Samira llevaba días sin volver a la biblioteca. La fractura en su muñeca le impedía trabajar y los moretones, que aún pintaban su piel como un mapa de su caída, la mantenían postrada en cama. Yo me había instalado en la pequeña casita del fondo, sin pedir permiso, como si ese lugar, con su olor a humedad y a libros viejos, siempre hubiese sido mío. Dormía en el sofá, o a su lado en la cama estrecha, dependiendo de cuánto la dejara el dolor que la acechaba por las noches. La bañaba con delicadeza, le peinaba el cabello con sumo cuidado, le preparaba té con miel para su garganta irritada. Aprendí a darle los analgésicos a la hora exacta, observando su rostro contraído de dolor. Lo más difícil, sin embargo, era contenerme, no sucumbir al pánico, cuando despertaba empapada en sudor frío, murmurando fragmentos incoherentes de su infancia o del terrorífico accidente en la montaña.
Yo no preguntaba. No necesitaba las respuestas que ella no quería dar. Solo la abrazaba con fuerza, pegándola a mi pecho, hasta que la fiebre cedía o volvía a caer en el sueño. No necesitaba explicaciones, solo que siguiera ahí, viva, a mi lado.
Una tarde, mientras le ponía crema cicatrizante en los raspones de la pierna, sus ojos verdes se posaron en mí. Me preguntó con esa voz baja, apenas un susurro, que sabía cómo arrancarme el alma sin esfuerzo:
—¿No tienes trabajo, Grayson? ¿No se supone que tienes una empresa que necesita de ti al otro lado del mundo?
—Lo tiene —respondí sin dejar de mirar su piel maltrecha, mis dedos moviéndose con suavidad sobre sus heridas—. Pero se detiene por una mujer que primero me rompe los nervios con sus escapadas y después el corazón con su silencio.
Ella intentó esquivar mi mirada, intentó esconderse detrás de sus propias heridas, pero no lo permití. Con mi mano libre, levanté su barbilla suavemente hasta que sus ojos se encontraron con los míos.
—Me tienes loco, Samira. Completamente loco. Si te vas, siento que me muero. Si estás cerca, no duermo, pensando en cuándo será la próxima vez que desaparezcas. Nunca sé si mañana vas a amanecer aquí, a mi lado, o en un cerro sin señal, ajena a mi agonía. Quiero… algo más. Quiero algo que no me haga sentir al borde del precipicio todo el tiempo.
Ella tragó saliva, el sonido audible en el silencio de la pequeña habitación. Sus ojos se nublaron con una tristeza que me golpeó.
—No sé cómo darte eso, Grayson. Nunca he sabido amar sin miedo. Sin la necesidad de un escape.
—Entonces aprende conmigo —le supliqué, la voz ronca, revelando mi propia fragilidad. —No soy perfecto, Samira. Soy celoso, lo sabes, desconfiado hasta la médula, posesivo con lo que considero mío… pero no soy malo. Solo estoy roto. Y tú eres el único pegamento que conozco.
Me sostuvo la mirada un segundo que pareció una eternidad, una chispa de reconocimiento en sus ojos, antes de bajar los ojos, como si hubiera visto demasiado de mi alma expuesta.
—Lo sé —susurró, casi inaudible—. Yo también.
El silencio nos abrazó entonces, un silencio cargado de promesas tácitas y verdades incómodas. Por un instante, no éramos la restauradora intrépida y el heredero obsesivo; solo dos almas demasiado golpeadas por la vida, demasiado rotas, intentando no destruirse mutuamente.
Pasaron los días así, en esa extraña burbuja de intimidad forzada y sanación. Yo le armé un porche nuevo junto a la casita: dos sillas de madera rústicas, luces tenues que colgaban como luciérnagas, una radio antigua que susurraba melodías de otro tiempo, y algunas plantas trepadoras que prometían vida. Un refugio. Ella, en silencio, sentada en una de las sillas, escribía sin cesar en una libreta de cuero que no me dejaba ver, su mano izquierda haciendo torpes garabatos.
Y una noche, mientras le peinaba el cabello suavemente frente a la ventana, susurró, su voz casi inaudible contra el suave zumbido de las luces:
—No prometo quedarme para siempre, Grayson. No puedo. Pero hoy no quiero irme.
—Con eso me basta —respondí, mi corazón aliviado, mirándola a través del reflejo del vidrio, donde nuestras imágenes se superponían, confundiéndose.
