Lars seguía sin poder hablar. Esperaba poder despertar de aquella pesadilla pronto. Tenía que ser una pesadilla. O, ¿cómo explicaba esto? Se había cogido a su hijastra... A la dulce Maxine, aquella niñita...
«¡Niñita! ¡Mierda... Mierda... Mierda!»
Se llevó las manos a la cabeza y se agarró el cabello, histérico.
—¡Esto tiene que ser una maldita broma! —exclamó, incrédulo. Sujetó a Maxine por los brazos y la sacudió con algo de violencia—. Dime, ¿quién te ha pagado para que me hagas esta broma? —le exigió, rugiendo por la frustración que sentía—. ¿Ha sido Phill? ¿Él te ha buscado y te ha dicho que digas semejante estupidez?
Maxine permanecía inmutable mientras él le hacía todas esas preguntas y la sacudía.
—¡Te exijo que me respondas! —gritó, colérico.
En la boca de la ninfa se dibujó una sonrisa maquiavélica, que luego se tornó una risada perversa.
—Nadie me ha pagado, Lars —le respondió, tajante, cuando dejó de reír—. Soy Maxine. Maxine Reiner. La misma niñita con la que te sentabas a conversar en ese jardín —señaló hacia la ventana—. ¿Lo recuerdas? La última vez que hablamos, fue sobre La Bella Durmiente, y dijiste que me ibas a dar un premio si era obediente.
Lars se quedó inmóvil y la soltó. Tenía que ser verdad, pues no había manera de que Phill, o cualquier otra persona, supieran eso. Solo ella. La misma Maxine.
Retrocedió, viéndola con angustia y terror. No podía creer lo que había hecho. Tragó saliva y sus manos temblaron. Su reacción no se debía a que tuviera miedo de que Rosamund pudiera darse cuenta o algo así. No, nada tenía que ver con eso. Tenía que ver con el recuerdo que guardaba de ella; de aquella dulce niñita a la que estimaba tanto y la veía como a una hija.
Lo que había pasado... Lo que había hecho, estaba mal de todas las formas posibles. Era demasiado retorcido.
—¿Por qué lo hiciste? —indagó—. ¿Por qué me escogiste en ese club?
Maxine no respondió, tan solo rió irónica y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Tú lo sabías, verdad? ¡Tú sabías muy bien quién era yo!
—¿Y cuál es el problema, Lars? —le respondió con otra pregunta—. ¿Cuál es el problema de que lo haya sabido? ¿Temes que le cuente a Rosamund lo que sucedió? Porque yo no pienso decírselo. Si tú lo haces es tu problema. Para mí, será nuestro pequeño secreto.
Maxine avanzó, pasando a su lado, para tratar de salir de la cocina, pero Lars la sujetó por el codo y la hizo girar, atrayendo su cuerpo hasta él.
—¿Por qué lo hiciste, Maxine? —volvió a preguntarle—. Si sabías que era yo, ¿por qué decidiste pasar la noche conmigo?
Ella le esbozó una media sonrisa y llevó su mano hasta sus duros pectorales, acarició con suavidad y Lars sintió que flaqueaba ante su roce.
—¿Por qué razón te fuiste conmigo y no con las otras mujeres que te escogieron? —replicó ella tan determinada que lo dejó desconcertado—. Fuiste tú quien decidió irse conmigo. Yo no te obligué a nada. Así que no me culpes de lo que pasó y solamente déjalo así, como una más de tus tantas aventuras. No es necesario que hagas tanto drama por otro desliz más en tu vida. Para mí no fue nada, fuiste otro más, y de esa misma forma debería de ser para ti. ¿No es eso a lo que estás acostumbrado?
Al ver que él no habló más, Maxine se soltó de su agarre y volvió a girar para salir de la cocina. Lars no volvió a detenerla; no tenía qué más argumentar, pues ella estaba en lo cierto. Al final, había sido él quien decidió irse con ella. Fue él el que la escogió entre todas. Fue él el que deseó con todas sus fuerzas que ella lo escogiera. Ha sido él el que ha estado fallando en su matrimonio durante años, sin importarle quién es la mujer con que lo hace. Ha sido él el hijo de puta que la deseó con todas sus fuerzas y su sistema...
