I
La llegada
La campana de la iglesia resonaba con un tono solemne mientras sor Eva descendía del carruaje que la había traído al pequeño pueblo de Montclair. El sonido se extendía como una advertencia, perdiéndose en el aire frío y húmedo del atardecer. El cielo gris prometía lluvia, un reflejo apropiado para el estado de su alma: turbia, pesada, cargada de secretos que ni el hábito impecable que vestía podía purificar.
Sostenía con firmeza un pequeño baúl que contenía las pocas pertenencias que había llevado consigo. No era mucho, apenas lo suficiente para mantener su fachada: una Biblia desgastada, algunas prendas sencillas, y lo más importante, el collar que jamás se quitaba. Un medallón oscuro, discreto, que colgaba de su cuello como un recordatorio constante de quién era realmente. Dentro de él, un fragmento de su esencia estaba atrapado, latente, contenida por un encantamiento que ella misma había diseñado años atrás.
Mientras caminaba hacia la puerta principal del convento de Santa Inés, un escalofrío recorrió su espalda. No era solo el frío; había algo en Montclair que la inquietaba. La energía del lugar era densa, casi tangible, como si los secretos del pueblo se arremolinaran en cada esquina, esperando ser desvelados.
—Sor Eva
La recibió una monja anciana en el umbral, con una sonrisa amable pero cansada.
—Soy sor Beatriz. Bienvenida al convento de Santa Inés.
Eva inclinó la cabeza en señal de respeto, dejando que el silencio hablara por ella. Sus manos, siempre cruzadas frente a su hábito impecable, permanecieron inmóviles, como si incluso el más leve gesto pudiera traicionar los secretos que ocultaba. No era alguien que se apresurara a llenar los vacíos con palabras; en cambio, parecía habitar esos silencios con una calma inquietante que ponía nerviosos a quienes la rodeaban.
—Espero que el viaje no haya sido demasiado agotador.
Continuó sor Beatriz mientras la guiaba por los pasillos del convento. El edificio era modesto, con paredes de piedra fría y ventanas pequeñas que apenas dejaban entrar la luz. Todo allí parecía estar atrapado en el tiempo, como si el progreso hubiera olvidado Montclair.
Eva asintió, ajustándose el medallón con un gesto que parecía casual. No podía permitirse un error, no aquí. Había elegido Montclair porque nadie la conocía, porque creía que este lugar perdido en el mapa podría ofrecerle el anonimato que necesitaba para dejar atrás el pasado. Pero ahora, bajo las miradas curiosas de las otras monjas que se cruzaban en su camino, no estaba tan segura.
Sus ojos, oscuros y serenos como un lago en una noche sin luna, reflejaban una profundidad que hacía que cualquiera que se atreviera a mirarlos por demasiado tiempo sintiera un leve escalofrío. Era como si, bajo esa aparente calma, se escondiera una tormenta contenida, una que podía desatarse en cualquier momento.
Esa noche, mientras las demás descansaban, Eva permaneció despierta en su pequeña celda. La cama era dura y el silencio ensordecedor, roto solo por el crujido ocasional de la madera vieja. Sus dedos acariciaron el medallón mientras un susurro oscuro surgía en su mente, una voz que reconocía demasiado bien.
“No puedes escapar de lo que eres, Eva. Puedes esconderte detrás de tu hábito, pero siempre serás una criatura de la noche.”
Respiró hondo, cerrando los ojos con fuerza. Se había dicho que esta vez sería diferente, que podría controlar sus impulsos, pero la energía que corría por sus venas ya comenzaba a agitarse. Era como un hambre insaciable, una necesidad que solo crecía con el tiempo.
Cerca de la medianoche, se levantó de la cama. Sabía que no debía, pero la tentación era demasiado fuerte. Cubriéndose con una capa negra, salió del convento en silencio, moviéndose con una agilidad y sigilo que no pertenecían a una simple monja. Las calles de Montclair estaban desiertas, excepto por un hombre que caminaba tambaleándose, probablemente ebrio, de regreso a su casa.
Eva lo siguió desde las sombras, su corazón latiendo con fuerza, no por miedo, sino por anticipación. Cuando el hombre se detuvo para encender un cigarro, ella aprovechó el momento. Se acercó con una sonrisa tímida, con su hábito aún visible bajo la capa.
—¿Está perdida, hermana?
Preguntó el hombre, sorprendido por su presencia tan repentina.
—Solo buscaba un poco de aire fresco.
Respondió ella, su voz suave pero cargada de un extraño magnetismo.
El resto ocurrió con una velocidad casi irreal, como si el tiempo mismo se hubiera inclinado ante ella. Un roce aparentemente inocente de sus manos desató una corriente eléctrica que recorrió el aire, cargándolo con una tensión que era imposible ignorar. El hombre, atrapado en un torbellino de emociones que no entendía, apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando Eva se inclinó levemente hacia él, sus labios apenas separados al susurrarle algo que parecía más un encantamiento que una simple palabra. La cadencia de su voz, baja y envolvente, tenía una cualidad hipnótica, un magnetismo oscuro que borró cualquier resistencia que pudiera haber albergado.
