—Pensándolo bien… ¿Y si Aguilar nos dejó los códigos de forma accesible porque pensó que moriría? —conjeturó Isabel, al notar que habían logrado ingresar a los archivos del ordenador—. Puede que haya decido imitar lo que había hecho Damián Bustamante.
Pensar en su padrastro le causó escalofríos. La oía llorar a su madre por las noches, pero no sabía si era por él o Benjamín. Sin embargo, su presencia aún era fantasmal en la vivienda de Soledad Martínez.
—O, por el contrario, no se molestó en poner una contraseña más sofisticada porque nunca consideró que alguien que no perteneciera a los Fraudes encontraría este ordenador.
—Buen punto.
Salomé entró a la base de datos del sistema operativo. Había miles de archivos, entre ellos, las imágenes que habían captado las cámaras aquel día.
Sin dudarlo, la joven Hiedra cliqueó en diferentes videos, pero la mayoría sólo había capturado las imágenes del caos que había sido la sala principal.
Isabel sentía que la ansiedad estaba comiéndola por dentro.
La exnovia de Juan Cruz estuvo cuarenta minutos abriendo y cerrando diferentes archivos.
—Esto podría llevarnos horas de revisión —frunció el entrecejo—, y no contamos con tanto tiempo. Tendremos que dividirnos las tareas ¿Tenés tu celular encima?
—Sí.
—Bueno, yo iré al laboratorio para intentar analizar las huellas que tomamos en la vivienda de Aguilar. Vos seguirás examinando los videos y si no hacés tiempo a verlos todos, los copiarás en tu celular.
—De acuerdo… —no le gustaba la idea de quedarse sola—. Ante cualquier novedad o imprevisto, avísame.
—Claro. Vos también.
Salomé dejó la puerta abierta detrás de sí cuando abandonó la sala de transacciones. Isabel se sentía un poco nerviosa por haber quedado a cargo de la revisión. El sistema operativo de ese ordenador era demasiado amplio y complejo, y ella no tenía habilidades de hacker como Sam…
Sam… Haría lo que fuera para volver a verlo.
Se concentró, y miró decenas de videos. Algunos eran violentos, otros mostraban científicos escondidos y muchos de ellos se hallaban a oscuras.
—Maldición. Cuando invadieron la cede, deben haber detenido la mayoría de las grabaciones o las deben haber arruinado.
Isabel se sentía muy inquieta. Pasó un rato más observando cada archivo, y tuvo que contener un grito cuando vio a su papá en aquel cubículo de cristal. Su rostro se veía pálido y magullado, y tenía un agujero en el cráneo.
—¡Papá! —aulló de dolor.
Se echó a llorar en ese preciso instante. La ausencia de Benjamín la carcomía por dentro, y que él hubiera permitido que Horacio acabara con su vida para que la perdonaran a ella…
Sintió que el dolor estaba ahogándola.
—Papá… papá… —no se atrevió a levantar la vista.
Él había muerto por ella.
—Papá…
Sollozó un rato hasta que tuvo que sonarse la nariz para poder respirar. Luego, se secó las lágrimas, y se dijo a sí misma:
—Vine a buscar a Sam. Debo concentrarme en eso.
Quitó el video de su papá entrecerrando los ojos, y siguió examinando las filmaciones durante un rato largo, hasta que un archivo en particular le llamó la atención. Se trataba de una cámara que apuntaba a uno de los pasillos que nacía de la sala principal —la cual era un caos y estaba repleta de objetos rotos y de sangre—. Captó un movimiento inusual allí.
Aguzó la vista. Isabel notó que una figura esbelta, cuyo rostro no pudo divisar, se deslizó torpemente por el pasillo. Acto seguido, se escuchó una explosión.
La filmación se detuvo.
Con el corazón en la boca, Isabel volvió a reproducir el video, e hizo zoom en la pantalla digital para poder observar mejor al misterioso sujeto.
El rostro de la persona no había llegado a ser capturado por el lente de la cámara (porque él estaba de espaldas), pero reconocería esa figura donde quiera que estuviese.
Isabel se echó a llorar allí mismo. Otra vez.