El domingo por la tarde, el sol caía tibio sobre el jardín, pintando de dorado las hojas de los árboles, cuando escuche golpes en la puerta de la casita. Yo estaba preparando café en la pequeña cocina, el aroma amargo flotando en el aire, mientras ella dormía plácidamente en el sofá, envuelta en una manta de lana, su respiración suave. Imaginé que sería Fernando o Nelly, trayendo algo de comer o solo a charlar. Pero no.
Al abrir, mi cuerpo se tensó, cada músculo se puso alerta. Era César. Con una bolsa de papel en la mano, sus ojos verdes, cargados de preocupación… y algo más, algo que no pude descifrar, pero que me erizó la piel.
—Vengo a ver a Samira. Supe lo del accidente —dijo, con voz contenida, su mirada fija en mí, evaluándome.
Lo miré en silencio, mi mandíbula se me endureció, mis puños se cerraron involuntariamente. Me tomó un segundo decidir qué hacer, si bloquearle el paso o permitirle entrar. Di un paso atrás.
—Está dormida.
Entró sin pedir permiso, como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí. Sus ojos recorrieron cada rincón de la casita: las tazas de café usadas, la manta sobre el sofá, el desorden íntimo de una vida compartida, el aura de mi presencia. Y finalmente, la vio a ella. Dormida. Tan vulnerable, tan hermosa. Como si esa casita, nuestro refugio, fuera su hogar desde siempre.
—No esperaba encontrarte aquí —dijo, su tono de voz bajo, pero ocultando más veneno que sorpresa, una punzada de celos velados.
—Yo sí. Vivo aquí ahora. Mientras la cuido —respondí, apoyándome contra el marco de la puerta, firme, inamovible, sin apartar la vista de él.
Se acercó a Samira con una lentitud que me exasperaba. Observó sus vendas, sus moretones, su gesto cansado, cada detalle de su fragilidad.
—La cuidabas… ¿Dónde estabas cuando rodó por la montaña, Grayson? —preguntó, la acusación clara en su voz.
Sentí la sangre hervir, la rabia borrando cualquier atisbo de razón.
—¡¿Vienes a culparme, César?!
—Vine a verla —respondió, su voz recuperando la compostura, aunque sus ojos brillaban con una intensidad febril—. Y a decirle que la extraño cada día desde que no vuelve a buscarme. —Dejó la bolsa de papel sobre la mesa, el ruido ahogado—. Le traje un libro antiguo. Sabes que son su debilidad.
—Ella está bien. Ya la viste. Ahora puedes irte —dije, mi voz un gruñido.
Él sonrió con esa calma exasperante que siempre me sacaba de quicio, una sonrisa amarga.
—Tú la ves como una mujer salvaje que hay que encerrar, Grayson, un trofeo que poseer. Yo la vi llorar. Yo la vi rota. A ti te desarma porque no la entiendes… Yo tampoco la entendí por completo. Pero nunca quise poseerla, nunca quise quitarle su libertad.
Me adelanté unos pasos, la tensión en el aire cortante, palpable, como la última vez que nos habíamos ido a los golpes por ella.
—¡¿Y crees que yo sí, César?! ¡No sabes nada de lo que siento! Estoy aquí cuando tiene fiebre. Cuando despierta temblando de pesadillas. No solo quiero su cuerpo, César. Quiero su caos. Su sombra. Todo. ¡Quiero la mierda que nadie más soporta!
Él bajó la mirada hacia ella otra vez, con una ternura que me atravesó como un cuchillo, una punzada de envidia y comprensión.
—Tú la quieres viva, Grayson. Yo la quise entera.
El silencio se volvió insoportable, pesado, cargado de verdades no dichas y batallas perdidas.
Entonces, entre sueños, Samira murmuró algo ininteligible. Su mano herida, vendada, se movió débilmente sobre la manta, buscando… y me encontró a mí. Sus dedos se aferraron débilmente a los míos, un agarre instintivo, inconsciente.
Ese gesto fue suficiente. Una pequeña señal, pero con un poder inmenso. César lo entendió. Respiró hondo, un suspiro que pareció llevarse consigo años de anhelo. No dijo más. Se dio la vuelta y salió, cerrando la puerta con una suavidad que resonó en el silencio.
Me quedé mirándola, con su mano aferrada a la mía, y supe que esa pequeña señal, ese agarre inconsciente, había decidido por ella, y por nosotros.
César era su pasado, un amor que había intentado sanar sin éxito.
Yo… yo quería ser su futuro.
Y no pensaba soltarla. No ahora. No nunca.