A Salomé le había tocado la tarea más complicada: lidiar con la policía.
—Leona no se encuentra en la comisaría. Se ha tomado licencia por un lapsus de tiempo indefinido. La muerte de su amigo Pablo Becerra la dejó emocionalmente devastada.
Curioso ¿No?
—¿Pueden llamarla, por favor? Necesito hacerle una pregunta —puso ojos de cachorrito y se apoyó en el mostrador, enseñando su pronunciado escote.
Los hombres eran estúpidos y básicos. No importaba que estuvieran en el siglo veintidós, sus cerebros eran manejados por sus miembros viriles. El sujeto contempló sus pechos de forma indiscreta, y luego alzó la vista.
Qué asco.
—¿Por qué motivo necesita comunicarse con Leona?
—Quiero saber dónde vive porque me urge hacerle una pregunta. Ya se lo dije ¿Puede contactarla a través de una videollamada? Preciso concretar un encuentro con ella. Se trata de un asunto personal de suma importancia.
El estúpido agente —que no debía superar los veinticinco años—, le echó un último vistazo al escote de Salomé antes de asentir con la cabeza y llevar a cabo una videollamada.
Después de tres timbrazos, la mujer atendió.
La oficial vestía ropa deportiva, su cabello estaba atado en una coleta y se veía algo sudada. No se hallaba depresiva del todo ¿Verdad? Había estado liberando serotonina y cuidando de su cuerpo.
—Hola, Nahuel ¿A qué se debe tu llamado?
—Esta chica —señaló a la joven Hiedra—, dice que necesita hablar con usted de forma urgente.
—¿Cuál es el motivo?
La mujer —quien parecía menor de cuarenta años—, esperó pacientemente la respuesta de Salomé.
Una sola palabra alcanzaría para que comprendiera.
—Samuel —soltó la adolescente.
Habían encontrado sus huellas en la casa de Horacio Aguilar. Por supuesto que lo entendería.
Leona parpadeó, y luego, asintió con la cabeza.
—Dénle mi dirección —ordenó de inmediato—. Le ayudaré a encontrar eso que tanto busca, señorita.
—Leona…
—¡Háganme caso! —bramó.
¿Acaso se había puesto nerviosa? Salomé no dudó en aprovechar la situación:
—¿Puedo ir con la novia de Sam?
—Sí. Eso sería perfecto. Las espero mañana por la tarde.
Isabel se encontraba sumamente nerviosa. Salomé también estaba algo inquieta. El que parecía hallarse sumamente calmo era Ezequiel.
—Mientras nosotras estemos en la casa, vos te quedarás afuera, vigilando —le había dicho la joven Hiedra—. ¿Podemos confiar en que harás las cosas bien?
—Claro. No permitiré que ningún sucio policía toque a mis chicas.
Isabel bufó y Salomé no dudó en pellizcar al joven Acevedo. Él dio un respingo.
—Las mujeres no somos propiedad de nadie, imbécil. Y mucho menos, tuyas.
—Era una broma ¡No te enojes!
—¡No puedo pasar por alto tu comentario! Aún no olvido que me besaste sin mi consentimiento el mes pasado —gruñó—. Te importó un carajo cómo me sentía en ese momento ¡Un carajo!
—Chicos ¿Pueden dejar su pelea de exnovios para otro momento? —intervino Isabel con impaciencia—, me duele la cabeza y me siento súper nerviosa. Espero que esta mujer pueda darnos información relevante sobre Sam, y que no nos haya tendido una trampa.
—Pensemos en positivo, muchachas —Ezequiel hizo un ademán con las manos—. Esta situación de mierda nos ha unido otra vez. Pronto sabremos qué le ha ocurrido a nuestro querido Sam —le guiñó un ojo a Salomé.
La joven Hiedra frunció el entrecejo.
—¡Estoy en pareja! —aulló. Su rostro se había vuelto rojo a causa de la irritación—. ¡No vuelvas a coquetearme!
—¿En pareja? —enarcó una ceja—. ¿Con quién?
Ay, no. ¿Por qué tenía que soportar esto?
Isabel deseó haber traído su chip reproductor de música. No quería escucharlos, no en ese momento. Estaban llevando a cabo un drama innecesario.
—Con Magdalena Benítez.
—¡NO! —se cubrió la boca con ambas manos—. ¿Con la hija del exfraude? ¿En serio?
Se veía decepcionado.
—Sí. He decidido darle una oportunidad a mi bisexualidad, y no me arrepiento. Las mujeres saben cosas que los hombres, no ¿Me explico?
Indirectas.
No, no quería escucharlos, maldición.
