La primera vez que pisé esa casa, estaba bajo una carne asada familiar, pensé que solo estaba cumpliendo.
Pero cuando lo vi, cuando vi a su padre Fernando alzar su copa entre risas, los ojos llenos de una calidez que Samira pocas veces mostraba, entendí algo fundamental: ella no era solo la fiera indomable que quería mostrarle al mundo.
Aquí, en este hogar, entre estos muros, era hija. Aquí, con la guardia baja, era niña otra vez. Y yo estaba parado en el centro de ese mundo, observando cómo, poco a poco, me dejaba entrar en sus grietas más vulnerables.
Me sentí en territorio enemigo, vulnerable y expuesto, y al mismo tiempo… extrañamente en casa. Porque todos en ese patio parecían quererla, sí, pero a su manera: de paso, de lejos, con miedo a su temperamento o con las prisas de una vida que no les permitía detenerse. Yo no. Yo estaba ahí, en el corazón de su hogar, compartiendo brasas y sonrisas, intentando marcarla como mía sin gritarlo, sin exigirlo. Solo haciéndolo, con cada mirada, con cada gesto, con cada palabra que le dedicaba. Y para mi sorpresa, eso le estaba gustando. La tensión en sus hombros se relajaba, y sus ojos, siempre alerta, se suavizaban cuando me miraba.
—¿Y cuántos hijos me has puesto ya, papá? —le soltó ella a Fernando, con esa chispa irreverente que siempre me enciende y que tanto me atrae.
Fernando soltó una carcajada ruidosa, que resonó en el patio, dándole un trago a su cerveza.
—¡Como unos tres! Y si me apuras, hasta cuatro, ¡aunque entre tú y yo, no creo que este inglés tenga tanta energía para seguir tu ritmo, Samira!
Yo solo sonreí, una sonrisa de suficiencia que no pude ocultar. El viejo no tenía ni idea de lo que su hija y yo habíamos hecho entre esas sábanas que aún me olían a ella, a peligro y a deseo. Samira se llevó la mano a la frente, fingiendo horror, pero sus ojos verdes brillaban de diversión.
—¡Papá, por favor! Ya te dije cómo tendríamos uno. ¿O no recuerdas cómo te expliqué el plan?
—¡Claro que lo recuerdo, insolente! —resopló él, divertido, su voz grave—. Pero no quiero uno fabricado, Samira. ¡Quiero un nieto hecho con calor y pasión, con la misma locura que veo en los ojos de este muchacho!
—Deberías tener un programa de radio, ¿sabes? Un consultorio del amor, quizás —respondió ella, dándole un empujón juguetón en el hombro, con esa complicidad que me desarmaba.
Yo la miraba, fascinado, absorbiendo cada detalle de esa interacción. Esa naturalidad, esa complicidad descarada con su padre, era algo que jamás había visto en ella. Era una faceta oculta, preciosa, que solo se revelaba en la intimidad de su familia. Y entonces, como si quisiera sellar ese instante de vulnerabilidad compartida, se volvió hacia mí, me dio un beso suave en la mejilla que me quemó la piel, y me susurró al oído:
—¿Qué haces aquí, loco inglés? ¿No ves que mi padre también está loco? Si se ven más de una semana, no quiero imaginar todo lo que inventarían en mi contra. ¡Podríamos terminar con un batallón de niños y un rancho lleno de cabras!
Le devolví la sonrisa, con la sangre hirviendo de orgullo y la adrenalina corriendo por mis venas.
—Ese plan de hacerte muchos muchachitos… ese sí que me gustó —le susurré al oído, mi voz ronca, rozándole la oreja con la nariz—. Esta noche tendré que trabajar doble, así que no bebas mucho… y come poco. Necesitarás toda la energía.
Ella sonrió distinto. No la sonrisa desafiante con la que solía jugar conmigo, ni la burlona que usaba para mantener a raya a los hombres. Era otra. Una que, sin quererlo, me atravesó el pecho como un disparo certero. La sonrisa de alguien que, por un momento fugaz, se sabía profundamente, incondicionalmente, querida.