Él cayó de rodillas con un movimiento abrupto, como si una fuerza invisible lo hubiera empujado. Sus ojos, antes llenos de curiosidad, ahora estaban nublados, perdidos en algún lugar entre el deseo y el temor. Las manos de Eva permanecían firmes, ligeras, como si apenas fueran conscientes de la sumisión absoluta del hombre frente a ella. Pero en sus ojos, una chispa oscura brillaba mientras cerraba los párpados, permitiéndose disfrutar del momento con un deleite peligroso.
La energía comenzó a fluir hacia ella, una corriente cálida y embriagadora que hacía vibrar cada fibra de su ser. Podía sentir cómo la oscuridad que habitaba en su interior despertaba, expandiéndose como un monstruo liberado de su jaula. Su respiración se volvió más lenta, más profunda, mientras el éxtasis de absorber esa vitalidad la envolvía por completo. Había algo casi ritualista en la forma en que su cuerpo respondía, en cómo su esencia demoníaca reclamaba lo que creía suyo por derecho.
Cuando finalmente abrió los ojos, un destello de satisfacción oscura cruzó su rostro. A sus pies, el hombre yacía en el suelo, su cuerpo inmóvil, como si la vida misma se hubiera desvanecido de él. Su rostro, ahora pálido y vacío, era un eco del fervor que lo había consumido momentos antes. Había algo aterrador en su expresión congelada: no mostraba dolor ni miedo, solo una ausencia absoluta, como si lo que había sido su alma hubiera sido arrancada en silencio.
Eva observó su obra por un instante, permitiéndose un respiro antes de retroceder, dejando que la penumbra del lugar cubriera el cadáver. Había perfección en lo que acababa de hacer, un arte oscuro que solo ella podía entender. Y mientras el silencio llenaba el espacio, una sonrisa apenas perceptible curvó sus labios, un recordatorio de que la bestia dentro de ella nunca dormía del todo.
Eva se enderezó con una calma que contradecía la gravedad de lo que acababa de ocurrir. Sus manos, que habían sido herramientas de un acto tan vil como elegante, se movieron con deliberada lentitud mientras las limpiaba contra el dobladillo de su hábito. Era un gesto cotidiano, casi mundano, como si hubiera terminado de recoger migajas tras una comida. Sus ojos, fríos y vacíos, se posaron sobre el cuerpo inerte a sus pies. No había culpa ni remordimiento en su mirada; solo una neutralidad calculada, como si contemplara un objeto más que a lo que había sido un ser humano.
El viento nocturno se coló por las rendijas de la estancia, trayendo consigo el ulular distante de un búho y el crujir de las hojas. Eva inspiró profundamente, dejando que el aire helado llenara sus pulmones, limpiando cualquier vestigio de emoción que pudiera delatarla. Entonces, dio un paso atrás, asegurándose de no dejar huellas. La oscuridad que la rodeaba parecía moverse con ella, como un velo protector que se aferraba a su figura mientras desaparecía entre las sombras.
El eco de sus pasos fue devorado por el silencio sepulcral de la noche, y en cuestión de segundos, Eva se desvaneció, convirtiéndose en un espectro que el mundo no podía alcanzar. El convento estaba a pocos minutos de distancia, pero para Eva, cada paso hacia él era un regreso al papel que desempeñaba a la perfección. Ajustó su hábito y enderezó el medallón en su cuello, sintiendo el peso familiar de su secreto. Era un recordatorio de quién era realmente y de lo que debía ocultar a toda costa.
De vuelta en el convento, las paredes de piedra fría eran un refugio y una prisión. Pasó por el claustro desierto con la agilidad de un espectro, evitando las áreas donde las monjas más devotas solían rezar en las primeras horas de la madrugada. Al llegar a su celda, cerró la puerta tras de sí con cuidado, dejando escapar un suspiro apenas audible. Se sentó en el borde de su cama, su postura rígida, y deslizó los dedos sobre el medallón que descansaba contra su pecho. La energía que había absorbido seguía arremolinándose en su interior, como una tormenta contenida.
“Un deber simple,” murmuró, más para sí misma que para justificar lo que había hecho. Sin embargo, había algo diferente esta vez. Algo que no podía ignorar. Los ojos del hombre, ese instante antes de que la vida lo abandonara, habían mostrado más que sumisión; habían reflejado un destello de algo que Eva no lograba descifrar. Una chispa de comprensión o tal vez una pregunta no formulada. La idea la inquietó, pero no permitió que esa sensación se arraigara. Había aprendido a desterrar cualquier pensamiento que pudiera debilitarla.
Al amanecer, estaba arrodillada en la capilla con las demás, recitando oraciones que sonaban huecas en sus labios. Nadie sospechaba. Nadie podía imaginar que la mujer piadosa entre ellas era, en realidad, el monstruo que la policía del pueblo pronto empezaría a buscar desesperadamente.
Eva cerró los ojos y se aferró al medallón. Había sobrevivido otra noche, pero sabía que su lucha apenas comenzaba. Montclair no sería el refugio que había imaginado. Aquí, como en todos lados, los demonios siempre encontraban la forma de salir a la luz…