Con una simple maleta, que cargaba las cosas más necesarias para su uso, Maxine llegó al St. Patrick Downson Institute en Sussex, Inglaterra. Un internado para niñas en el que la disciplina y los castigos se aplicaban con bastante rigor. El rector Peter Thownsed, era un hombre estricto y de carácter austero; mantenía un régimen bastante severo entre el alumnado, que debía acatar órdenes al pie de la letra y sin rechistar, para no ser sometidas a crueles castigos.
El St. Patrick Downson Institute, era un internado de mucho prestigio, pero también bastante terrorífico y que albergaba terribles abusos por parte de los docentes hacia sus alumnos, al cual las familias más pudientes enviaban a aquellas niñas rebeldes y malcriadas que querían disciplinar, o simplemente enviaban a las hijas de las cuales no querían hacerse cargo. Los padres depositaban cuantiosas y exorbitantes sumas de dinero a la institución, para que se encargaran de sus “problemas", mientras ellos gozaban de su libertad. Fue así como Rosamund encontró la forma de deshacerse de aquella hija a la que odiaba y que representaba un estorbo para su propósito.
Pero, antes de que todo eso pasara, Rosamund tenía todo planeado para deshacerse de Maxine y ser libre de verdad: sin marido y sin hija. Su plan era llevar a Maxine a esquiar a las montañas de Aspen, Colorado, empujar a la pequeña desde un risco y decir que había sufrido un accidente mientras esquiaba y del cual no pudo sobrevivir. Sin embargo, sus planes dieron un vuelco cuando el testamento de Gavin fue leído el día siguiente al funeral.
Según ella, al ser su viuda, sería la dueña de todo, o, al menos, del mayor porcentaje de su patrimonio. El problema fue que, como Gavin venía teniendo sospechas de su amorío y planeaba divorciarse desde hace un tiempo, dos semanas antes se había encargado de cambiar su testamento y añadirle una importante cláusula que cambiaba el rumbo del destino de Maxine.
Cuando Rosamund y Gabriel se reunieron con el abogado de Gavin en las oficinas de Reiner Corporation a las 9 en punto de la mañana, la rubia sonreía triunfal y altanera, creyendo que saldría de ahí siendo una nueva millonaria y proclamándose como la nueva dueña y jefa de la corporación.
Se sentaron en una amplia mesa de roble en la oficina corporativa de paredes de cristal y amplios ventanales que dejaban entrar la luz natural y que mostraban la impresionante vista del Lago St. Clair y de los pequeños botes que navegaban sobre sus aguas calmadas. Una de las asistentes les sirvió café y, cuando todo estuvo listo, el abogado se puso en pie, sacó el documento de su portafolio y comenzó a hablar.
Rosamund tamborileaba sus falanges sobre la superficie de la mesa y movía su pie con insistencia, provocando que los tacones de aguja de sus Louis Vuitton chocaran contra el reluciente piso de vinilo gris. Estaba desesperada y quería que el abogado dejara atrás tanto protocolo y pasara a la parte importante de una buena vez por todas.
Veinte minutos después, de lectura que a Rosamund no le pareció más que pura basura, el abogado llegó a la parte que a ella le interesaba:
—Por lo tanto, yo, Gavin Charles Reiner, mayor de edad, en pleno uso de mis facultades físicas y mentales, declaro que todo mi patrimonio, mis bienes y mi fortuna, son para mi única heredera —Rosamund infló su pecho y la comisura de su labio se elevó en una sonrisa triunfal, pero todo eso se borró al instante cuando escuchó las últimas palabras—, mi hija, Maxine Jeanne Reiner.
Rosamund parpadeó, incrédula ante lo que estaba escuchando, y se puso en pie dando un salto violento.
—¡Eso es imposible! —gritó, dando un golpe hosco, con las palmas de las manos, sobre la mesa—. ¡Mi esposo no pudo dejarle todo a Maxine!
Una mirada de total confusión arrugó las cejas del abogado, que no entendía la reacción de Rosamund. Estaba hablando de su propia hija, no de una fulana.
—Pero así ha sido, señora Reiner —aseguró él, aún perplejo y tratando de suavizar el ambiente—. Su hija es la única heredera de su esposo.
