El Olor de la Fiera

1280 Words
La vi bailar como un demonio con cara de hombre, vestida para matar, y con esa mirada fría y penetrante, dispuesta a mirar sin hablar, a poseer solo con la vista. Pero ella no volteó. No más. Su orgullo era más fuerte que la curiosidad. Estaba demasiado furiosa, demasiado herida por lo que había visto la madrugada atrás. Angie, con esa cara de porcelana fina y esa piel demasiado blanca, demasiado perfecta, arrastrándose a mis pies. Samira no tenía pruebas tangibles de lo que pasó tras esa puerta cerrada, de lo que sucedió en la oscuridad de la madrugada, pero no le hacían falta. Su intuición —afilada como sus uñas, certera como un cuchillo— le decía que yo no la había rechazado. Que Grayson había cedido a la tentación, que la había tocado, la había besado. Y eso le bastaba para alimentar la llama de su resentimiento. Por eso, mientras se movía con sus amigas en la pista, su minivestido azul eléctrico parecía pintado sobre su cuerpo, cada curva acentuada, cada movimiento calculado. Había decidido devolvérmela. Una deuda se pagaba con otra, y con intereses. Y eligió al alemán. - ¿Cómo dices que te llamas?, - preguntó Samira con una sonrisa encantadora, la voz baja, seductora, inclinándose hacia el hombre alto, rubio y bien afeitado que la miraba como si hubiese encontrado oro en la tierra. Su cuerpo era fuerte, pero su mirada, demasiado transparente. - Dieter,- respondió él con acento marcado, sus ojos fijos en los labios de ella. - Eres… hermosa. Bailas como una diosa caribeña. Samira rió, un sonido melódico y grave que parecía hacer temblar las copas en la barra. Yo, desde el otro lado de la barra, la observaba sin parpadear. Mi vaso de whisky estaba lleno, pero no lo tocaba. Solo apretaba los dedos contra el cristal con tanta fuerza que mis nudillos se volvieron blancos, como si con eso pudiera romper el momento, disolver la imagen de Samira riendo con otro hombre. Salomón lo vio, su ceja alzada, y comentó con sorna, un susurro cargado de picardía: - Hermano, tienes el whisky hirviendo en la mano… ¿la quieres fría o muerta? Parece que esa muchacha te está quemando por dentro. - ¿Quién es ese?", pregunté, mi voz áspera, sin quitar la mirada del alemán, mis ojos clavados en las manos de el que, con descaro, se acercaban a la cintura de Samira. - ¿Ese? Se llama Dieter, viene a comprar tierras para criar caballos, o eso dice, - respondió Salomón, encogiéndose de hombros. - Lo oí hablando en el baño con otro gringo… decía que se llevaría a 'la mujer de fuego' esta noche. Que ya la tenía en el bolsillo. Que no había mujer que se le resistiera. Ahora veo que habló de Samira. Una vena palpitó en mi sien. No respondí. Solo me levanté, el vaso abandonado sobre la mesa. Rodeé la barra como un felino cazador, sin mirar a nadie a mi alrededor, sin saludar a los cuerpos que se rozaban en el frenesí de la música. Mi mirada, una línea recta hacia mi objetivo. Llegué hasta la barra, donde Dieter y Samira reían por algo que yo no entendía, una complicidad que me revolvió el estómago. Ella lo notó al instante. No podía evitarlo, su cuerpo me detectaba antes que sus ojos, una corriente eléctrica que solo yo provocaba. - Buenas noches, - dije, mi voz baja, dura como piedra y cargada de pólvora, resonando solo para ellos dos en medio del ruido de la discoteca. Dieter, ajeno a la tensión palpable, extendió una mano, amable, casi ingenuo. - ¿Eres amigo de Samira? - Algo así, - contesté, sin estrecharle la mano, la mirada fija en el alemán, una advertencia tácita. - Estamos disfrutando, - dijo