Ella lo miró fijamente. La preocupación se le marcaba en el entrecejo, en la manera en que rodeó sus propios brazos con las manos. Se acercó un poco más, bajando la voz como si temiera asustarlo. —Justin… estás temblando. Déjame ver. ¿Dónde más te duele? Él retrocedió un paso. Como si su toque quemara. —He dicho que estoy bien. ¿Qué no entiendes? —cuestionó con enojo. El tono fue más alto. Cortante. Como un látigo inesperado. Evanya se detuvo en seco. Parpadeó un par de veces, sorprendida. Sus manos cayeron a los costados, y la dulzura de su rostro se tornó en desconcierto. —¿Por qué me gritas? —Porque no necesito una maldita niñera, Evanya —espetó, sin mirarla, con los puños apretados—. No necesito a alguien encima todo el maldito tiempo preguntando si estoy bien. No lo estoy. ¿Co