Después de las diez, logramos escapar de las carcajadas estruendosas, del abrazo embriagado de Fernando que olía a cerveza y carbón, y de la música ranchera que sonaba sin cesar. Lo difícil no fue lidiar con su familia, que al final me había acogido con una extraña familiaridad, sino con sus amigas.
Yajaira y Laura me abordaron con esa mirada de quien sabe demasiado, de quien ha visto a Samira caer y levantarse más de una vez. Eran sus guardianas.
—¿Y tú qué buscas aquí, inglés? —me retó Yajaira, sus brazos cruzados sobre el pecho, los ojos entrecerrados.
—¿Qué intenciones traes con nuestra Samira? —añadió Laura, su voz teñida de escepticismo, su postura defensiva.
Respiré hondo, el aire frío de la noche llenando mis pulmones. No podía titubear, no podía mostrar debilidad.
—Las únicas intenciones que valen… son las de Samira. Yo estoy aquí por ella. Y me quedaré. No importa lo que me cueste.
Vi cómo se miraron entre sí, un rápido intercambio de miradas que parecía durar una eternidad. Como si evaluaran cada palabra, cada inflexión de mi voz. Yo sabía que para ellas yo era solo un intruso más. Un hombre más que podría lastimarla, que la haría derramar lágrimas y cerrar su corazón un poco más. Pero también supe que me estaba jugando algo más que su aprobación. Me estaba jugando a Samira. Su confianza, su futuro, todo lo que aspiraba a construir con ella.
El trayecto de regreso a la mansión fue un espectáculo, un epílogo perfecto para una noche de revelaciones. Ella, con una cerveza en la mano que de alguna manera había logrado contrabandear, cantaba a todo pulmón una canción de Cazzu, una cantante argentina la música a tope en el coche. Sus labios rozaban cada verso como si fueran propios, cada palabra una declaración personal:
> “Les enseñé que con mujeres como yo nunca se juega
> y que lo mío es mío y que nadie me lo niega…”
Yo la miraba mientras conducía, su silueta recortada contra las luces de la ciudad, sus cabellos bailando al ritmo de la música. Y entendía. Ese era su manifiesto. Su forma de gritarle al mundo que no se dejaría encadenar, que no se sometería a nadie. Que nadie volvería a herirla, a tomar lo que era suyo. Y sin embargo, lo que más me quemaba, lo que me hacía apretar el volante con fuerza, era saber que yo quería ser la excepción a su regla.
Quería ser el hombre al que no le cerrara la puerta, incluso después de las batallas. El único capaz de sostenerla, de ser su ancla, incluso cuando ardía, incluso cuando su fuego amenazara con consumirme.
Esa noche la amé. No con la urgencia desenfrenada de la primera vez, aquella explosión de cuerpos y almas que nos había consumido. No con la brutalidad primitiva con la que la reclamé en aquel baño roto, en un acto de posesión desesperada. Sino con algo más profundo, algo que resonaba en mi alma. Con la certeza silenciosa de que estaba empezando a tenerla de verdad. A tenerla no solo en el cuerpo, sino en ese corazón que sangraba en silencio.
Cuando después se quedó dormida, su respiración suave y rítmica a mi lado, yo permanecí despierto. La miraba bajo la luz tenue de la luna que se colaba por la ventana, con el cabello desordenado esparcido sobre mi almohada, su mano ligeramente apoyada en mi pecho. Y sentí el miedo más grande de mi vida, un pavor frío que me paralizó.
¿Qué pasaría si se iba? ¿Qué pasaría si todo esto era solo una ilusión, y yo solo otro en su larga lista de noches fugaces, de aventuras sin compromiso? No podría soportarlo. La idea de su ausencia, de un futuro sin su risa y su caos, me oprimía el pecho.
Yo ya no deseaba solo a Samira. La necesitaba. La necesitaba como el aire que respiraba, como el sol que me daba calor. Y aunque su fuego amenazara con consumirlo todo, con quemarme hasta las cenizas, no pensaba dejar que fuera de otro.
Porque lo mío…
es mío.