El silencio en el salón es tan denso que siento cómo me aplasta el pecho. Maximiliano sigue ahí, observándome con esa mirada que me atraviesa… pero ya no puedo sostenerle la vista. Hay algo oscuro detrás de esos ojos, algo que no sé si quiero conocer.
Sebastián se aclara la garganta, como si necesitara valor.
—Teo… tenemos que hablar de papá.
Mi estómago se contrae. La frase que llevo evitando dos años por fin cae sobre mí como un martillazo.
Maximiliano no se mueve, pero su presencia llena la habitación. Siento que ambos esperan mi reacción.
—Dijieron que fue un accidente —susurro—. Un conductor ebrio. Fin de la historia.
Maximiliano suelta una risa baja, amarga. Un sonido que no había escuchado jamás.
Se me eriza la piel.
—Eso jamás fue verdad, Mateo —dice finalmente—. Ni por un segundo.
Miro a Sebastián, esperando que lo desmienta. Pero solo cierra los ojos y asiente.
—Papá no murió por un accidente —continúa mi hermano, con la voz temblorosa—. Lo asesinaron… y lo hicieron para llegar a ti.
Siento que el mundo se me corta en dos.
—¿A… mí? —pregunto sin poder respirar.
Maximiliano da un paso adelante. La tensión en su rostro es pura furia contenida.
—Tu padre descubrió algo que no debía —explica—. Información que comprometía a una organización rival. Los tenía acorralados. Y la única forma de hacerlo callar… era eliminándolo. Pero no se detuvieron ahí. Querían destruir todo lo que él amaba. Todo.
—Incluyéndote —agrega Sebastián, apretando los puños.
Me llevo una mano al rostro. Las lágrimas arden, pero no caen. No entiendo. No quiero entender.
—¿Y… mamá? —logro decir, con la voz quebrada.
El silencio que sigue es peor que cualquier respuesta.
Sebastián se hunde en el asiento. Maximiliano cierra los ojos y exhala hondo.
—Ella no pudo soportarlo —responde Maxi, sin rodeos—. Pero tampoco estuvo sola en lo que sentía. Tenía razones para creer que irían después por ustedes dos… y eso la destruyó.
Su muerte… no fue tan simple como lo contaron.
Un escalofrío sube por mis brazos.
—No —susurro—. No, no, no…
—Tu padre estaba investigando a alguien muy cercano —interrumpe Sebastián, hablando rápido, como si un nudo en la garganta lo apretara—. Tenía pruebas, nombres, rutas… y un mensaje final que nunca recibiste, porque fue interceptado.
Me levanto de golpe.
—¿Qué mensaje?
Maximiliano mete la mano en su chaqueta y saca un sobre grueso, sellado con cera. El símbolo de nuestra familia brilla al reflejo de la lámpara.
Mi sangre se congela.
—Esto —dice, sosteniéndolo entre sus dedos—. Esto iba dirigido solo a ti.
Me lo ofrece, pero antes de que pueda tocarlo, habla con una seriedad que me perfora:
—Mateo… si abres este sobre, ya no habrá vuelta atrás. Te convertirás en un objetivo, como lo fue tu padre. Como lo soy yo.
Nuestra mirada se encuentra.
Y esta vez, no siento atracción.
Siento miedo.
Miedo real.
—¿Qué… qué quieren de mí? —logro preguntar.
Maximiliano aprieta la mandíbula.
—Quieren lo mismo que querían de tu padre. Quieren lo que solo tú puedes darles.
—¿Y qué es eso? —pregunto.
Él me observa, un brillo oscuro cruzándole los ojos.
—Tu nombre, Mateo. Tu sangre. Tu herencia.
Y algo más…
Da un paso, demasiado cerca. Casi puedo sentir la energía que desprende.
—Tú eres la clave del secreto que tu padre murió protegiendo.
Se me dobla el aliento.
Y entonces lo sé.
Mi regreso a Chile jamás fue un reencuentro familiar.
Fue un movimiento en un tablero que no entiendo.
Un tablero donde mi padre murió… y yo soy la próxima pieza.