Rosamund tomó aire y cerró los ojos, tratando de calmarse. Sabía que su actitud podía levantar sospechas y no era lo que quería.
—Pero..., es solamente una niña —soltó, fingiendo serenidad—. No sabe nada sobre los negocios. ¿Cómo podría manejarlos?
—Si me lo permite, señora Reiner, ya llegaremos a ese punto —explicó el abogado—. Hay unas cláusulas aquí, que iba a leer justo antes de que usted me interrumpiera.
Rosamund aspiró e inspiró profundamente, antes de tomar asiento, y le hizo una señal con la mano, para que prosiguiera. El abogado los observó a ambos; Gabriel se mantenía serio, con los dedos de ambas manos unidos y la barbilla apoyada sobre ellos. Le hizo una señal con el dedo y él carraspeó para poder hablar.
—Bien, ¿por dónde iba? —prosiguió. Ajustó sus gafas de lectura sobre el puente de su nariz, mientras releía el documento y luego alzó ambas cejas, cuando encontró la línea de texto en la que se había quedado—. Ah, sí —murmuró, y continuó leyendo—: Mi única heredera, mi hija, Maxine Jeanne Reiner. Sin embargo, ya que ella es apenas una niña y no cuenta con la facultad de hacerse cargo de tal responsabilidad, la persona a su cargo será su albacea y dispondrá de ellos hasta que Maxine alcance la mayoría de edad y sea lo suficientemente responsable para no dilapidar esta herencia. Sin embargo, si algo le llegase a pasar a mi pequeña Maxine, una muerte prematura o cualquier accidente, y ella ya no pudiera ser mi heredera, mi fortuna no sería de nadie y sería entregada a la caridad.
—¡Esto es una locura! —espetó Rosamund, furiosa—. ¿Qué hay de mí? ¿Qué de su esposa? ¿No me ha dejado nada, después de tantos años que estuvimos casados y de que me jurara amarme tanto?
Rosamund respiraba agitada por la rabia, tenía las manos cerradas en puños y mostraba sus dientes blancos y un tanto disparejos mientras gruñía. Todos sus planes se habían ido a la basura. Gavin estaba muerto y continuaba arruinando su vida y manteniéndola atada a Maxine. «El muy hijo de puta se ha asegurado de que la pequeña fastidiosa se mantenga segura hasta que cumpla la mayoría de edad —pensaba—. ¿Acaso pudo intuir algo antes de su muerte? ¿Acaso el muy miserable podía ver el futuro y había visto los planes que ella tenía para esa mocosa?»
—Señora, Reiner, yo no puedo hacer nada —se disculpó el abogado—. Esa ha sido la voluntad de su difunto esposo y no hay nada que yo pueda hacer para cambiarla.
—¿Y cómo puedo estar segura de que eso es verídico? —cuestionó ella, histérica—. ¿Quién me corrobora que de verdad esa fue la voluntad de Gavin y que no han cambiado su testamento tras su muerte? Porque yo no lo entiendo, todo me parece demasiado absurdo.
—Su cuñado —el hombre señaló a Gabriel y Rosamund lo vió de soslayo—. Él fue el testigo de este testamento, aquí puede ver su firma.
El hombre le entregó el documento y Rosamund reconoció la perfecta caligrafía de Gabriel estampada sobre la línea designada a la firma del testigo de aquel documento.
Oprimió el papel entre sus manos hasta arrugar sus bordes y emitió un gruñido rabioso antes de girarse y abalanzarse contra Gabriel, para golpearlo con sus manos.
—¡Tú, maldito infeliz! ¡Eres un traidor! ¡Un miserable! ¿Cómo pudiste hacerme esto?
Gabriel la sujetó con fuerza por los brazos y la inmovilizó, rodeándola con sus brazos. Rosamund lloriqueaba y el abogado observaba aquella escena, boquiabierto y estupefacto. En sus 25 años como abogado, jamás había visto tal actitud. Nunca había visto que una madre se molestara porque su esposo dejara como heredero universal a su propio hijo, cuando se supone que es lo más normal.
