Capítulo 1

2173 Words
1 ROSA La cocina a las seis de la mañana era algo parecido a lo que recordaba de las calles concurridas de Chicago, llenas de gente, con mucho ruido y ligeramente peligrosas. Con diez mujeres en la casa, nunca había tranquilidad, nunca había paz. Era lo mismo, día tras día. Dalia discutía con la señorita Esther sobre cómo se debía cocinar el tocino. Amapola estaba detrás de Azucena y se peinaba el cabello rubio con otra creación inventiva. Caléndula ponía la mesa con un fuerte estruendo de platos, ansiosa por comer. Jacinta estaba sentada a la mesa grande tarareando plácidamente para sí misma mientras cosía un botón. Lirio y Margarita probablemente seguían dormidas o al menos se tomaban su tiempo para vestirse y evitar las tareas de la mañana. Me detuve y observé el alboroto, sacudiendo la cabeza ante la sensación claustrofóbica de la habitación. Nada había cambiado. La habitación no había cambiado desde el primer día en que todas llegamos de Chicago dieciséis años antes. Además de ser mayores, ninguna había cambiado y nuestras personalidades eran tan variadas como siempre. Excepto yo. Yo había cambiado. ¿Por qué todas me molestaban? ¿Por qué de repente la casa parecía tan pequeña? ¿Por qué mis hermanas parecían tan irritantes? ¿Por qué me sentía como si me sofocaran? Queriendo escapar, dejé caer el puñado de leña en el recipiente junto a la estufa, caminé de regreso afuera y comencé a cruzar la grama hacia el establo. Respiré profundamente el aire fresco de la mañana en un intento de relajarme. Era demasiado temprano para estar enfadada, especialmente por tan solo la rutina matutina normal. —¡Rosa! —La voz de la señorita Trudy me alcanzó. Había más que distancia física entre nosotras, también había una separación emocional. Me detuve y me volví con un suspiro, metiendo mi cabello rebelde detrás de la oreja. La mujer que había criado a ocho niñas huérfanas, conmigo incluida, levantó una tela doblada—. Si no quieres comer en la mesa, al menos llévate algo contigo. Su cabello estaba recogido con un moño sencillo en su nuca, el gris en su cabello rojo brillaba bajo el sol que salía tras las montañas. Todavía era hermosa, aun con las finas líneas que mostraban su edad. Mientras daba los pasos para tomar la comida, vi preocupación en sus ojos verdes, pero me negué a hablar de ello. Olí las galletas y el tocino y mi estómago retumbó. —Gracias —respondí con una sonrisa en los labios. —¿Dónde vas a estar? —preguntó la señorita Trudy con voz tranquila y apacible. Nunca gritaba, nunca levantaba la voz. Nadie desaparecía sin informar hacia dónde iba porque los peligros abundaban en el rancho y en todo el Territorio de Montana. —Seguiré la línea de la cerca para buscar cualquier sección que pueda necesitar reparación. —No había ningún cerco dañado. Yo lo sabía y la señorita Trudy también, pero solo hizo un pequeño asentimiento con la cabeza para permitirme escapar. Sin saber qué más decir, me volví para dirigirme al establo. No podía decirle a la señorita Trudy que no era feliz, aunque estaba segura de que lo sabía. Pronunciar las palabras me haría parecer desagradecida, pues ella y la señorita Esther nos proporcionaron un hogar estable y amoroso a todas nosotras, que habríamos crecido huérfanas en una gran ciudad, sin conocer los espacios abiertos y el gran cielo de Montana si ambas no nos hubieran adoptado a todas y traído al Oeste. El pensamiento me hizo frotar el espacio por encima de mi corazón, presionando fuertemente la culpa y la inquietud. No importaba la profundidad del cariño o la cercanía que tuviera con las otras chicas, necesitaba más. Necesitaba escapar. —Lo que sea que te haya hecho esa cerca, seguro que ahora lo lamenta. La voz profunda que venía de detrás de mí fue tan sorprendente que me golpeé el pulgar con el martillo. Estaba a un kilómetro de la casa cuando decidí resolver algunas de mis frustraciones con la cerca. El poste tenía un clavo suelto y yo había empezado a martillarlo, continué con el ataque aun después de que ya estuviera bien alojado en la madera. Todavía estaba martillando cuando alguien me pilló desprevenida. Respiré profundamente ante el dolor punzante en la punta de mi pulgar mientras