de sangre y venganza que fluía como río por sus venas. La sangre goteaba de sus nudillos, su respiración era pesada, el cabello golpeaba su frente y su cuerpo estaba cubierto de sudor. Si no golpeaba la carne de sus perros, enloquecería. Solo eso lo haría olvidar el cuerpo de Milán cayendo de espaldas al agua. —¡Qué vengas maldición! —gritó enfurecido. Viktor exhaló, crujió su cuello y subió los escalones hasta el rin. La lona estaba llena de sangre, varios dientes y la lengua de uno de los perros. Adkik no fue pacífico con los perros, ni lo sería con su hermano. No necesitaban plantarse, solo atacar como fueron entrenados. El primero en atacar fue Adkik, pero Viktor deslizó sus pies hasta el otro lado. Adkik apretó los puños y la mandíbula. —¿Sabes que esto no ayuda? —le dijo—. Solo aumenta tu ira. Adkik crujió sus dedos. —Nada ayuda —replicó Adkik entre dientes. Iba a asestarle el primer golpe, cuando Viktor usó su rapidez para impactar su rodilla en el estómago de su hermano. Adkik estaba tan cegado por el odio, que no pensó en sus movimientos. Viktor era inteligente, un ajedrecista, alguien que sabía cuál peón sacrificar para salvar a su reina. Él pensaba con la cabeza fría, por eso era tan calculador, mientras Adkik se dejaba llevar por la ira, el dolor de perder a Milán y la sangre roja de la venganza llenando su visión. Solo veía a Levka en una ciénaga de sangre bajo sus pies. Viktor dejó que Adkik le asestara el primer golpe en el rostro. No dolió tanto imaginó. Creyó que su hermano se ensañaría muchísimo más con él, considerando que fue el último de la fila. Viktor conocía a su hermano. En sus casi treinta años de vida, jamás lo vio tan enojado como en ese momento. Eso solo confirmó que Milán ganó un lugar en su corazón, uno que nadie suplantaría. Fue por ello que usó esa rabia a su favor, moviendo a su peón. —La venganza disminuirá tu ira —articuló Viktor. Adkik sabía que era lo único que lo ayudaría, sin embargo, desde que Levka descubrió que Adkik conocía el secreto de las espías por medio de las cámaras de seguridad, las vigilaba constante, más que nada buscando algún indicio de decaimiento en Deborah. Ella era una bomba a punto de explotar, así que la mantenía vigilada, o lo hizo hasta aquella noche en su habitación. Como Adkik sabía que Levka los vigilaba, le mintió a Viktor. —No podemos hacerlo. Viktor miró la cámara de soslayo. —No solos —le susurró. Desde la muerte de Milán los hermanos no hablaron más que para pelear, colocar fechas para las entregas y distribuirse el trabajo. Ignati estaba concentrado en recuperar a Nina, Viktor en idear un plan para destruir a Levka y Adkik fingiendo que todo estaba bien con su hermano. Al final del día, fingir era lo único que lo mantenía alejado del cuello de su querido hermano. Fue por ello que Adkik mantuvo los puños apretados cuando Viktor le insinuó que no podían destruir a su hermano solos. Si querían acabar con el imperio de Levka, primero debían destruirlo por dentro. Adkik mantuvo la guardia alzada, pero Viktor no tenía intenciones de recibir más golpes. Movió su mandíbula por el pequeño escozor en su mejilla. Adkik ni siquiera se molestó en mirar el morado que se convertía en un hematoma. No midió sus golpes, así como tampoco calculó que podría quitarle los dientes. —Veme en el techo a las once —farfulló Viktor—. No esperaré. Viktor retrocedió con la mirada en su hermano y abandonó el salón de entrenamientos. Ignati se marchó cuando terminó de apalearlo, así que quedó solo, con los pies descalzos sobre la sangre caliente. Si harían un golpe contra la organización, no lo harían solos, y eso era precisamente el plan de Viktor esa noche. Cuando Levka se relajara en su sillón favorito, con el maldito trago de whisky en su mano derecha, destruirían su querida mafia roja. Adkik se quitó la sangre al frotar sus nudillos sobre el pantalón de algodón y caminó de regreso a su habitación. Sus perros cambiaron y limpiaron todo, pero él seguía oliendo el perfume de Milán en las almohadas y en la ducha. No había una noche que no pensara en ella y lo que debió hacer para salvarla. Él estaba herido, continuaba herido. Seguía cojeando un poco, tenía heridas frescas en su piel y dolor en su pecho por no salvarla. Adkik no creía que eso fuese amor, pero ese dolor en su pecho era peor que un disparo. Del disparo se sanaba, sin embargo, ese continuaba allí. Dobló las habitaciones de la esquina y subió las escaleras. Sus heridas sangraban. Tendría que curarse después de un baño, pero para Lionetta no existía nada más sexy que un hombre ensangrentado. Calculó sus horarios de entrenamiento, al igual que el tiempo de los mismos y el recorrido de su presa. Lionetta no descansaría hasta sentir el m*****o de Adkik dentro de ella. Necesitaba borrar las huellas de su hermano. No le importaba quien fuera, pero prefería que fuese el ruso más sexy del crucero. Lionetta estaba en la esquina cuando lo vio acercarse. El enorme corredor quedaba pequeño cuando la enorme musculatura de Adkik llenaba el pasillo. Ella miró el sudor salpicando su pecho desnudo y endurecido, sus bíceps prensados, el duro estómago y sus muslos gruesos. Ese hombre la excitaba demasiado. Nunca sintió algo así por ningún otro hombre, y justo lo experimentó con el único hombre que no se rendía a sus pies como un perro. Adkik miró a la mujer. Llevaba un pantalón de cuero y un top n***o. Con el cabello rojo cayendo en su espalda y los labios carmesí separados, casi podía ser tentadora para él. De ser otro momento, la habría hecho mujer en treinta poses diferentes. Algo en él cambió, algo se activó cuando cogió a Milán la primera vez. Lionetta cruzó los brazos, sonrió y enarcó una ceja. —Felicidades —susurró Lionetta—. La sangre es victoria. Adkik respiró sonoro. —¿Qué quieres? Lionetta mordió su labio inferior. Si era una pregunta retórica, ella la respondería. Si era una pregunta sarcástica también lo haría. Si eso la llevaba a la cama del Antonov, respondería lo que fuera. —A ti, Adkik Antonov —afirmó determinada—. Te quiero a ti.
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