—¿Cuánto falta para llegar a la casa de Leona? —los interrumpió.
—Unas pocas cuadras —Salomé miró su GPS hologramático.
—Mm —Isabel se quedó pensativa unos instantes—. Estamos caminando otra vez en pleno día ¿Y si los del gobierno estuviesen espiándonos?
—El gobierno está ocupadísimo administrando el dinero y los negocios ilegales de Aguilar —explicó Salomé—. No te preocupes. De lo único que debés ocuparte es de hacer las preguntas correctas y de no resfriarte. Con el viento que hay, no has sido capaz de traer siquiera una chalina para que te cubriera el cuello…
—Lo olvidé. No me preocupa mi cuerpo en este momento —se acarició el brazo. El otoño estaba comenzando, y el viento soplaba una brisa bastante fresca. Un sweater fino no era un buen abrigo.
Ezequiel se quitó la chaqueta y la colocó sobre los hombros de Isabel. Ella quiso protestar, no sólo porque él no tenía obligación de hacer eso por ella, sino también porque la acción le hizo recordar a la primera noche que había compartido en el lago con Sam.
Se contuvo para no lagrimear.
—Acéptala —le ordenó Salomé—. Nosotros tenemos el ADN alterado, resistimos más que los humanos normales. A él no le hará daño pasar un poco de frío, a vos sí. Necesitás estar sana para poder buscar a Sam ¿De acuerdo? Vos sos la persona que él más ama en el mundo, y si alguien lo puede traer de vuelta con nosotros, sos vos.
Con un nudo en la garganta, Isabel asintió.
Llegaron a la casa de Leona o, mejor dicho, de Marcela Pinares. Se trataba de una vivienda tecnológica —aunque no en exceso—, la cual se veía muy bonita: tenía máquinas de vigilancia en el exterior, enredaderas cubriendo las paredes y puertas de cristal.
Las muchachas se anunciaron en el registrador de visitantes y automáticamente una computadora les abrió la puerta de la vivienda.
Isabel apretó la chaqueta de Ezequiel con ansiedad.
—Estaremos bien. Todo saldrá bien —Salomé le puso una mano en el hombro—. Por cierto, dame la chaqueta de Ezequiel. Vos no deberías usar ropa de hombre ¿Entendés?
Isabel asintió, y le entregó el abrigo a su amiga.
La hermana de Juan Cruz no era capaz de disimular su nerviosismo.
—Tengo un nudo en el estómago, y siento que mi corazón está a punto de salirse de mi cuerpo.
—Tranquila ¿Sí?
La señorita Hiedra tomó a su amiga del brazo, y la arrastró hacia el interior de la vivienda.
En la sala de estar, una mujer de alrededor de cuarenta años las estaba esperando con una merienda abundante: tortas de chocolate, café, jugo, galletas caseras y snacks salados.
—Bienvenidas, muchachas. Mi nombre es Marcela Pinares.
—Yo soy Salomé Hiedra y ella es Isabel Medina.
—Medina… así se apellidaba la difunta esposa de Horacio Aguilar.
—Era mi tía —soltó Isabel de inmediato.
Salomé hizo una mueca, y le susurró al oído:
—Le dije que eras la novia de Sam, no su prima…
Isabel hizo un gesto de indiferencia con los hombros. Le daba igual lo que pensara la gente.
—Es un gusto tenerlas en casa. Pónganse cómodas… tenemos mucho de qué charlar. Pueden servirse lo que gusten.
Las muchachas se sentaron. Salomé no dudó en tomar una taza y beber un poco de café. A su vez, probó una porción de torta.
Isabel la observó de reojo ¿Cómo podía comer en un momento así? Ella tenía un nudo en la garganta a causa de los nervios.
—Marcela —empezó la joven Medina—. ¿Usted tiene información sobre Samuel Aguilar?
—Sí —asintió con un leve movimiento de cabeza. Su afirmación conmovió a Isabel—. Sé dónde está.
¡Sabe su ubicación! Las manos le temblaban mientras preguntaba:
—¿Dónde? ¿Dónde está Sam? —las lágrimas habían empezado a recorrer su rostro.
Salomé dejó la torta a la mitad, esperando ansiosamente la respuesta de la señora Pinares.
Sammy. Sammy está vivo y pronto lo veré.
Su corazón latía con desesperación.
Para su decepción, la agente negó con la cabeza.
—No puedo decírselos así nomás. Tienen que jurar que no nos investigarán a Ibáñez y a mí, y que dejarán el asunto de la explosión en paz. Las estaré vigilando.
Salomé se puso de pie y golpeó la mesa con el puño, causando un pequeño temblor. Isabel le apretó el brazo para que se calmara, y miró fijamente a Marcela.