sostenía la base del dedo con la otra mano. Dejé salir unas pocas palabras que no eran precisamente las de una dama mientras hacía una mueca de dolor y caminaba en círculos. —¡Chance Goodman! —grité mi enojo y mi dolor fuerte y claramente—. No te puedes acercar a alguien de esa manera. El hombre era diez años mayor que yo y vivía en el rancho más cercano. Sus padres habían muerto unos años antes y, con mucho éxito, él se hizo cargo de la expansión de su rancho, añadiendo más ganado y criando preciados toros. Esto último hacía que me sonrojara cada vez que pensaba en ellos, pues gracias a las bestias sabía lo que pasaba entre un hombre y una mujer —sumado a que la señorita Trudy y la señorita Esther, como dueñas de burdeles que fueron, nos dieron una charla especial a cada una de nosotras— y siempre había imaginado el rostro de Chance en mi mente cuando me imaginaba semejantes actos. Cierta vez vi uno de sus toros y la... la cosa que colgaba debajo de su vientre me hizo preguntarme cómo sería el m*****o de Chance. ¿Sería grande él? ¿Sería igual de agresivo cuando montaba a una mujer? Mis pezones siempre se tensaban como puntos duros y sentía humedad entre las piernas cada vez que imaginaba un escenario así. No había otro hombre en cincuenta kilómetros que fuera un espécimen de masculinidad como Chance Goodman. Ya lo pensaba cuando tenía nueve años, y ahora pienso lo mismo a los diecinueve. Su cabello era de color marrón chocolate, el cual dejaba caer demasiado largo. Se erguía sobre mí dado que yo solo le llegaba al hombro y me hacía sentir... femenina. En mi casa, había ocho mujeres a quienes les importaban las cintas y los encajes cuando yo simplemente me interesaba más en el cuero de una silla de montar y en el marcado del ganado, pero a menudo Chance me hacía desear haberme peinado el cabello o haberme puesto ropa bonita que me hiciera parecer más atractiva, al menos ante sus ojos. No eran sus hombros anchos ni sus antebrazos musculosos lo que me provocaba que se me acelerara el corazón cada vez que lo veía. No era la forma en que un hoyuelo se marcaba en su mejilla cuando sonreía. No era la mandíbula fuerte ni las manos grandes así como sus ojos oscuros lo que me atraían. Chance era la única persona que no se dejaba llevar por la fachada que yo desarrollé para ocultar mi verdadero yo. Era como si estuviera constantemente expuesta, cada emoción y sentimiento que tenía era claro como el agua de un manantial para él. No podía esconderme de él, aun cuando, como ahora, estaba de pie justo delante de mí. —Aquí, déjame ver. —Tomó mi mano mientras me volvía hacia él. Antes de que pudiera alejarme, la levantó para poder mirarla, después para mi total y completa sorpresa, se metió mi pulgar lesionado dentro de su boca. Mi propia boca se abrió con absoluta sorpresa. Mi pulgar estaba en la boca de Chance Goodman… y se sentía bien. Su lengua recorrió la punta lastimada, chupándola como si succionara el dolor como lo haría con el veneno de una mordedura de serpiente. Su boca estaba caliente y húmeda y mi dedo palpitó —como otros lugares— y ya no era por el martillazo. —¿Qué… qué estás haciendo? —pregunté, mis palabras se escaparon en una confusa prisa. Chance nunca me había tocado antes. Me había dado sus palmas entrecruzadas para que las usara de ayuda para montar un caballo, pero eso no era nada comparado con esto. La forma en que sus ojos oscuros miraron fijamente los míos mientras pasaba su lengua por encima de mi pulgar era nueva. Suave, posesiva, caliente. Dios, ¡esto era lo más carnal que alguna vez hubiera experimentado y era solo mi pulgar! ¿Qué me pasaría si se tomara libertades más grandes? Con ese pensamiento tentador, y muy aterrador, tiré de mi mano hacia atrás. Chance podría haberla retenido fácilmente, ya que su fuerza era mucho mayor que la mía, pero me liberó por su propia elección. —¿Mejor? —preguntó. Su voz sonó profunda y áspera, lo que me recordó las piedras del río. Solo pude asentir con la cabeza ya que aún estaba nerviosa. —Creo que es la primera vez que te dejo sin palabras. —La comisura de su boca se levantó y apareció el hoyuelo. Puse mis manos en mis caderas, ignorando el dolor. —¿Qué es lo que quieres? —le pregunté con