«La deseó...»
Esbozó una sonrisa amarga y negó, porque sabía que estaba lejos de dejar ese deseo en el pasado. Aún la deseaba, con esas mismas ganas y con esa misma pasión. Tenía que hacer algo para sacar a la ninfa de su sistema. Quizá ella tenía razón. Quizá debería dejar todo en el pasado y no ahogarse en su vaso de agua. Ella dijo que lo iba a olvidar, que él solo había sido otro más en su vida...
Recordar esas palabras le provocó un ardor en lo más profundo de su pecho. Saber que solo había sido uno más en la vida de ella, era un golpe duro a su ego. Cerró las manos en puños con mucha fuerza, emitió un gruñido y se dispuso a salir de ahí cuanto antes. No podía estar bajo el mismo techo que ella, no cuando ese fuego que ella le había provocado, seguía ardiendo en sus venas, seguía quemándolo por dentro.
Salió de la casa, subió a su Ferrari y manejó sin rumbo alguno, solamente quería huir de ella y de su presencia. Condujo alrededor de una media hora, dando vueltas por las avenidas de Detroit, hasta que se decidió por entrar en un bar. Uno que no conocía.
Se sentó frente a la barra y pidió un whisky escocés. Lo bebió con calma, en tanto aclaraba su mente. Tenía que sacar los recuerdos de anoche de su cabeza y ese deseo por ella de su sistema. Cuando llevaba la mitad del trago, vio a su alrededor y fijó su mirada en una sensual mujer de cabello oscuro que bebía sola en una de las mesas que había pegadas a la pared.
Se bebió el resto del whisky y le habló al cantinero.
—Sírveme otro —le dijo—. Y también sirve lo que la señorita está tomando.
Señaló a la mujer que había visto y el cantinero asintió. Cinco minutos después, estaba caminando en dirección a aquella mesa, cargando el vaso con whisky en una mano y un Cosmopolitan en la otra mano. Se detuvo frente a la mesa y habló con bastante seguridad y galantería:
—¿Puedo sentarme?
La chica alzó la vista y sonrió con coquetería. Pudo ver claramente cómo alzaba el pecho, para que el prominente escote de aquel sensual vestido rojo que vestía, le ofreciera una gran vista de sus abundantes atributos.
—Por supuesto —respondió ella.
Lars le ofreció el Cosmopolitan y la sonrisa en la boca de la mujer se ensanchó. Tomó asiento en la silla que había frente a ella, apoyó la espalda en el respaldo y cruzó una pierna sobre la otra, en actitud relajada.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Lizzie —respondió ella, empleando un siseo para hablar—. ¿Y tú?
—Gavin —respondió—. Gavin Reiner.
Se llevó el vaso a la boca y bebió un largo trago. Hace tiempo venía haciendo eso mismo; usando el nombre del difunto esposo de su esposa para tapar sus infidelidades, el nombre del hombre al que una vez le fue leal y luego traicionó su confianza cuando...
—Un placer conocerte, Gavin —dijo ella, extendiendo la mano sobre la mesa para estrechar la suya.
—Igualmente —dijo él, a secas, estrechando su mano.
Volvió a tomar otro trago, esta vez más corto y la vio beber del Cosmopolitan que él le trajo. La escaneó atentamente con la mirada. Era bonita y sensual, y supuso que desnuda debía ser un manjar apetecible. Sin embargo, no sintió lo mismo de antes. Aquel deseo enfermizo de coger y sacar todas las frustraciones que le acarreaba estar casado con una mujer de piedra como lo era Rosamund. Esta mujer no le provocaba lo mismo que la nifa había provocado en él y eso lo frustraba.
—¿Por qué estás tan sola, siendo una mujer tan bonita? —le preguntó con tono casual.
—Estaba aburrida y todas mis amigas estaban ocupadas o en alguna cita —contestó ella, con una sonrisa que a él le pareció demasiado insulsa.