Samira, clavándome los ojos, su propio desafío. Su voz era dulce, pero el filo de sus palabras cortaba. - ¿Te molesta, señor Johnson? - Mucho, - admití, con una sonrisa sin humor que apenas movió mis labios, una mueca de depredador. - Especialmente cuando escucho que alguien piensa llevarte como si fueras una maldita medalla. Un trofeo. Dieter alzó las cejas, confundido, el humor abandonándolo. - No entiendo… - dijo ella. - Entonces no estás escuchando bien, - espetó, girándome por completo hacia Samira con los ojos como tormenta contenida, un azul oscuro que prometía una tormenta. - No soy bueno con los celos, Samira. Y tú. No lo sabes. Pero vengo para dejarlo claro. Ella se cruzó de brazos. Su vestido brillaba bajo las luces estroboscópicas, un faro de rebeldía, pero su rostro era puro desafío, una fortaleza inquebrantable. - Entonces no sientas celos, - dijo ella, su voz helada. - Nadie te ha dado ese derecho. Ni la autoridad. - ¿No?, - Mi voz bajó, un gruñido. Avancé un paso más, invadiendo su espacio personal, nuestros cuerpos casi rozándose. - ¿Y qué demonios hemos estado haciendo desde que llegaste a mi vida? ¿Qué fue esa noche en la discoteca? ¿Y qué fue esa madrugada en mi pasillo? - Nada solo un juego y tú. Marcándome como si fuera tu ganado,- escupió ella, la rabia de los días acumulados estallando. - Como un animal de tu propiedad. ¡Pero tú te revuelcas con la reina de los hilos de oro, con esa mujer de porcelana, y esperas que yo me quede quieta, tranquila! ¡No soy tuya, Grayson! ¡Y nunca lo seré! - No, - dije con voz grave, un trueno. - Pero tampoco de nadie más. Y mucho menos de este imbécil. - ¿Y tú sí puedes hacer lo que quieras? ¿Revolcarte con quien se te dé la gana? - siguió ella. - ¡No la toqué!", dije de pronto, la furia real inundando mi voz, bajando la voz para que solo ella lo oyera, mis ojos clavados en los suyos. - Angie vino a mi cuarto, sí. Se metió en mi cama. Pero cuando me di cuenta de que no eras tú, Samira… la saqué. La eché. No pasó nada. Nada. Solo quería saber hasta dónde llegarías por mí. Quería ver si te importaba. Ella se quedó helada. La ira en sus ojos se transformó en asombro, en una incredulidad que la paralizó. Sus ojos buscaron una mentira en los míos, en cada gesto, en cada tic nervioso, pero no la hallaron. Solo rabia pura, deseo incontrolable, celos tan crudos que dolían. Y la verdad. La verdad que la desarmaba. - No me pruebes así, Grayson, - susurró, su voz temblorosa, cargada de una amenaza genuina. - Porque te puedo destruir. Te puedo hacer más daño del que crees. - Y yo ya estoy destruido, Samira, - dije, mi voz aún más grave, un lamento ahogado. - Tú me hiciste mierda desde el primer maldito beso. Desde la primera vez que tus manos me tocaron. Pero aún así… no puedo dejarte. No puedo. Dieter, incómodo, con el rostro pálido, retrocedió con su copa en la mano, sintiéndose el tercero en una guerra ajena. Salomón lo rescató con una palmada fuerte en la espalda, arrastrándolo lejos de la tormenta. - Ven, camarada,- dijo Salomón, su voz tranquilizadora. - Te invito una cerveza bien fría. Esa guerra no es para nosotros. Es de lobos y fieras. Y Samira y yo nos quedamos ahí. A centímetros de distancia. Ardientes, con el aire vibrando entre nosotros. Respirando el uno al otro, nuestros alientos mezclándose en el caos de la discoteca. Sin movernos. La pista ardía con la música y los cuerpos, pero nosotros, Grayson y Samira, éramos el verdadero incendio. Un incendio que solo nosotros podíamos apagar… o avivar.
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