—Me importa un carajo tus crímenes y los de Manuel. Soy consciente de que Samuel ha sido obligado a asesinar al hermano de Ibáñez cuando los niños estaban en la casa y que, por eso, probablemente quiso vengarse. Lo único que quiero en esta vida es volver a ver a mi primo. Si me concedés eso, no me meteré en sus asuntos.
—¿Cómo puedo fiarme de ustedes? —Leona se veía súper desconfiada—. Sé que son unas muchachas sumamente inteligentes que les han causado muchos problemas a los científicos más peligrosos de la comunidad ¿Cómo puedo estar segura de que no harán lo mismo con Ibáñez y conmigo?
—Revísenos. Puede comprobar que no estamos grabando esta conversación. Puede pedirnos lo que guste a cambio. Pero necesitamos saber de Sam —Isabel puso ojos de cachorrito.
Lo hizo. Con una máquina, chequeó que las muchachas no estuviesen filmando su encuentro. Salomé levantó los brazos de mala gana mientras la agente la examinaba.
Luego, la hermana de Juan Cruz explicó:
—El asunto que teníamos con Aguilar era personal: abusaban una y otra vez de tres adolescentes en nombre de la ciencia, incluyendo a mi amiga y a mi primo. Horacio asesinó a mi tía y a mi papá. Lo investigué para encontrar la manera de destruirlo —Isabel temblaba a causa de la conmoción. No era capaz de dejar de llorar—. Mi padrastro también estaba involucrado en esa mierda, y mató a uno de nuestros amigos para silenciarlo… —Luis, Luis Roldán—. Intentaron experimentar conmigo…
—Ya —la interrumpió Salomé—. Creo que ha entendido que se trataba de algo muy personal. En cambio, ahora no nos interesan los delitos que hayan cometido vos e Ibáñez. De hecho, nos han hecho un favor al deshacerse de Aguilar. Lo único que queremos es encontrar a Sam. Ya comprobaste que no estamos filmando la conversación.
Leona pareció aliviada. Su expresión se suavizó y bebió un poco de café.
—Bien… creo que tienen buenos argumentos. Mi intención jamás ha sido hacerle daño a Samuel. De hecho, me he sentido mal por haber sido cómplice de Ibáñez. En su afán por vengarse de Horacio Aguilar, casi asesina a un adolescente, quien era una víctima más de esa sociedad enfermiza.
Con sus palabras, les había confirmado a las muchachas que la explosión había sido causada por Manuel y que ella lo había cubierto. Sin embargo, se había encargado de esconder a Samuel, porque se sentía culpable por lo que había hecho.
—Encontramos sus huellas en la casa de Aguilar —anunció Salomé, bebiendo un poco de jugo de naranja. Se había relajado otra vez—. ¿Por qué fue hasta allí?
—Porque si no lo hacía yo, lo haría Samuel. No quería que él cayera en manos del gobierno. De hecho, me permití contaminar la escena, porque si los policías descubrían mis huellas, lo tomarían como un “error”, pero sabía que ustedes, no.
—Querías que te buscáramos —interrumpió la hermana de Juan Cruz.
—Sí. Samuel las necesita. Ha gritado tu nombre muchas veces, Isabel. Al principio creí que eras producto de su imaginación, pero luego…
—¿Dónde está? —sollozó la muchacha—. Por favor, ¡Necesito verlo! ¡Puede vigilarme, puede pedirme favores, puede pedirme que le entregue la información que tengo sobre mi padrastro… pero por favor, necesito saber dónde está Sam! ¡Necesito saberlo ahora!
Lo extrañaba tanto… ¡Anhelaba volver a abrazarlo!
—Se los diré. Sin embargo, hay algo que debo aclararles: él ahora no se llama Samuel. Se llama Santiago Aguirre, para que el gobierno no lo busque, le creé otra identidad, y trabaja en mi granja que está en las afueras del valle.
Eso era un detalle no tan relevante.
—¿Cuándo podemos ir a verlo? —insistió la joven Medina. Tenía un nudo en la garganta, y sentía que la ansiedad estaba consumiéndola por dentro.
—¿Cuándo? —repitió Salomé, mirando fijamente a la señora Pinares.
Leona suspiró.
—Cuando quieran… pero deben saber que él está… bueno… tiene un problema.
—¿Qué problema? —preguntaron al unísono.
Sin embargo, Isabel recordó una de las conversaciones que Heredia y Aguilar habían tenido en Culturam frente a ella.
También recordó lo que le habían hecho a Juan Cruz… y presintió lo peor.
—Deberán comprobarlo por ustedes mismas —dijo finalmente.