—¡Cálmate, Rosamund! —exigió Gabriel, sin soltarla—. ¿Acaso te has vuelto loca? Es tu hija la heredera y tú serás su albacea, a menos que no quieras hacerte cargo de ella. ¿Es eso? Porque de ser así, yo estoy dispuesto a cuidarla y a brindarle todo el cariño que le haga falta y que tú no le quieras dar.
Rosamund utilizó toda su fuerza para separarse de Gabriel y se giró para enfrentarlo.
—¡Nunca! ¡Ella es mía! ¡Mi hija! Y por lo tanto, yo seré su encargada y su albacea, maldito traidor. ¡Jamás voy a permitir que te acerques a ella, antes de eso te mato! ¿Me has escuchado?
Agarró su bolso y su chaqueta y, furiosa y no queriendo saber más nada del asunto, salió de la oficina azotando la puerta y tirando todo lo que encontró en su camino, como un vendaval que arrasa con todo a su paso. Las personas que habían alrededor la observaron, estupefactas, sin entender que le sucedía a la viuda de Gavin Reiner.
Estaba colérica y maldecía a Gavin y a Gabriel cuando salió por las puertas de Reiner Corporation y se subió a su automóvil. Hizo chirriar los neumáticos sobre el concreto, cuando arrancó hecha una furia, oprimiendo el acelerador del convertible rojo a todo lo que daba.
Cuando llegó a la casa seguía furiosa, sin embargo ya había encontrado la solución perfecta para deshacerse de Maxine de cualquier forma, aunque ya no de manera definitiva... Por los momentos.
Fue directo al despacho y se encerró ahí durante el resto de la mañana, buscando en internet el internado más lejano y el más terrible, para la pequeña plaga. Quizá no podría matarla, quizá Gavin se había asegurado de que nada le pasara a la mocosa, pero no se había asegurado de que fuera enviada lejos y de que ella pudiera continuar siendo la albacea y, por lo tanto, estar al mando de las empresas, aunque sea durante los 14 años siguientes. Cuando Maxine creciera y tomara las riendas de todo, ya vería que haría para deshacerse de ella y para que todo le perteneciera a ella. Por los momentos solo le quedaba buscar una solución rápida y el nombre del Instituto que salía en la página del buscador en aquel momento, fue la indicada.
Sin pensarlo mucho, hizo todos los arreglos necesarios, desembolsó el fideicomiso para estudios la exorbitante suma de dinero al instituto (aunque le dolió gastar tanto del dinero que podría gastarse en joyas), compró el pasaje de avión sin regreso y le ordenó a una de las muchachas del servicio que le preparara la maleta a Maxine, ya que al día siguiente partiría hacia Sussex, para no volver, sino hasta en 10 años.
La vida de Maxine en el internado, a pesar de estar lejos de su madre, no es que haya sido color de rosa, precisamente. Los primeros años fueron bastante duros, sobre todo por el acoso constante que sufría por parte de un grupo de estudiantes, más grandes y que estaban ahí porque realmente tenían serios problemas de rebeldía y agresividad.
Durante varios años, la pequeña sufrió golpes, insultos y burlas. Los primeros meses fueron los peores, pues no estaba acostumbrada a aquella vida y lloraba. Lloraba y mucho; por la severidad con que se imponían los castigos en el instituto, por la exageradísima disciplina, por el acoso de sus compañeras, por el frío, por la horrible e insípida comida que se servía en el instituto, por la falta de la libertad que había gozado en su casa y que ahora no tenía, y, sobre todo, por la falta que le hacía su hogar y por su padre muerto.
