El vuelo me dejó más cansado de lo que pensé, con una fatiga que se me metía en los huesos, pero no había espacio para el agotamiento. Apenas llegué a la casona, antes del amanecer, la oscuridad todavía aferrada al paisaje, la encontré dormida. Su silueta suave bajo las sábanas, ajena a mi regreso. No di explicaciones, no pedí permiso. La tomé como un hombre toma lo que es suyo, con una mezcla hirviente de rabia y deseo. Ella olía a alcohol, a fiesta, a la levedad de la despreocupación, como si hubiese celebrado mi ausencia con alegría. Y aún así, en ese instante, no hubo nada más mío que su cuerpo, que se fundió con el mío en un abrazo desesperado.
Las restauraciones de la casona estaban casi listas; pequeños retoques, nada más, el trabajo casi concluido. Esa mañana, Samira se levantó temprano, con la misma energía de siempre. Se duchó sin apuro, el murmullo del agua una banda sonora de calma, y se vistió con un conjunto sencillo, de tela ligera, que la hacía ver peligrosamente elegante. Se recogió el cabello en un moño alto, dejando su cuello desnudo como una provocación silenciosa, una invitación.
La observé apoyado en el marco de la puerta de la cocina, con el café humeante en la mano, el aroma amargo contrastando con la dulzura de su presencia.
—¿A dónde vas tan temprano y perfumada, señorita Winston? —le pregunté, mi voz revestida con una calma fingida que apenas ocultaba la sangre que ya me hervía en las venas.
Ella me miró de reojo con esa media sonrisa que me desarma y me hiere al mismo tiempo, una mezcla de coquetería y desafío.
—Voy a preparar mi casa. Volveré allá —respondió, su voz tranquila, casi despreocupada—. Aquí todo está terminado. Mi trabajo, quiero decir.
Sus palabras me atravesaron como un cuchillo helado, directamente al corazón. Guardé silencio unos segundos, el nudo en mi garganta creciendo.
—¿Me estás dejando? —le solté al fin, mi voz más baja, más rota de lo que hubiera querido. El miedo se coló en cada sílaba—. ¿Abandonándome… como a un perro?
La vi detenerse. Vi cómo esa frase la golpeó, cómo su cuerpo se tensó. Era la misma que ella había usado días antes, cuando me confesó lo que era el abandono para ella, el eco de su propia herida.
—Tú no eres un perro, señor Johnson —respondió, su voz bajita pero firme, con un matiz de reproche que no era para mí, sino para la ironía del momento—. Y si lo eres, eres uno de esos de r**a antigua. De los que valen una fortuna. De los que no se abandonan.
Sonreí, una sonrisa genuina a pesar de la punzada en mi pecho. Me acerqué, mis pasos resonando en el suelo de madera, y le robé un beso lento, profundo, uno que no pedía nada y lo exigía todo a la vez.
—Pues este perro no quiere otro dueño —murmuré contra sus labios—. No ahora. No nunca.
Ella se rio suavemente, una risa que me acarició el alma, sacudiendo la cabeza.
—Estás loco. Completamente.
—Más que loco… estoy perdido —confesé, atrapándola por la cintura, sintiendo la calidez de su cuerpo contra el mío.
Ella acarició mi mejilla con el dorso de la mano, su tacto suave y efímero, y murmuró:
—Voy a visitar a mis amigas. Si no, me reemplazan por otra loca que haga mejor de amiga, o que no se escape de sus fiestas.
—Samira… —le acaricié el rostro con el pulgar, grabando en mi memoria cada línea de su piel, cada peca minúscula—. Desde que te conozco, solo sé una cosa: no eres fácil de olvidar. Eres imposible de olvidar.
Se fue. La escuché cerrar la puerta, sus pasos alejándose. Y yo me quedé con su perfume pegado a mi pecho, con el eco de su risa en la cocina vacía.
Horas después, con el café amargo todavía en la garganta y la ausencia de Samira pesando como una losa, fui al taller a buscar a Salomón. Lo encontré listo para irse, su bicicleta apoyada contra la pared, como siempre, una imagen de libertad simple.
—Necesito un favor —le dije, mi voz sonando más seria de lo habitual.
—Dígame, jefe —respondió él, limpiándose las manos con un trapo.
—Llévame a la casa de los padres de Samira.
Se quedó mirándome, sus ojos bien abiertos, como si hubiera dicho la peor locura que jamás hubiera escuchado.
—¿Usted qué? —balbuceó, con una mezcla de incredulidad y asombro.
—Una sorpresa —respondí, con un tono casual, como si fuese algo sencillo, una visita de cortesía—. Tú sabes. Algo bonito para Samira.
—Jefe, ningún hombre ha puesto un pie en esa casa. Desde que Samira era una niña. ¿Está seguro de que quiere hacer eso? Mire que la señorita Samira tiene carácter… es un volcán cuando se lo propone. Y sus padres son muy protectores.
Me crucé de brazos, mirándolo fijo, dejando que mi determinación hablara por mí.
—Manejo empresas millonarias, Salomón. No me tiemblan las manos con cifras que otros no se atreven ni a pronunciar, que cambiarían la vida de medio país. ¿Y voy a tener miedo de hablar con los padres de la mujer que quiero? Si digo que es mía, es porque lo es. Y todos tienen que saberlo. Los que la cuidan, los que la aman.
Él soltó una carcajada, una risa gutural que llenó el taller, negando con la cabeza.
—¡Carajo! Está loco de verdad. Lo supe el día que le puso la mano encima. Bueno… cuando nos arresten, usted dice que fue idea suya. Yo soy solo el chofer.