—Sammy… —balbuceó, prácticamente ahogándose en sus propias lágrimas—. Sammy… estás vivo. Mi amor, estás vivo —su corazón latía violentamente a causa de sus abrumadoras emociones.
Acarició el holograma.
—Sammy…
Lo encontraría, aunque le costara años. Lo haría.
Con las manos temblando por la conmoción, copió el video en su celular. Mientras tanto, continuaba murmurando.
—Sammy… mi amor…
Era él. Sin dudas, era él. Reprodujo el clip una y otra vez.
Sam. Era Sam ¡Qué alegría!
Finalizó la transferencia del video en su celular, y decidió seguir revisando el ordenador.
Examinó el contenido de las cámaras que se hallaban en el exterior de Culturam, pero casi todas habían sido alteradas. Sólo notó oscuridad.
Isabel supo que estaba perdiendo tiempo. Salió de la carpeta de archivos e ingresó a la base de datos general de Culturam. Tipeó lo siguiente:
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No lo podía creer cuando vio que había funcionado. Una aplicación se abrió de inmediato. Sus dedos se movieron desesperadamente para escribir el nombre de su adorado primo sobre el buscador.
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Esperó unos instantes. Al cabo de un minuto, un cartel hologramático se proyectó en la pantalla:
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—¡No puede ser! —bramó, sintiendo que se le encogía el corazón—. ¡Tiene que estar en algún lugar! ¡En un hospital! ¡Trabajando! ¡No puede haber desaparecido! ¡Sé que está en alguna parte!
Ingresó a los registros hospitalarios y a los empleos del Valle, pero no encontró nada.
Sentía que estaba a punto de estallar de los nervios ¿Cómo podía ser que él no figurara en ningún sitio?
—¿Qué carajos pasó, Sam? ¿Dónde estás? —las lágrimas volvieron a recorrer su rostro. Maldición, lo extrañaba tanto.
Se metió en los archivos experimentales de Culturam, con la esperanza de obtener alguna idea o indicio que indicara dónde podía hallarse su adorado primo.
Para su sorpresa, encontró cuatro carpetas. Cada una de ellas se titulaba con el nombre de una persona diferente.
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—¿Qué hace mi nombre ahí? —entró en su propia carpeta, y se encontró con decenas de archivos.
A simple vista, notó que habían estado vigilándola desde incluso antes de relacionarse amorosamente con Samuel. Encontraron la oportunidad ideal con el secuestro de Juan Cruz para extraerle una muestra de sangre y compararla con la del hijo de Horacio.
Había un archivo que explicaba su compatibilidad genética con él y manifestaba la posibilidad de convertirla en una chica de sangre letal.
Sintió escalofríos, y cerró la carpeta. No era un buen momento para abrir las heridas del pasado.
Gracias al universo, Horacio Aguilar había muerto.
Luego, se metió en la carpeta que tenía el nombre de su primo.
Encontró una especie de “diario”, en donde Horacio Aguilar anotaba los progresos físicos logrados por Samuel. Lo hacía llevar a cabo diferentes proezas, probaba su sangre en distintas especies y reducía sus horas de sueño a un extremo casi peligroso para un ser humano. Habría creado animales monstruosos (cuyo ADN había sido brutalmente alterado) a los cuales, eventualmente se había visto obligado a asesinar.
Los cambios genéticos que habían realizado sobre el cuerpo de Sam eran crueles e inhumanos. Había gráficos que comparaban su estado físico con otros seres humanos, y él era notablemente superior en casi todos los aspectos.
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Isabel deseó poder escupir sobre la tumba de Horacio. El muy hijo de perra había abusado excesivamente de Samuel ¿Cuántos horrores habría vivido el muchacho, que ella aún desconocía? ¡Pobrecillo!
Continuó mirando diferentes archivos, en donde se hablaba de la anatomía de su primo, de la sangre letal y de las modificaciones realizadas en su cuerpo con más detalle, desde cuando era sólo un bebé dentro de la panza de su mamá.
Más tarde, leyó que, en uno de los diarios, Horacio había mencionado que debía deshacerse de Daniela para que no entorpeciera su trabajo con Samuel y con el mercado ilegal.