Los días eran duros, pero las noches del internado eran peores; tenebrosas, oscuras, solitarias y demasiado frías. Detroit era una ciudad helada, pero Sussex lo era el doble, tan fría como el carácter de sus pobladores. Ese mismo frío, se fue metiendo de a poco en el alma y en el corazón de la pequeña Maxine quien, poco a poco, fue cambiando y endureciendo su corazón y su alma, fue olvidando lo que era la calidez y el amor de una familia; ni siquiera las visitas que su tío Gabriel le hacía de vez en cuando, a escondidas de Rosamund y de las autoridades del instituto, pudieron ayudar a que su alma no se fuera pudriendo de a poco. De la pequeña fantasiosa, dulce y carismática, que soñaba con príncipes azules que la rescataban de feroces dragones, ya no quedaba absolutamente nada. Había dejado de extrañar aquella casa que ya no era su hogar, de hecho, prácticamente la había olvidado. Lo que no había olvidado era aquel día en que todo acabó en su vida y vio a su padre morir. Esas imagenes las tenía muy bien grabadas en su memoria y no había noche que no las recordara y las viviera una y otra vez. Cada noche, antes de dormir, se prometía que algún día haría pagar a su madre y a Lars por lo que le habían hecho a su padre y a ella.
Diez años de soledad, de rigor, de disciplina y de desamor, pasaron factura en la vida de aquella niñita que ahora se había convertido en toda una hermosa jovencita de ojos azules como el cielo, de rostro dulce y angelical, y de labios en flor. El internado había hecho todo lo contrario a lo que se esperaba; había forjado a una joven de temperamento egoísta y un tanto cruel, de carácter realmente rebelde y avasallador, a la que lo único que le alimentaba el alma eran los deseos de venganza.
El instituto y su rigor quedaban atrás y era el tiempo en el que podía regresar a Detroit, sin embargo no lo quiso hacer y prefirió irse a Londres y esperar el inicio de clases en la Universidad de Oxford, a la cual había entrado por sus brillantes notas. Ese par de meses en Londres, vivió la vida como quiso e hizo lo que se le dio la gana. Ni siquiera la insistencia de Gabriel porque fuera a pasar unos días junto a él y junto a su esposa, Jillian, la hicieron cambiar de planes. Ya no estaba bajo el yugo riguroso del internado y no tenía una madre o un padre que le impusieran lo que tenía que hacer. Había crecido prácticamente sola y, por lo tanto, se podía gobernar sola. A su madre le importaba muy poco o nada. Jamás recibió una visita suya, una llamada o mostró algún tipo de interés por sus notas (que eran las mejores de todo el internado), por lo tanto, no había razón alguna para regresar a aquella casa miserable... Al menos, no por ahora.
Fueron dos meses de juergas, de vicios y de pecaminosos placeres. No tenía límites y su alma solamente se alimentó de más cosas que le envenenaron, pero que ella buscaba para llenar los vacíos. Esos dos meses pasaron rápido y el ingreso a la universidad llegó. Partió de Londres hacia Oxford y se dedicó a estudiar y a continuar teniendo aquellas impresionantes notas para poder graduarse con honores; no para honrar el nombre de su padre, ni mucho menos por darle algún orgullo a Rosamund; sino, por ella misma. Para demostrarse que podía con todo, que no necesitaba de nadie y que podía ser mejor que cualquiera, ya que el orgullo, la arrogancia y el egoísmo eran tres cualidades que la caracterizaban y no le gustaba que nadie fuera mejor que ella.
En tres rápidos años había logrado su cometido y se estaba graduando como la mejor de su generación. Satisfecha por su logro, decidió que era tiempo de emprender el regreso a Detroit, ir a tomar lo que le pertenecía e ir a realizar lo que se había propuesto durante estos 13 largos años: Destruir la vida de las dos personas que destruyeron la suya, Rosamund y Lars.
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La noticia del regreso de Maxine no fue tan bien recibida en la casa que antes había pertenecido a los Reiner. No es que Maxine se hubiera tomado la molestia de avisar que regresaría, simplemente, aunque no lo admitiera, Rosamund se había mantenido informada de los pasos que su hija daba en Inglaterra y cuando se enteró que su tiempo en la universidad había terminado y que estaba preparando todo para su regreso a Detroit, perdió la cordura, tanto como la había perdido hace trece años cuando el testamento de Gavin había sido leído y se le notificó que la heredera de todo era esa pequeña mocosa a la que detestaba.
Todavía faltaban muchos meses para que Maxine alcanzara la mayoría de edad, por lo tanto no podía hacer nada para deshacerse de ella, ya que la cláusula del testamento se lo impedía. No la quería cerca de ella, ni quería tener que soportarla. Había pasado muchos años sin verla, pero eso no significaba que aquel odio que le guardaba hubiera disminuído, de hecho se había incrementado, sobre todo porque el tiempo de su reinado estaba llegando a su fin y ella venía a tomar lo que le pertenecía.