tono mordaz. Su mirada recorrió mi cuerpo, examinándome, y suspiró. —¿Ahora mismo? Quiero saber qué te pasa. —¿Además de mi pulgar? —Levanté la mano—. Nada —solté. —Rosa —dijo con su voz que se elevaba en ese irritante tono de advertencia. —¿Qué? ¿Una chica no puede tener secretos? Sus cejas oscuras se elevaron. —¿Desde cuándo te consideras una chica? —Bajó la mirada a los pantalones que llevaba en lugar de la falda o el vestido de cualquier otra mujer. La púa me hirió, porque solo validaba mis inseguridades de más temprano. Chance no me veía como una mujer. Pensaba en mí como... Rosa. La Rosa simple con pantalones. ¿Qué hombre podría estar interesado en una mujer que prefería usar pantalones en lugar de cintas y encajes? ¿Qué hombre podría desear a una mujer que martillaba postes de cercas? —Desde... —Cerré la boca—. Oh, no importa. —Me alejé de él y me fui. —¿Dalia te está molestando de nuevo? —gritó—. ¿O Caléndula se comió tu desayuno? Sabía que estaba jugando conmigo, porque nunca se burlaría de las otras chicas. Era demasiado caballero, pero eso no le impedía burlarse de mí. Cuando la señorita Trudy y la señorita Esther nos encontraron huérfanas después del gran incendio de Chicago, no sabían nuestros nombres. Nunca sabré por qué nos dieron nombres de flores. La mudanza al Territorio de Montana fue una manera de empezar de nuevo para todas nosotras, especialmente para la señorita Trudy y la señorita Esther. A pesar de sus años dirigiendo un burdel en una gran ciudad, querían una nueva vida y la encontraron en las afueras de la ciudad de Clayton. Éramos vilmente conocidas como las flores salvajes de Montana y siempre se nos consideraba como un grupo de ocho personas, no como personas individuales. —Todas son iguales. Nada ha cambiado. —¿Estás esperando por algo diferente entonces? —Apoyó la cadera contra el estropeado poste de la cerca, relajado y en calma consigo mismo, mientras me ofrecía toda su atención. Vi su caballo en la distancia, con la cabeza baja y mordisqueando hierba. Un pájaro voló por encima de nosotros con sus alas inmóviles mientras pasaba una corriente de viento. —¿Algo diferente? ¡Por supuesto que quiero algo diferente! —Agité los brazos en el aire mientras hablaba—. Quiero ser independiente, salvaje. ¡Libre! No estar atrapada en una casa llena de mujeres que hablan todo el día sobre peinados y la longitud de las mangas de los vestidos. Quiero hacer lo que la señoritaTrudy hizo, huir y descubrir una nueva vida en una tierra lejana. Me dejó desahogarme pacientemente. —¿Qué planeas hacer? —No lo sé, Chance, pero estoy a punto de salir de mi propia piel. ¿No te das cuenta? Ya no pertenezco aquí. —Bajé la cabeza con esa admisión, porque sentí que la vergüenza y la culpa me presionaban fuertemente el corazón. La señorita Trudy y la señorita Esther habían hecho tanto por mí, por todas las chicas, y yo estaba dejando a un lado todos esos años, y todo el amor. Presioné una vez más ese punto de mi pecho mientras sentía las lágrimas acercarse. Levantando la cabeza hacia el cielo, me sorbí la nariz y forcé las lágrimas a quedarse atrás. Yo no lloraba. Nunca lloraba y estaba furiosa con Chance por hacerme sentir así. Con su largo paso, caminó hacia mí a través de la hierba alta e inclinó mi barbilla hacia arriba con sus dedos, obligándome a mirarlo. El sombrero se me cayó de la cabeza para colgar del largo cordón que tenía alrededor de mi cuello. Su aroma, una mezcla de piel cálida y pino y cuero, era algo que asociaba únicamente con él. —No. Ya no perteneces aquí. No podía creer que Chance estuviera de acuerdo conmigo. La única persona que esperaba que luchara por mí —mi amigo— estaba de acuerdo conmigo y aceptaba que me fuera. Aparté la barbilla de su agarre y me volví hacia mi caballo para montarlo rápidamente. Usando las riendas para estimular al animal, le di una última mirada a Chance Goodman. Era hora de seguir adelante; él acababa de confirmarlo para mí. Me dolía el corazón al saber que nunca volvería a verlo. Me puse el sombrero sobre la cabeza, le di un pequeño golpe de despedida con mi dedo y me fui. No solo me dolía la punta del pulgar, sino también el corazón.
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