No quería la ingenuidad y el coqueteo excesivo. Quería la seguridad y la desfachatez que la ninfa le había demostrado anoche. Esa decisión con la que ella hizo lo que quiso con él y lo llevó directo a sus manos.
—¿Y tú? —le preguntó ella, después de un largo silencio—. ¿Por qué estás solo?
—Porque quiero olvidar —declaró, hablando desde lo más profundo de su ser. Esta mujer, Lizzie, no lo conocía y no iba a saber nunca a qué se refería él, por lo tanto, podía ser sincero y sacar lo que lo estaba atormentando por dentro—. A una mujer, para ser más específico.
—¿Puedo saber qué te hizo? —cuestionó ella, con curiosidad.
—No, no puedes —contestó él, tajante, y volvió a coger el vaso y se tomó el resto del whisky.
La mujer se sintió avergonzada por su intromisión y por la forma en que él le había respondido y, para disimular, se llevó la copa de Cosmopolitan a la boca. No quería decir más nada, pues temía equivocarse en sus cuestionamientos.
—Pero sí puedes ayudarme con algo —manifestó él, cuando regresó el vaso a la mesa.
—¿Con qué? —preguntó ella, con entusiasmo.
Fue imperceptible, pero la comisura de su labio se alzó levemente escondiendo una sonrisa lobuna.
—Puedes ayudarme a olvidar —le respondió él y ella arrugó su entrecejo por la confusión que le causaba aquella respuesta.
—¿Cómo? —preguntó.
Él guardó silencio y la elevación en la comisura de su boca se acentuó. Movió un poco la silla y se acercó a ella. Se inclinó y acercó su boca a la oreja de ella, provocando que se pusiera nerviosa. Absorbió su aroma a vainilla. No le gustó mucho, pero no era su olor lo que quería. Apenas separó los labios y su lengua se movió como una peligrosa anaconda dentro de su boca.
—Vamos al baño y coge conmigo —le pidió, tan bajito que pareció el siseo de una serpiente, pero muy decidido y tenaz.
La chica batió las pestañas y su corazón se agitó en su pecho. Las mejillas se le tiñeron de rubor y las palmas le sudaron, por lo que tuvo que restregarlas en la falda de su vestido para poder secarlas. Jamás en la vida le habían hablado de aquella manera tan directa y eso la perturbó.
Estaba decidida a negarse, a darle una bofetada por su atrevimiento y falta de respeto, pero, cuando él fijó su rostro frente al suyo y su mirada se hundió en la oscuridad de sus ojos, se quedó petrificada. Lo que la hizo volver a la realidad, fue el beso prendido en fuego que él depositó en su boca. Le robo el aliento y hasta las ideas. No necesitó más.
Cinco minutos después, la espalda le ardía por la fricción que provocaba el roce que hacía contra la mugrienta pared de aquel baño. Lars parecía una bestia salvaje cada vez que la embestía. Le gruñía con ferocidad y mordía su hombro fieramente. La pierna que tenía apoyada en el suelo le temblaba y parecía que iba a terminar cayendo al suelo, pero aquel semental la sujetaba con fuerza y la volví a alzar con cada empellón que su pelvis le daba. Aferró su otra pierna, todo lo que pudo, a la cintura de él y dejó escapar una tanda de fuertes gemidos cada vez que su boca se abría tratando de tomar aire.
Era demoledor, embriagante y salvaje. Nada que ver a lo que ella estaba acostumbrada: lo suave, tierno y romántico. Sin embargo, no podía negar que aquel hombre cruel la estaba llevando a la gloria y la estaba haciendo ver las estrellas. «Quizá ella, después de esta noche, podría ganarse su corazón y convertirlo en el hombre tierno que le hiciera el amor en las noches, en vez de cogérsela con ese salvajismo en un baño asqueroso», pensó, ingenuamente.
No podía estar más equivocada. Lars solamente la utilizaba para sacarse a la ninfa prohibida de su cabeza. Sin embargo, estaba lejos de conseguirlo. A años luz de distancia.