Nada que no supiera ya.
—No hay nada aquí que pueda servirme para encontrarlo —suspiró, sintiéndose increíblemente descompuesta y abrumada—, estoy revolviendo viejas heridas inútilmente.
No le hacía bien reencontrarse con la dramática historia de su primo. No había nada que ella pudiera hacer en contra del pasado del muchacho.
Cerró las carpetas. Debía intentar buscar por otro lado.
Decidió abrir una vez más el localizador de ciudadanos y tipear:
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Para su sorpresa, hubo un resultado. Isabel seleccionó apresuradamente el mismo, sintiendo que la ansiedad la carcomía por dentro.
El joven Acevedo estaba inscripto en un trabajo en las afueras del Valle, en una fábrica metalúrgica. No se había anotado en la universidad ni nada por el estilo.
Suspiró. Era bueno que lo hubieran localizado, a lo mejor, él conocía el paradero de Sam. Isabel copió la dirección en su celular justo cuando Salomé entró en la sala.
—¡Ya tengo las huellas! ¡Vayámonos antes de que venga la policía!
Las jóvenes habían acordado que hablarían de los resultados delante de Juan y Micaela, en la vivienda de los Medina.
Llegaron y entraron a la casa tan rápido como pudieron.
El hermano de Isabel se puso de pie —sin las muletas robóticas—, y se acercó a las muchachas.
—¿Y bien? ¿Encontraron algo? ¿La policía las vio?
—Estábamos enmascaradas —empezó Salomé, pero Isabel la interrumpió:
—Sentémonos. Tenemos que hablar de esto tranquilos.
Soledad les preparó una chocolatada a las muchachas —a pesar de lo tarde que era—, y se sentó en el sofá al lado de su hija, para escuchar su historia.
—Encontré un video en el que se puede ver que Samuel escapó de Culturam antes de la explosión —la señorita Medina proyectó hologramáticamente el contenido de su celular.
Notó que Salomé se obligó a contener las lágrimas.
—Es él —balbuceó, cubriéndose la boca con las manos.
—¡Sam! —chilló Micaela de alegría.
Isabel notó que Juan Cruz esbozó una media sonrisa. Luego, explicó:
—Está vivo, pero no pude encontrarlo en el localizador de ciudadanos. No sé a dónde habrá ido cuando huyó.
—¿Y si no lo buscás a través de tu blog? —sugirió el adolescente—. ¿No tenés una foto suya?
—No quiero exponerlo, porque no sé qué podría llegar a hacer el gobierno del Valle con Sam. Le he escrito unas palabras, pero no haré más que eso en internet. En cambio, busqué a Ezequiel y lo encontré. Si hablamos con él, quizás pueda ayudarnos a encontrar a nuestro primo.
—¿Dónde está Acevedo? —inquirió Salomé.
—En una fábrica en las afueras del Valle. Iremos a verlo cuanto antes. Es una suerte que no se haya mudado más lejos.
—Concuerdo. Bien, ahora es mi turno —proyectó la pantalla de su celular—. ¿Ven este gráfico? Muestra los resultados de las huellas que encontré en la vivienda de Aguilar.
—¿Y de quiénes son?
—De una mujer policía. Marcela Pinares.
¿Quién era ésa? ¿Qué hacía en la vivienda de Aguilar?
Salomé pudo leer la expresión facial de Isabel.
—Es una oficial amiga del difunto Pablo Becerra. Investigué un poco su historial y en la policía la conocen como “Leona”. Su expediente es impecable.
Qué extraño.
—Supongo que forma parte del grupo de agentes que ingresaron en Culturam el mes pasado —Isabel se frotó el mentón, pensativa.
—Eso parece. Lo que me resulta curioso es que la policía no suele contaminar la evidencia. Ella debería saberlo mejor que nadie.
Tenía razón.
—¿Qué querés decir? —intervino Juan Cruz con confusión.
Salomé conjeturó:
—Creo que ella nos ha dejado una pista adrede. Intuyo que debemos contactarla y preguntarle por Sam.