—Debemos prepararnos —le anunció a Lars durante el desayuno.
Lars estaba ensimismado en la lectura del periódico que sostenía entre sus manos y alzó la cabeza por encima de las hojas para ver a su esposa.
—¿Para qué? —cuestionó a secas y sin darle mucha importancia.
En su mente, Rosamund estaba preparando alguna otra extravagante y lujosa fiesta, no se imaginaba, ni por cerca, el acontecimiento que suscitaba aquel anuncio. Llevó la taza de café hasta su boca y bebió un largo sorbo con mucha tranquilidad.
—Me han informado que muy pronto tendremos a Maxine de regreso —respondió ella.
Lars casi se atraganta con el café y terminó derramándolo en su camisa y quemándose la piel de sus abdominales. Dio un sobresalto y se limpió con rapidez, mientras gruñía por la rabia. Rosamund soltó un bufido y rodó los ojos por lo imbécil que se había visto su marido ante aquella noticia.
—¿Cómo lo sabes? ¿Estás segura de eso? —inquirió él, con algo de nerviosismo.
Tenía muchos años de no ver, ni saber nada de Maxine. A pesar del gran cariño que le había tenido cuando ella vivía en aquella casa y él simplemente era la mano derecha de su padre, desde que se había ido a estudiar a Inglaterra, la había olvidado por completo. O, al menos le había restado bastante importancia en su vida.
—Por supuesto que estoy segura —espetó Rosamund, irritada—. De no ser así, no te lo estaría diciendo.
—¿Y cuándo viene?
—No tengo idea, Lars —contestó ella, malhumorada—. Por más increíble que te parezca, no he tenido comunicación con ella desde que se fue de esta casa, y tampoco es que piense tenerla en algún momento. Lo mejor sería que decidiera quedarse allá haciendo su propia vida y no venir a estorbar a esta casa y a la corporación.
—Pero está en todo su derecho —señaló él, provocando que Rosamund se enfureciera.
Tiró la servilleta sobre la mesa y se levantó sin decir nada. Estaba furiosa, colérica y más amargada que de costumbre. Lo que menos quería era continuar viendo la cara del imbécil de Lars y, mucho menos, escuchar la sarta de estupideces que decía.
El matrimonio carecía de amor y de afecto, tanto como lo había carecido el que mantuvo con Gavin (aunque, al menos, él sí la había amado a ella, y Lars nunca lo hizo). Lo que los mantenía unidos era la pasión, la lujuria, el deseo y aquella maldita toxicidad. Para ella, Lars solamente era un capricho. Así había sido siempre; él le daba lo que otros hombres no podían darle: ese sexo desmedido, salvaje y placentero que le proporcionaba vitalidad y que a ella le encantaba. Muchos hombres habían pasado por entre sus piernas durante estos 13 años, pero ninguno se lo había hecho como él, ninguno le había entregado tanto placer, ni la había hecho estremecer como él. Por eso no lo soltaba, por eso había dejado su vida amarrada a él, porque era su juguete de placer y porque no podía concebir la idea de que él pudiera entregarle toda esa satisfacción a ninguna otra.
Lo que ella no sabía, y Lars había mantenido guardado en suma confidencia, eran las cientos de amantes y prostitutas que habían desfilado frente a él. ¿Qué buscaba en ellas? No lo sabía con certeza. Pues, de igual forma, ninguna le había entregado lo que tenía en el lecho matrimonial, ninguna lo había hecho correrse como un maldito enfermo, ni le había dado tanto placer y había satisfecho aquella lujuria desenfrenada. Odiaba a su esposa, de la misma manera en que la deseaba; y por ello no podía dejarla, además de aquel secreto que los unía.
Fue por eso que aquel día, cuando su esposa se encontraba de viaje por Chicago, muchos días después de que le dio aquella noticia del regreso de su hijastra, visitó el misterioso y tan exclusivo club del que un amigo le venía hablando desde hace mucho tiempo.