Con cada embestida, imaginaba que era su sexo húmedo y caliente el que penetraba. Que eran sus manos las que tenía sujetadas con fuerza, contra la pared, arriba de su cabeza. Cerró los ojos y la memoria le jugó una mala pasada. En la oscuridad de sus pensamientos vio reflejado el azul cielo de aquellos ojos y se desquició por completo.
Estuvo seguro de que escuchó con mucha claridad su dulce voz gimiendo su nombre.
Se detuvo en seco, observó a la mujer que estaba bañada en sudor y extasiada de sexo, y todo el rostro se le contrajo por el desconcierto.
«¿Qué mierda le estaba pasando?», se preguntó.
La mujer abrió los ojos y lo observó, intrigada por su reacción.
—¿Qué sucede? —jadeó.
Él no respondió. En silencio, salió de dentro de ella, provocando que casi cayera al piso cuando la soltó. Con rapidez, se quitó el preservativo, lo hizo un nudo, lo arrojó dentro del retrete y le dio vuelta a este.
—¿Qué carajo te sucede? —volvió a preguntar ella, en tanto se arreglaba la ropa.
Él continuaba en silencio, ahogándose en aquel sentimiento de frustración que lo estaba despedazando por dentro. Acomodó su m*****o dentro de su bóxer y salió de aquel cubículo de baño aún arreglándose el pantalón. Fue directo a la salida. Se subió a su Ferrari y arrancó a todo lo que daba, alejándose de ahí y tratando de alejar aquellos malditos pensamientos.
Se detuvo a medio camino. Compró una botella de licor barato en una tienda de conveniencia y bebió por todo el camino, directo de la botella. Quería ahogar en alcohol aquel maldito deseo que no lo soltaba. Quería intoxicarse con el maldito ron y morirse de ser posible, para dejar de sentir... Para dejar de desearla de ese modo tan enfermizo.
«No podía. Estaba mal desearla, porque era una mujer prohibida», se repitió una y un millón de veces. Sin embargo, ni el maldito ron, ni todas esas palabras lo ayudaron. Cabreado, abrió la ventanilla y tiró la botella a la calle. Esta se hizo añicos al estrellarse contra el concreto, pero el Ferrari siguió andando a toda velocidad, con rumbo a la mansión Reiner.
Cuando se bajó del carro, todavía estaba rabioso, pero estaba resuelto a hacer una sola cosa. Caminó a paso violento y apresurado, y entró a la casa dispuesto a tomar a esa maldita cría entre sus brazos y enseñarle que él no era un puto juguete de una noche. Se la iba a coger duro y la iba a dejar suplicando por más.
Sin embargo, todos sus planes se vinieron abajo cuando la encontró en la sala principal.
Estaba con otro.
Lo montaba de la misma forma en que lo había montado a él la noche anterior, moviendo sus caderas con ese contoneo demoníaco que lo tenía desquiciado. Estaba completamente desnuda sobre aquel semejante hijo de puta que no tenía ni la más mínima idea de quién era, pero estaba más que seguro que ya lo odiaba y quería matarlo. Se amasaba las tetas con lujuria y abría la boca levemente, dejando escapar salvajes gemidos.
Tenía la cabeza echada hacia atrás y por eso no lo había visto. Él se quedó estancado en el suelo, envenenándose con la rabia que lo estaba consumiendo. De repente, ella movió la cabeza y vio hacia el frente. Su mirada azulada se encontró con sus ojos y él pensó que se iba a avergonzar y a levantarse con rapidez para excusarse.
Pero fue todo lo contrario.
Esbozó una sonrisa de lo más perversa y se movió con más intensidad sobre aquel hombre. Sin dejar de verlo y sin dejar de sonreír. A él le pareció demoníaca, pero no podía dejar de verla. Estaba como poseído y hasta se sintió excitado. Sin embargo, se dio la vuelta y se alejó de allí, porque unos sentimientos de celos comenzaron a invadirlo y sintió que iba a enloquecer y cometer una locura.