Una semana después

1539 Words
Después de estar en casa de sus padres, donde el aroma a café y la risa de Fernando me habían hecho creer en una nueva normalidad, todo parecía en calma. O al menos eso intentaba convencerme a mí mismo, forzando una tranquilidad que no sentía. Las restauraciones de la casona avanzaban a buen ritmo, el taller estaba a pleno rendimiento con los nuevos encargos, y aquellos paseos por los jardines al amanecer se habían vuelto una rutina reconfortante. Pero algo, imperceptible al principio, había cambiado. Ella cambió. O tal vez, y era la posibilidad más aterradora, fui yo. Ya no podía mirarla como antes. Cada vez que mis ojos la buscaban en la inmensidad de la casona, o en la quietud de la noche, había una pregunta dolorosa, pegajosa, atorada en mi pecho: ¿cuánto tiempo más estaría ahí? ¿Y si se escapaba sin avisar, como tenía la costumbre de hacerlo, dejando solo el rastro de su perfume y el eco de su risa? La idea me carcomía. La tarde que la encontré en el estudio, inclinada sobre sus planos, y su teléfono con el ceño fruncido en concentración, fue la confirmación de mis temores más oscuros. La escena era inocente, pero la punzada de celos fue innegable. —¿A quién le escribes tanto? —pregunté, fingiendo una casualidad que no existía, la rabia ya ardiendo en mi garganta, caliente y amarga. Ella levantó la vista, sus ojos verdes serenos, ajenos a mi tormenta interior. —A Laura. Está organizando una exposición con César. Me pidió asesoría para algunos diseños. El nombre de César me encendió al instante, un fuego helado que se extendió por mis venas. Me acerqué con calma medida, cada paso una tortura, aunque por dentro me estaba consumiendo. Mi voz salió baja, casi un gruñido incontrolable. —Y César… ¿él te ha escrito? ¿Personalmente? Ella dejó el lápiz sobre la mesa con una lentitud exasperante, sus movimientos deliberados, desafiantes. —No he respondido nada a él, Grayson. Y no tengo por qué justificarte cada mensaje que recibo, ni cada conversación que tengo. No soy tu propiedad. La rabia se mezcló con un miedo paralizante. No pude callarlo, la verdad se me escapó de los labios como un lamento. —No es que no confíe en ti, Samira… —mentí, la palabra se sintió hueca—. Es que hay noches en las que no puedo dormir, pensando si mañana seguirás aquí. Tú tienes esa costumbre… desaparecer. Y no creo que pueda soportarlo otra vez. Sus ojos verdes me atravesaron como cuchillos, y por primera vez en mucho tiempo, vi dolor en ellos. —Grayson, ¿y tú crees que vivir así, bajo tu constante escrutinio, es justo para mí? ¿Creer que me voy a fugar en cualquier momento? No supe qué responder. Las palabras se me atascaron en la garganta. Solo supe, con una certeza abrumadora, que la perdería si no decía algo, si no la convencía de mi vulnerabilidad. —No sé nada, Samira. Solo sé que cuando no estás, me desespero. Que todo me huele a ti, y no puedo sacarte de mi cabeza. Que si sonríes a alguien más, si hablas con alguien más, me siento como un niño al que le arrancan su único juguete. Ella sonrió, una sonrisa triste que me mató por dentro, que me desgarró el alma. —Pues no soy un juguete, Grayson. Y no puedes encadenarme. —Lo sé —susurré, acercándome a ella como si mi vida dependiera de cada centímetro, la necesidad grabada en mi voz—. Pero tampoco sé cómo soltarte sin desarmarme por completo. Me has transformado, y no sé cómo volver a ser el de antes. Puso sus manos en mi pecho, y sentí un ligero temblor en su piel, un indicio de su propia incertidumbre. —Tú no me amas… todavía. Tú me temes. Temes lo que soy, lo que sientes por mí. Y eso es más peligroso que cualquier otra cosa. La abracé con tanta fuerza que casi me odié por necesitarla de esa manera, por la debilidad que sentía en sus brazos. —No digas eso, Samira… No me digas que me temes. Esa noche la hice mía de nuevo. Pero no fue pasión lo que nos consumió. Fue miedo disfrazado de deseo, una necesidad desesperada de aferrarme a ella. Cada caricia era una cadena invisible. Cada beso, una súplica silenciosa para que no me dejara. Yo quería amarla de la forma más pura, libre y hermosa posible. Pero lo que sentía, lo que manifestaba, era más parecido a una prisión, a un