El Luxure Totale era un club s****l en el que las perversiones y el libertinaje se servían en bandeja de plata.
Tal y como su nombre lo indicaba, su propósito era lograr que sus exclusivos clientes encontraran la lujuria total en sus cuatro laberintos de juegos sexuales y bondage, su jacuzzi, sus bares y su sala de masaje. El acceso para los caballeros era totalmente exclusivo y solamente podían darse el lujo de conocer su interior y gozar de sus placeres los millonarios, pues la entrada era de un modico precio de 20 mil dólares. En el caso de las mujeres, la entrada era totalmente gratis, sin embargo, debían de ser hermosas, sensuales y totalmente desinhibidas; sin ningún tipo de prejuicio o tabú, y estar dispuestas a someterse a las perversiones de aquellos caballeros.
—Escucha bien —le dijo Phill Reynolds a Gavin, aquella noche, antes de entrar al club—. El sistema allá adentro es sencillo: las chicas bailan sobre una enorme pista de baile y nosotros estaremos sentados a su alrededor, observándolas. Somos únicamente 25 afortunados hombres, y habrán 50 mujeres allí.
Lars arrugó las cejas y hundió sus ojos oscuros debajo de ellas, aún confundido por aquella modalidad que todavía no estaba entendiendo del todo.
—Ajá —murmuró, solamente por decir algo.
—Son ellas las que te escogen a ti —la expresión en su rostro se acentuó—. Si les gustas y quieren jugar contigo, se acercarán y te darán una prenda. Todas son hermosas y sexis, pero tú decides si quieres irte con la que te escogió o, también, si te escoge más de alguna y tienes ganas de mucho sexo, puedes irte con todas y realizar una orgía.
Lars sonrió con perversión, aquella idea le gustaba y mucho, y claramente el podía hasta con 10 a la vez.
—Ahí no hay límites —prosiguió Phill—. Todo está permitido, incluso si solamente quieres alimentar tu morbo y observar a otras parejas que sean exhibicionistas...
Phill continuó dándole las indicaciones por alrededor de unos 5 minutos, hasta que todo estuvo claro para Lars y decidieron bajar del Ferrari para entrar a las instalaciones de aquel edificio que contaba con 5 pisos dedicados a las diferentes áreas del club. Pagaron la entrada y el portero les colocó la pulsera para tener el acceso exclusivo. Luego, les abrió una puerta y avanzaron por un pasillo oscuro, hasta que llegaron al final, donde había una cortina de terciopelo n***o que les daba la entrada a la pista de baile.
El lugar era bastante amplio y apenas estaba iluminado por las tenues luces led en color rojo que habían alrededor, lo que le daba más misticismo. Tal y como su amigo le dijo, únicamente habían 25 sillas alrededor de la pista. A los lados habían varias barras de bar, con las bebidas más finas y que los clientes podían pedir sin límite y sin restricción, pues eran parte del paquete. Todavía no habían muchos hombres, quizá alrededor de unos 10; todos vestidos de traje, algunos fumando puros, otros cigarrillos y todos bebiendo alguna bebida. Habían hombres jovenes como él, otros de edad media y apenas 2 que sobrepasaban los 50 años.
Antes de tomar asiento, Lars pidió un coñac y lo llevó consigo. Él y Phill se sentaron en las sillas contiguas, pero no podían hablar, ya que había una distancia de unos 2 metros y medio entre ellas. Sacó la cajetilla de Marlboro del bolsillo de su chaqueta y encendió un cigarrillo mientras esperaba y la sala se iba llenando con los 25 afortunados.
Apenas tomó dos sorbos de su coñac y las luces de aquel lugar se apagaron por completo. Lars trató de mirar a su alrededor, pero lo único que veía eran sombras. Un extraño sonido, como el de un sutil taconeo, llamó su atención. Llevó la vista hacia el lugar de donde creía que venía el sonido y vio varias sombras que caminaban hacia la pista de baile y subían en ella. Tenían aspecto fantasmagórico, y de no ser porque sabía perfectamente que ellas eran las chicas que iban a bailar para seducirlos, se hubiese asustado.
