—Nadie tiene derecho a tocarte. —Su voz era un rugido contenido. Ella lo miró como si no lo reconociera. —Yo no soy de tu propiedad. Déjame en paz. Esa frase lo golpeó más fuerte que la cachetada. —No puedo —la respuesta salió sin filtro, cruda, como si le arrancaran la verdad del pecho. —Claro que puedes —Aylin cruzó los brazos, su mirada cargada de rabia y dolor. —Se acabó, ¿sabes? Entendí todo cuando me dejaste sola en tu apartamento. Si no quieres estar conmigo está bien, pero no vuelvas a buscarme. El silencio lo cortaba todo. —Discúlpame —dijo él, avanzando un paso. Zoran era callado, pero no era precisamente un hombre serio, era amable, con esa picardía que poseen los gitanos, pero su gesto esta vez era diferente, no estaba bromeando. —El trabajo me tomó más tiempo del que pen