—Tranquilo —le palmée el hombro—. Tengo dinero suficiente para pagar tu fianza. Y para comprarte otra bicicleta vieja, si te decomisan la tuya. Una mejor, incluso.
Fue entonces cuando recordé la motocicleta guardada bajo la lona en la parte trasera del taller, una máquina de acero brillante y cromo. Lo invite asta ella. La descubrí con un movimiento rápido y vi cómo sus ojos se abrían como los de un niño en la mañana de Navidad.
—¡Y esta belleza! —exclamó, sus ojos brillando.
—Tuya —dije, sintiendo una punzada de satisfacción al ver su reacción—. Considera que te la ganaste. No por cariño, eh —añadí con media sonrisa—, aunque tal vez un poco sí. Por tu lealtad.
Lo vi montar y dar una vuelta por el patio del taller, el motor rugiendo con una potencia salvaje. Regresó, la risa pegada en el rostro, un brillo en sus ojos que nunca había visto.
—¡Jefe! Ahora sí le sigo el paso. ¡Esta sí es una máquina! Vamos por esa misión, entonces.
Llegamos frente a una casa modesta, pintada de un color pastel que el tiempo había deslavado, con bugambilias vibrantes cubriendo el porche y una puerta blanca de madera, algo desgastada por los años. Me quedé quieto en el auto, observándola, el corazón me golpeaba el pecho con más fuerza que cuando cerraba contratos de millones.
—¿Y bien, jefe? —me dijo Salomón, bajando la visera de su casco, su voz amortiguada. Me miraba expectante.
Respiré profundo, el aire fresco llenando mis pulmones. Mi garganta estaba seca.
—Tal vez estoy loco, Salomón. Completamente. Pero esta mujer me tiene en guerra conmigo mismo. No me da paz.
Él sonrió, su rostro un reflejo de sabiduría.
—Pues si ya está en guerra, jefe, mejor declare la batalla oficialmente. Vaya y gane.
Puse la mano en la manilla de la puerta del coche, mi palma sudorosa. Lo único que no sabía era si al abrir esa puerta me recibiría una sonrisa de bienvenida…
…o la tormenta que podía acabar conmigo de una vez por todas.
El corazón me retumbaba en el pecho como un motor viejo, oxidado por los nervios, bombeando sangre a mis oídos. “Ya estoy jodido, qué tanto un poco más”, me repetí como un mantra, mientras ajustaba la camisa con las manos sudorosas, intentando parecer presentable. Bajé del auto, el clic metálico de la puerta cerrándose sonando demasiado fuerte en el silencio del mediodía. Apenas toqué el timbre, el sonido agudo taladrando mis oídos, escuché cómo Salomón arrancaba su moto con un rugido potente. Ni una palabra, ni un gesto de aliento. Solo el eco de la motocicleta alejándose.
—¡Cobarde! —murmuré, deseando poder hacer lo mismo, huir, pero mis pies estaban clavados al suelo.
La puerta se abrió con un crujido suave.
Frente a mí estaba Nelly Winston. Ya la conocía: la había visto en la biblioteca semanas atrás, su rostro amable y sus ojos sabios. Su rostro se iluminó con una sorpresa inmediata, aunque su gesto amable no cambió, una calidez natural irradiaba de ella.
—¡Santo cielo! —exclamó, llevándose una mano al pecho, sus ojos azules clavados en los míos—. ¿Grayson Johnson? ¿Es usted de verdad?
Sonreí con calma fingida, el pulso desbocado.
—Así es, señora. Es un placer volver a verla.
Ella parpadeó varias veces, como si tratara de ordenar las piezas de un rompecabezas invisible en su mente. Su mirada recorrió mi traje impecable, luego mi rostro, deteniéndose brevemente en mi ceja donde la herida de César aún era visible.
—Lo recuerdo bien. El sobrino de don Germán… —su voz se suavizó, un dejo de nostalgia en ella—. ¡Y ahora lo tengo aquí, en mi puerta! ¿Pero qué hace usted en esta casa, hijo?
—Vengo por Samira —dije sin rodeos, sin andarme con subterfugios, la verdad saliendo directamente de mi boca—. Estoy saliendo con ella. Y quisiera darme a conocer, presentarme formalmente ante ustedes, sus padres.
Nelly abrió los ojos como platos, su mano volviendo al corazón, incrédula.
—¿Con Samira? ¡Por Dios bendito! —su voz era un murmullo de asombro—. ¿Nuestra Samira?
En ese momento, escuché la voz grave de un hombre desde adentro, una voz profunda y autoritaria.
—¿Quién es, mujer? ¿A quién tienes en la puerta?
—Fernando… —respondió ella, aún aturdida, volviendo la cabeza hacia el interior de la casa—. Es Grayson Johnson. El sobrino de Germán. Dice que… que está con nuestra niña.
—¿Un novio, dijiste? —Su voz era dulce, pero había una pizca de curiosidad en ella.
Yo no parpadeé, manteniendo su mirada.
—No sé si ella me ha dado ese título todavía, señora, pero sí, estoy loco por ella. Completamente. Y quiero ser mucho más que un "novio".
Nelly aún me miraba con esa mezcla de desconcierto y curiosidad, como si no pudiera creer lo que sus oídos escuchaban. Podía leer en sus ojos la pregunta que no se atrevía a decir en voz alta:
¿Qué hace un hombre como tú con nuestra Samira? ¿Qué buscas de ella?
Y ahí, bajo esa mirada penetrante de quien la habían amado y criado, supe que este encuentro ya no podía dar marcha atrás. La batalla, como dijo Salomón, había comenzado.