La sensual música rompió el silencio del lugar y unos reflectores iluminaron la pista, dándole a Lars una espectacular vista de aquel singular banquete compuesto por 50 chicas de lo más sensuales: rubias, morenas, pelirrojas, castañas, altas, bajas, blancas, de piel tostada y otras como el ébano... Todas tan diferentes, pero con algo en común: la exuberante belleza y la sensualidad.
Sin embargo, solamente una de ellas captó su atención por completo y no pudo despegar su vista de ella, por más que quiso. Bailaba en el centro de la pista, vestía un singular y cortísimo vestido blanco, sencillo, de falda holgada y finos tirantes; que combinaba tan bien con aquel rostro angelical. Parecía un hermoso ángel, dulce, tierno e inocente. Lars se preguntaba, «¿cómo aquella bella criatura podía estar ahí, en medio de aquel infierno de perversiones, en medio de aquella jauría de bestias hambrientas y salvajes que querían devorarla?»
No solamente él la miraba, la mayor parte de los hombres habían puesto su mirada en ella, pero el ángel no le había dedicado ni la más mínima mirada a ninguno. Ella estaba sumergida en aquel baile tan ardiente y erótico. El contoneo de sus caderas parecía un ritual demoníaco del cual ninguno de los presentes podía despegar la vista. Lars tenía su m*****o endurecido y un exquisito cosquilleo le recorría desde las bolas hasta la cabeza regordeta. Dio una honda calada al cigarrillo, acabándolo con un pitazo, y depositó la colilla sobre el cenicero, después, se tomó el resto del coñac de un solo trago, pues tenía la garganta reseca, sentía un tremendo calor y tuvo que ajustarse la corbata, pues se sentía sofocado.
El ángel llegó hasta el suelo, se quedó en cuclillas, posó sus manos sobre sus rodillas y abrió las piernas de par en par. Apenas dejó entrever aquella diminuta tanga de encaje blanco y Lars tuvo que tragar saliva con intensidad, mientras se arañaba la v***a, para contener aquel maldito e irresistible deseo que el ángel le estaba provocando.
Tres o cuatro mujeres, ya habían bajado de la pista y se habían acercado a él para entregarle algo que él ni siquiera se había tomado la molestia de ver. Sus 5 sentidos y todo su maldito ser estaban concentrados en aquella sensual criatura, deseando con toda su jodida fuerza que se fijara en él y que lo deseara tanto como él la estaba deseando.
La chica se posó en el suelo con las piernas abiertas y flexionadas, mientras realizaba un sensual movimiento de vientre y movía las caderas como si se estuviera cogiendo a las tan afortunadas baldosas. Lars deseó ser aquellas baldosas y que el ángel posara sus muslos calientes sobre él. Volvió a arañar su v***a, que ahora estaba más dura y vibraba con intensidad bajo su pantalón.
«¿Qué poder ejercía aquella ninfa sobre él?», se preguntó, pues ni la sensual Rosamund había provocado en él lo que ella estaba provocando sin siquiera tocarlo o mirarlo. Continuaba sumergida en lo suyo. Varios de los hombres ya se habían largado a lo suyo con otras de las mujeres, hasta el mismo Phill se había ido con tres. Pero Lars seguía renuente a aceptar a las otras 3 mujeres que lo habían elegido. Seguía esperando, paciente, como un depredador acecha a su presa, esperando que sea esta la que se acerque a su muerte.
Finalmente, la chica abrió sus ojos y fijó sus orbes celestes en él. Se levantó con lentitud y sin dejar de bailar, se bajó la diminuta tanga blanca frente a todos, sin dejar de moverse con aquella sensualidad y sin dejar de mirar a Lars, que ya estaba perdido, imaginando lo que había debajo de aquella falda. La chica avanzó, ahora era ella el depredador y se acercaba a su presa, que tenía la respiración agitada y esperaba con paciencia que la muerte le llegara. Se paró frente a él y colocó la tanga en su boca. Lars la sujetó con los dientes y aspiró el delicioso aroma a hembra y a sexo que aquel pedazo de tela desprendía. La chica avanzó y Lars la siguió sin mediar palabra, pues era todo lo que estaba esperando.