Leonid Volko despertó de golpe, como si un trueno lo hubiera arrancado de las entrañas de su sueño. Su pecho subía y bajaba con fuerza, y el sudor perlaba su frente, mezclándose con el frío de la madrugada.
Otra vez, la misma pesadilla, el mismo tormento.
Su hijo gritando entre llamas, su pequeño cuerpo envuelto en el fuego que devoraba la cabaña. Su esposa, inerte, desmayada en sus brazos, mientras él intentaba salvarlos a ambos y fracasaba una y otra vez.
Se pasó las manos por el rostro, tratando de borrar la sensación que lo atormentaba. Era inútil. El dolor estaba tatuado en su alma. Se levantó de la cama con movimientos rápidos y tensos, y se dirigió al baño sin importar que el reloj apenas marcara las cuatro de la madrugada.
«Pagarán por mi dolor. Lo juro. Mi pequeño hijo, mi buena esposa… No descansaré hasta vengarlos»
Encendió la luz del baño, dejando que el resplandor cegara por un momento sus ojos cansados.
Al mirarse al espejo, vio un reflejo que no reconocía del todo. La sombra de un hombre endurecido por el odio. Sus facciones eran fuertes, pero el dolor las había hecho parecer de piedra; su torso desnudo, marcado por las cicatrices de aquel incendio, narraba una historia que preferiría olvidar.
Se giró y observó la más prominente: una quemadura alargada en la espalda baja, donde una tabla ardiente había caído, impidiéndole llegar a su hijo en el último instante.
Se despojó del resto de su ropa con movimientos mecánicos y entró en la ducha. El agua caliente golpeó su piel como si intentara borrar el pasado, pero no pudo calmar la tormenta en su pecho. Cerró los ojos y apretó los puños. El odio era lo único que lo mantenía vivo.
Al salir del baño, cubierto únicamente por una toalla, un guardia apareció en la puerta de su dormitorio.
—Señor… —La voz del hombre temblaba, y su rostro estaba pálido.
Leonid frunció el ceño, irritado por la falta de palabras.
—¿Qué? —gruñó con impaciencia—. ¡Habla, maldita sea, no me mires como un imbécil!
El guardia tragó saliva, retrocediendo un paso.
—Es Viktor Sorokyn… Fue atacado. Está muriendo…
Por un instante, el mundo pareció detenerse. Una oleada de rabia lo consumió por completo. «¡Ese hombre no puede morir sin que el responsable sea yo! ¡Debe pagar por lo que le hizo a mi familia!»
Se vistió con prisa y corrió hacia las mazmorras del complejo.
Las paredes de piedra húmeda y el aire frío le recordaron los muchos secretos oscuros que allí se guardaban, pero esta vez no era un secreto lo que lo esperaba: era su peor enemigo, el causante de que su familia muriera, y el hombre que más odiaba, su antiguo mentor al que llamaba padrino Viktor Sorokyn.
Cuando llegó, encontró a Viktor tendido en el suelo, su camisa empapada de sangre.
Uno de los hombres de Leonid trataba inútilmente de contener la hemorragia.
—Ya hemos enviado por el médico, señor —dijo el hombre, mirando a su jefe con incertidumbre.
—Salgan todos —ordenó Leonid con una voz tan fría que no dejó lugar a objeciones.
El cuarto quedó en silencio, salvo por los jadeos entrecortados de Viktor, que luchaba por aferrarse a la vida.
Leonid se arrodilló junto a él, apretando un pañuelo contra la herida que seguía sangrando.
—¿Me odias? —murmuró Viktor con dificultad, sus ojos velados por el dolor y la cercanía de la muerte.
Leonid lo miró fijamente, su mandíbula apretada, su corazón palpitando con una mezcla de furia y angustia.
—Mataste a mi hijo. Me quitaste a mi esposa. Destruiste mi vida. ¿Cómo no te odiaría?
El anciano negó, débilmente, su piel pálida como un c*****r anticipado.
—Soy… inocente… Es una trampa… El enemigo sigue al acecho… pero no fui yo…
—¡Cállate! —gritó Leonid, su voz llena de ira y desesperación—. ¡Te encontraron ahí! ¡Tu auto tenía los bidones de gasolina! ¡Al menos si mueres hoy, di la verdad! ¡Dilo!
Viktor tosió violentamente, escupiendo sangre que manchó el pañuelo y las manos de Leonid. Sus labios temblaron, y sus palabras salieron como un susurro.
—Tienes… tantos enemigos… que ya no puedes diferenciarlos… Recuerda lo que tu padre decía: un líder debe saber distinguir entre el bien y el mal… ¡Oh! Serena, ¡mi pequeña hija… te amo!
El cuerpo de Viktor se sacudió en un último espasmo, y sus ojos se cerraron para siempre.
Leonid permaneció inmóvil, observándolo en silencio. El nudo en su garganta se apretó aún más.
«¡Moriste sin pagar tu castigo!», quiso gritar, pero sus palabras murieron en su mente.
Algo más había quedado resonando en el aire.
—¿Serena? —murmuró, recordando las últimas palabras de Viktor—. ¿Tu hija?
Se levantó lentamente, limpiándose las manos ensangrentadas.
Su mirada era fría, pero en su interior, una tormenta de rencor se desataba.
—Si tienes una hija… entonces ella deberá pagar tu castigo —sentenció, sus ojos brillando con la promesa de una venganza que no había terminado.