Azul acero.

1378 Words
No sabía qué hacer y rogó a todos los santos para que la ayudasen. Estaba frente a un hombre completamente distinto a como se lo había imaginado. La descripción que le había dado su hermana no coincidía en lo absoluto con lo que sus ojos estaban viendo. ¿Era una ilusión óptica? ¿Estaba dormida? ¿Esto era solo un sueño y nada más? Lucía no podía apartar la mirada del hombre. Tenía el cabello cobrizo, un tono mezclado entre el rojizo y marrón oscuro, peinado pulcramente hacia atrás, dándole un aire de grandeza. Su boca no sonreía, pero Lucía fue consciente de una leve curvatura. Como estaba sentado, no podía ver los detalles de su cuerpo, pero vio lo bastante como para darse cuenta de que era musculoso y esbelto. En sí, el hombre gritaba elegancia y exudaba poder. De nuevo, fue incapaz de no sentirse diminuta y se cuestionó si esa sensación permanecería en su sistema todo el tiempo en el cual durase la charla. Cuando el hombre por fin irguió la mirada hacia ella, Lucía contuvo la respiración. Unos ojos color azul acero se fijaron en sus ojos… Era una mirada tan gélida, carente de cualquier signo de vida. Fría. «Solo… Dios, que todo salga bien», rogó mentalmente mientras trataba de no enredarse con las palabras que saldrían de su boca… (…) Logan estaba centrado en unos documentos y fue vagamente consciente cuando la puerta de su despacho se abrió y se cerró. Sabía que la persona que ingresó era la misma que había tenido el descaro de intentar robarle y, por si fuese poco, la misma quien había intentado seducirlo como un último recurso para que no la echasen de la empresa. —Siéntese —demandó, sin alzar la mirada. Continuó “leyendo” unos documentos mientras se preparaba mentalmente para descargar toda su frustración con esta persona. Además, Logan estaba en todo su derecho de hacerlo. Ella cometió un delito y él le haría saber que no escaparía del castigo. La ley caería, con todo su peso, sobre la cabeza de Pía. Él se aseguraría de esto. Cuando por fin irguió la mirada, se tragó la sorpresa porque la mujer que estaba sentada frente a su escritorio no era la que estaba esperando. —¿Quién es usted? —preguntó, con tono adusto. La mujer que le devolvía la mirada no era Pía Rossi. El recuerdo de Pía Rossi brotó en la espesura de su mente. Pía era hermosa, de cabello largo y n***o, estatura alta y un cuerpo de reloj de arena. Sin dudas, Pía se acercaba más a las mujeres con las cuales él solía salir antes, seguras de sí mismas y de su poder. Sin embargo, la mujer que tenía delante, con un abrigo largo y poco favorecedor y sus zapatos sin tacón, era la antítesis de la moda. Frunciendo el ceño, Logan miró detenidamente a la fémina, dándose cuenta de inmediato de que esta parecía querer estar en cualquier otro lugar y no delante de él. —¿Y bien? —profirió, detestando el hecho de que la fémina parecía estar batallando consigo misma mentalmente. —Soy la señorita Rossi. Creí que sabía que… —titubeó la fémina, mirándolo con grandes ojos color marrón claro, casi dorados. Por la forma en la cual lo miraba, Logan la comparó con un ciervo asustado por los faros luminosos y brillantes de un automóvil. Aun así… —No estoy de humor para tonterías, créame —espetó, el desdén en su voz—. Llevo varios días terribles y lo último que necesito ahora es a alguien que se hubiese colado en mi despacho diciendo ser una persona que, evidentemente, no es —enfatizó lo último. Sus ojos, tan fríos, analizaron a la fémina. Era, incluso, un poco hilarante el nerviosismo de esta al contemplarlo como si él fuese alguien de otro planeta o algo así. —No me he colado en su despacho, señor Parisi. Soy Lucía Rossi, la hermana de Pía. —Vaya. Me cuesta trabajo creerlo —profesó, irguiéndose de su cómoda silla de cuero. ¿En serio esta mujer era hermana de Pía Rossi? Logan lo dudaba y mucho… (…) Lucía