ahogo. El lunes amaneció con el cielo encapotado, un reflejo sombrío de mi propio estado de ánimo. Ella preparaba café en la cocina, el aroma familiar intentando sin éxito calmar mis nervios, cuando entré aún con la toalla en la cintura. —Tengo que ir a Londres por una emergencia en la empresa —dije sin rodeos, la noticia salió sin suavizantes, casi como una acusación—. Es una semana, tal vez menos. ¿Vienes conmigo? Samira me miró sin dejar de revolver el café, sus ojos sin emoción, una barrera que me desesperaba. —No puedo. Mis vacaciones se acabaron. Tengo turnos en la biblioteca, la tienda de Nelly está sin encargada y debo terminar los informes de la casona. Lo sabes. Asentí, tragándome la rabia, el resentimiento brotando en mi interior. —Está bien. Te llamo cuando llegue - dije sin mostrar emociones pero ardía en el pecho, la frustración que me consumía. —No te enojes, Grayson. No es por ti. Lo sabes. No dije nada más. Solo la besé en la frente, un beso breve, carente de la pasión que anhelaba, y me marché. Salí de la casona con una maleta a medio hacer y el pecho lleno de dudas, de una inseguridad que nunca antes había conocido. Esa semana en Londres fue como la vez anterior una tortura, pero esta vez fue peor. Había un vacío tangible a su lado que antes no sentía. Y dos días antes de terminar todo mi labor en la empresa, llegó el silencio absoluto. Su teléfono no volvió a responder un mensaje, ni una llamada más. Como si el aparato no sirviera, como si ella misma hubiera desaparecido del mapa digital. El miedo se apoderó de mí, un terror frío y constante. Unos días después regresé. La casona estaba igual, majestuosa, imponente. Y, sin embargo, se sentía vacía. Ni su perfume flotando en el aire, ni el eco de sus pasos, ni la promesa de su presencia. Solo silencio. Un silencio ensordecedor. Corrí a casa de sus padres, el corazón latiéndome desbocado contra las costillas. Nelly me abrió con su dulzura de siempre, su sonrisa gentil. —Buenas tardes, señora Nelly. ¿Samira está aquí? Necesito verla. Su expresión cambió, una sombra de confusión cruzó su rostro. —¿No está contigo, Grayson? —me preguntó, desconcertada, su voz suave—. Se marchó hace dos días. Dijo que había terminado en la casona y que regresaría a su casa. Que luego iría con las chicas a una excursión a la montaña. —¿Y no contesta el teléfono? —pregunté, sintiendo la sangre arderme en las venas, un calor doloroso que subía por mi cuello. —En esas montañas no hay señal —me explicó, con una calma que me exasperaba—. A veces pasan días sin contacto. Es normal para ella. Agradecí, pero apenas salí de ahí me sentí a punto de estallar. La lógica de Nelly no aplacaba el pánico. Encendí el auto y apreté el volante hasta que mis nudillos se pusieron blancos, el dolor físico apenas una distracción del torbellino en mi mente. “Se fue sin decirme nada. ¿Con quién está? ¿Con César? ¿Con alguien más? ¿Y si nunca piensa volver?” El ruido en mi cabeza era insoportable, un coro de voces acusatorias y miedos profundos. Volví al rancho y no entré a la casa. El interior me asfixiaba. Me fui directo a la pista, buscando un escape, una liberación. Subí a la moto, ajusté el casco con manos temblorosas y aceleré como si el motor pudiera arrancarme el dolor del pecho, el vacío que sentía. Cada vuelta a la pista fue un grito ahogado. Cada rugido del motor, un intento desesperado de callar su nombre, de borrar su imagen de mi mente. Pero ni la velocidad vertiginosa ni el viento helado pudieron sacarla de mí. Cuando frené, jadeando, el cuerpo agotado, lancé el casco contra el pasto con una furia impotente. Me quedé agachado, las rodillas débiles, con el corazón latiéndome en la garganta como un tambor de guerra. El cielo se oscurecía, y las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer. Y le hablé al viento, a la noche, como si ella pudiera escucharme, como si el universo tuviera las respuestas: —¿Qué eres para mí, Samira? ¿Un fuego que me consume y me da vida… o una condena de la que no puedo escapar? Pero solo el eco de mi propia rabia me respondió, y el sonido de la lluvia que ahora caía con fuerza, lavando nada de mi tormento.
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