estaba tratando con todas su fuerza de mantenerse firme y sosegada. No se dejaría intimidar por este hombre. Pero cuando Parisi se irguió de la silla, Lucía tuvo que hacer todo lo posible para no demostrar que estaba muy nerviosa. «No me cree», pensó mientras contenía la respiración al verlo rodear el escritorio. Un súbito escalofrío trepó por su columna, y no del bueno, cuando fue completamente consciente del cuerpo del hombre. Parisi Logan estaba constituido con un cuerpo musculoso y atlético, era alto, elegante e imponente. Emanaba un aura gélida, carente de emoción o algo que delatase que el hombre pudiese tener un corazón latente, vivo, en su pecho. La sensación de malestar incrementó cuando el CEO Parisi comenzó a dar vueltas a su alrededor, como si estuviese acechando a una presa. Lucía se sintió indefensa, diminuta y los nervios no la estaban ayudando, sobre todo porque temía vomitar allí mismo. Cuando notó a Parisi apoyarse en el borde del escritorio, Lucía se vio obligada a girar la cabeza hacia este y mirarlo desde una posición de desventaja total. Sabía que debía parecer un animalito asustado, pero hizo todo cuanto pudo para mirar fijo aquellos ojos color azul acero tan fríos. —No nos parecemos mucho, para serle sincera —enunció ella—. Estoy acostumbrada a oírlo. Pía heredó la elegancia, la altura, la belleza y la figura de mi madre. En cambio yo… Bueno, me parezco más a mi padre. Lo cual, para mí, eso está bien. La explicación salió de su boca tan natural. Además, Lucía estaba habituada a decirla. Era una verdad con la cual vivía diariamente. —¿Y qué se supone hace usted aquí? Lucía desvió la mirada por un momento, exhalando un suspiro por lo bajo. Cuando volvió a mirar al CEO Parisi, se encontró con los mismos ojos que se parecían más a témpanos de hielo. Había ensayado muchas veces su discurso antes de venir aquí, pero lo cierto era que no contó con describir que todo lo que le había dicho su hermana era una mentira. El CEO Parisi Logan estaba lejos de ser el hombre que describió Pía. Y Lucía se encontraba batallando consigo misma porque este hombre era… pecaminosamente guapo. —Ah, ya entiendo. Ella te ha enviado en su nombre, ¿cierto? —Lucía frunció leve el ceño al notar el puro desdén en el tono de voz adusto del hombre—. Por supuesto, como sus súplicas y sollozos no funcionaron, además de su ridículo intento de seducirme como último recurso, decidió enviarte a ti para que hicieses el trabajo sucio por ella. Un descaro total. —¿Intentó seducirlo? —preguntó Lucía, ampliando sus ojos ante lo que acababa de oír. —¿No se lo dijo? —Vio como Parisi rodeaba el escritorio y se sentaba de nuevo en su silla de cuero—. Bueno, fue un movimiento poco inteligente de su parte. Seguramente creyó que sería como esos tantos imbéciles que se dejan manipular por un rostro bonito. —No… No me lo creo. Yo… —calló de pronto. Inhaló y exhaló por lo bajo, tratando de procesar lo que Parisi le dijo. Sin embargo, en el fondo, Lucía tenía la sospecha de que todo era cierto porque, ¿acaso no era verdad que Pía siempre había utilizado su belleza y su cuerpo perfecto para conseguir lo que quería? A diferencia de ella, a Pía siempre le había resultado fácil manipular a las personas, sobre todo a los hombres, para que hiciesen lo que ella quisiese. Los hombres eran como arcilla en sus manos, los moldeaba, los usaba y los desechaba. Así de simple. Su hermana no tenía vergüenza alguna de hacer que los hombres bailasen alrededor de su meñique, tampoco le importaban los sentimientos que estos podían albergar por ella. Pía, después de todo, hacía lo que quería, cuando quería y como quería. Lucía estaba horrorizada con el comportamiento de su hermana y con una terrible vergüenza ajena. Por qué, se preguntó una vez más, estaba allí…
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